Ahí sigue la nieve, que ya no es nieve sino un engrudo de nieve y hielo, de cielo y porquería, de alcornoques y sal, el agua sucia y la esponja sucia de los pies sucios de toda la ciudad. Madrid no se deshiela en cascadas y gorgoritos de pájaros, esto no es la primavera de Parsifal ni la de los dibujitos, con las florecillas rompiendo la nieve como un polluelo el cascarón. La nieve no la quita el sol ni la quita el Ayuntamiento, los dos como dioses lejanos o impotentes en sus carrozas. Además, le añadimos nuestra basura, le ponemos encima bicicletas y sillas al revés, mallas de gallinero y cajas de melocotones, como arte moderno. La civilización surgió del deshielo, pero aquí nadie sabe qué hacer con la nieve después de hacerse el selfi o de darle a la campana del coche de bomberos como en el tiovivo.

Lo de la gente se podía esperar, en fin, pero nuestros políticos no deberían comportarse como chiquillos de villancico ni novios del Rockefeller Center

Ahí siguen esta nieve terrosa y este hielo aguado, que parecen el amanecer de una fiesta decadente, con sus copas derramadas u olvidadas y su melancolía de Tiffany en la Gran Vía. O parece los restos de un robo nocturno de toda la ciudad, con los jarrones rotos y los cajones volcados y los colchones destripados. La nieve fue verdaderamente una fiesta para gente que ya se había olvidado de la fiesta. Parecía que el cielo nos obligaba a jugar y a reír arrojándonos las canicas y las peonzas y haciendo resbalar al vecino gruñón con ellas. Lo de la gente se podía esperar, en fin, pero nuestros políticos no deberían comportarse como chiquillos de villancico ni novios del Rockefeller Center. 

Los políticos sí sabían que no iba a ser un juego, pero nadie quiere ser el aguafiestas, el que te hace salir con un paraguas cuando no llueve, que es como salir con una gaita, o el que te obliga a guardar la digestión en el domingo de piscina, en plena competición salvaje de primos y novietas. Aquí premiamos al osado, pero no al precavido, que nos parece cagón, apocado, exagerado y amargado. Imaginen que nuestros gobernantes hubieran cerrado el tráfico ya en aquel viernes, cuando aún nevaba con cascabeles y postalitas, pero que la nevada se hubiera quedado en eso, en Instagram. Imaginen las quejas por las citas, por las compras, por las cenas, por las oportunidades, por los negocios perdidos. Los políticos luego lo llaman “no crear alarma”, pero lo que no quieren es quedar como gallinas, que aquí es peor que ser cenizo.

Nadie quiere ser el ogro y el espantagustos que va siempre dando paraguazos y timbrazos, como un vecino cascarrabias. Ni con el nevadón ni con el virus. Además, en lo inevitable no hay culpa, así que convertir el bicho o el caos en inevitables, en pedrisco, es la manera más sencilla de rehuir la responsabilidad. Debimos darnos cuenta de que el virus iba a ser tratado como meteorología desde la primera vez que Simón salió aterido en rebequita, con su cara de Chaplin con frío, con su ternura de nómada o aventurero con coronilla de nieve, como de paisaje del Kilimanjaro o de reportero en esta nevada. Cómo usar este truco con una pandemia y no con un pedrisco de verdad...

Los políticos sabían que llegaría la nieve, pero no quisieron parar el juego, ni dar miedo poniendo guardias, ambulancias y brujas con escoba o con pala como brujas de tren de la bruja. Los políticos no podían parar la nieve, pero la gente se heló en sus coches como amantes del Titanic porque se dejó que circularan coches. Los políticos no podían parar la nieve, pero tenían que saber que, luego, ni las calles ni los hospitales ni los aeropuertos podrían escapar de puntillas por la nieve, levantándose la acera y el cemento como una menina el miriñaque. Los políticos no podían parar la nieve, pero tenían que saber que la nieve se haría muro y se haría hielo y se haría pantano.  

No es que Sánchez ni Ábalos ni Ayuso ni Almeida tengan culpa de la nieve, es que los gobiernos no deben manejar culpas, que es cosa de niños o de curas, sino responsabilidades. Ésa es la única visión adulta en esta playa de nieve. Esperaban la nieve pero no pensaron que hubiera que hacer algo después de esperarla, de mirarla, de rizarla, de surfearla, de tenerla cubriendo media España como si sólo la tuviéramos en la terraza, tapándonos con una glaciación el paleolítico de nuestras barbacoas. La nieve se hizo corcho de nieve, yeso de nieve, piedra de nieve, y se hará fango de nieve. Madrid se desvenda en nieve o se desangra en nieve o se rompe la cadera de nieve, y los políticos parece que todavía están pensando cómo es posible eso, que la nieve se haga montaña en vez de toboganes, y agua en vez de flores, y mierda en vez de pájaros. Tampoco nos sorprende, teniendo en cuenta que aún están pensando cómo es que las vacunas no las ponen las abejitas, o cómo el virus se pudo contagiar incluso con espíritu Navideño y carné de allegado.

Ahí sigue la nieve, que ya no es nieve sino un engrudo de nieve y hielo, de cielo y porquería, de alcornoques y sal, el agua sucia y la esponja sucia de los pies sucios de toda la ciudad. Madrid no se deshiela en cascadas y gorgoritos de pájaros, esto no es la primavera de Parsifal ni la de los dibujitos, con las florecillas rompiendo la nieve como un polluelo el cascarón. La nieve no la quita el sol ni la quita el Ayuntamiento, los dos como dioses lejanos o impotentes en sus carrozas. Además, le añadimos nuestra basura, le ponemos encima bicicletas y sillas al revés, mallas de gallinero y cajas de melocotones, como arte moderno. La civilización surgió del deshielo, pero aquí nadie sabe qué hacer con la nieve después de hacerse el selfi o de darle a la campana del coche de bomberos como en el tiovivo.

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