Alberto Rodríguez, que quiso ser a la vez diputado y quinqui, ha dicho que todo le ha pasado por no tener apellido compuesto. Se creen que aquí manda el conde de Romanones, o el de Almaviva, o la Pimpinela Escarlata; viven en una fantasía de aristocracias y mozos de cuadra en la que se azota a los plebeyos por entrar en los salones con las botas sucias y el pelo de forraje. Tampoco tenían apellido compuesto Urdangarin, Rato, el hijo de Pujol, Griñán o Chaves, pero sí bastante más peso y poder que un diputado de gallinero, y aun así acabaron sujetando la pastilla de jabón del trullo como un pez globo, o esperando hacerlo, o inhabilitados para todo excepto para lentos migotes en su casa. Lo que creen los de Podemos es que la política, como la cuna, les ha regalado la impunidad. O sea, que los aristócratas son ellos. Lo de Rodríguez no eran rastas, sino peluca dieciochesca de algodón de azúcar. Y la ministra Belarra es una señora de enfurruscamiento y rigodón que protesta a abanicazos.

Alberto Rodríguez aún decía que con su condena privaban a su pueblo de su diputado, como si lo privaran de su condesito, porque un pueblo no puede estar sin condesito

Los de Podemos son señores de la democracia como antes se era señor de un valle o de un castillo. Ellos son la ley y sólo entre ellos se pueden reprender, después de duelos con espada o con puñito de encaje, o de pactos firmados sobre la joroba de un bufón. Su democracia de jardín italiano consiste en que no sean los tribunales los que decidan las condenas, sino ellos en una partidita de piquet. Alberto Rodríguez aún decía que con su condena privaban a su pueblo de su diputado, como si lo privaran de su condesito, porque un pueblo no puede estar sin condesito. Que el condesito sea condenado por el más alto tribunal del país es lo de menos, porque al condesito hay que perdonarle los abusos, los pellizcos a las criadas y las cuentas del casino. Pero lo que significa precisamente esa pena de inhabilitación es que nadie es un condesito de la Restauración por llegar al Congreso, venga con terno azul o con cascabeles en el pelo.

Estamos hablando de Alberto Rodríguez, que no era nadie, pero ahí está la ministra Ione Belarra, que es como la señora condesa, atacada porque unos jueces, subalternos del burgo, plebeyos empingorotados de universidad y berzas de libros, se han atrevido a ponerle pegas y peros a su blasón. Le falta decir “usted no sabe con quién está hablando”, enseñando el anillo con sello, gordo como el de un cura gordo. Alberto Rodríguez se va, quizá harto, como Iglesias, de esta política que tiene cosas engorrosas como leyes, jueces y otras “imperfecciones” que les impiden cumplir esa democracia perfecta de hacer lo que les dé la gana. Pero se queda Ione Belarra, y se queda en el Gobierno, encapillada, sin que Sánchez le diga nada ni, por supuesto, la mande de vuelta a su pazo, que es algo así como un pazo tuitero.

Se queda Ione Belarra, se queda Sánchez abanicando el soponcio, se queda mirando o temblando Batet, que esperó hasta recibir el mensaje del Supremo como el de un fantasma de Dickens. Se queda también ese frente amplio de Yolanda Díaz, que al fin y al cabo ha heredado la vajilla de caza del marqués de Galapagar y toda esa democracia del señorito que es como el arroz del señorito. Se quedan todos, en fin, debajo de ese cuadro familiar con sopera que es el tuit de Belarra, que negaba la democracia, el Estado de derecho, la separación de poderes, el principio de legalidad y hasta el Concilio Vaticano II, que es una cosa que niegan mucho las condesas.

Esta izquierda no puede decir ya uno que sea preconstitucional, prerrevolucionaria o preconciliar, es que ya está fuera de toda escala de la democracia

Esta izquierda no puede decir ya uno que sea preconstitucional, prerrevolucionaria o preconciliar, es que ya está fuera de toda escala de la democracia y hasta de la teología izquierdista. Uno intenta meter las viejas ortodoxias, los viejos malditismos, hasta todo eso de Gramsci y Laclau, el posmarxismo de las moscas, y ni siquiera así me sale esta singular y españolísima mezcla de señoritismo, pijerío, chulapismo, tribalismo, botellón, cojoncianismo, marabunta, subasta, aquelarre y papado que es esta nueva izquierda. Lo único que se puede decir es que no son democracia, ya sea por la parte de Romanones, por la de Lenin o por la de Delcy.

Habría que recordar que la verdadera revolución de la modernidad política no fue que los desharrapados y las tricoteuses se sentaran sobre las cabezas empolvadas y amelonadas de la aristocracia para hacer otra aristocracia inversa, como de pobre de Buñuel, sino que se llegara a un “gobierno de leyes y no de hombres”. La democracia no es que no se pueda condenar a un diputado, sino que a Rodríguez, como a cualquiera, sólo lo pueden condenar los tribunales de acuerdo con las leyes, no sus propios colegas señoritos en comandita, que lo mismo se podrían reunir para sacar a Junqueras de la cárcel que para meterme a mí. La democracia no es que un tribunal no se pueda equivocar o un juez prevaricar, sino que los poderes del Estado estén suficientemente descentralizados como para que se corrijan los abusos y los errores de todas las partes. Idealmente, claro. Pero Podemos no es que esté lejos del ideal, sino del fundamento.

Pero aquí no hacen falta jueces, ni leyes, ni palabras sobrevoladas por águilas calvas. Aquí tenemos al señorito, que ahora ya es de izquierdas

Como dijo Kennedy, y perdón por el campanazo filadelfino: “Si este país llegara al punto en que cualquier hombre o grupo de hombres, por la fuerza o la amenaza de la fuerza, pudiera desafiar los mandamientos de nuestra Corte y nuestra Constitución, entonces ninguna ley estaría libre de duda, ningún juez estaría seguro de su mandato, y ningún ciudadano estaría a salvo de sus vecinos”. Pero aquí no hacen falta jueces, ni leyes, ni palabras sobrevoladas por águilas calvas. Aquí tenemos al señorito, que ahora ya es de izquierdas, no tiene apellidos nudosos pero entra en el Congreso o donde sea a caballo, con su pelo en marejada, como un señorito andaluz o de Pasión de gavilanes, con derecho de pernada y de boñiga. Si le chistan dirán que es anarquía y conspiración. Los mismos poderes que hormonan al rey pichabrava lo quieren quitar de en medio. Su voz en el gallinero era cuestión de Estado y de la Sección Pi.

Alberto Rodríguez, que quiso ser a la vez diputado y quinqui, ha dicho que todo le ha pasado por no tener apellido compuesto. Se creen que aquí manda el conde de Romanones, o el de Almaviva, o la Pimpinela Escarlata; viven en una fantasía de aristocracias y mozos de cuadra en la que se azota a los plebeyos por entrar en los salones con las botas sucias y el pelo de forraje. Tampoco tenían apellido compuesto Urdangarin, Rato, el hijo de Pujol, Griñán o Chaves, pero sí bastante más peso y poder que un diputado de gallinero, y aun así acabaron sujetando la pastilla de jabón del trullo como un pez globo, o esperando hacerlo, o inhabilitados para todo excepto para lentos migotes en su casa. Lo que creen los de Podemos es que la política, como la cuna, les ha regalado la impunidad. O sea, que los aristócratas son ellos. Lo de Rodríguez no eran rastas, sino peluca dieciochesca de algodón de azúcar. Y la ministra Belarra es una señora de enfurruscamiento y rigodón que protesta a abanicazos.

Contenido Exclusivo para suscriptores

Para poder acceder a este y otros contenidos debes ser suscriptor.

¿Ya estás suscrito? Identifícate aquí