Estamos otra vez con lo del pañuelo, religioso o quizá sólo típico, como el de doña Rogelia, y parece que es como hablar del pantalón de campana o de Sor Citroën, pero no es así. Ponerse en la cabeza un pañuelo, una chistera, una cresta, un fedora o un colador, o no ponerse nada, puede parecer poco problema teológico o moral, si acaso un problema estético, una especie de tonto dilema de boda para ociosos y presumidos, ese dilema entre el rosa y el turquesa o entre el merengue y la nata. Pero los problemas son teológicos cuando algún dios los reclama, y son morales cuando alguna moral los reclama. Nuestra cabeza abrigada o desabrigada, salvaje o adornada, parece el más tonto de los problemas. Pero si te juegas la vida con ella, la ropita puede ser lo más serio del mundo. En este caso, los ociosos y los presumidos son los que le quitan importancia, como si el hiyab fuera una pamela.

El hiyab, el niqab, el chador, el burka o lo que quiera que se use para tapar a la mujer (no sé si también se puede llevar a la mujer en un saco, simplemente), sólo serían ropa, complementito de planta baja, moda como los pantalones cagados o los calentadores, si ningún dios y ninguna moral los reclamara. Y serían inocuos, indistinguibles e intrascendentes si llevarlos o no llevarlos no supusiera, muchas veces, la diferencia entre la vida y la muerte, muerte física o social. No puede ser ropa, ni símbolo, ni decisión personal, como la de ponerte o no ponerte chaqueta de leopardo, o un crucifijo de beata o de Madonna, o vestirte de flamenca o de lagarterana porque es la tradición de tu pueblo; no puede ser nada de eso si las consecuencias son terribles y hasta mortales. No es ropa, ni tradición, ni decisión, sino amenaza. Violencia. 

Puede que el feminismo sea simplemente lo que hacen las que se llaman feministas, como la nación es lo que hacen los que se llaman nacionalistas

Una vez que hemos llegado a la amenaza, a la violencia y a la muerte, hablar de religión le parece a uno salirse del tema, como si para hablar del asesinato hubiera que empezar por el Génesis. Yo no me plantearía la religión del que acaba de ejecutar a alguien por comer habas (lo tenían prohibido los pitagóricos), sino el hecho de que se ejecute a alguien por comer habas. En este tipo de debates parece que se nos impone o se espera el argumento religioso o antirreligioso, o histórico, o antropológico, pero que en cualquier caso lleva a enredarse en las barbas y vellocinos de los dioses. El problema es que meter la religión no soluciona nada. Si una religión dice que algo está bien y otra religión dice que ese algo está mal, no hay ninguna solución religiosa a eso, ni siquiera hay solución intelectual a eso. La solución tiene que ser política, por medio del acuerdo, o de la segregación, o de la ley, o de la guerra, que también es política.

Meter a la religión es la trampa, y sacarla es la solución. Tanto es así que, sabiéndolo, la religión toma su propia condición de religión como escudo intelectual contra la crítica. Es toda esa maraña de la tradición, la cultura, la libertad, la diversidad, la ofensa, la loqueseafobia, y el arsenal intelectual más o menos endeble o flamígero que espera citas y contracitas de Rawls o Habermas, Onfray o Ratzinger. Lo de la diversidad es especialmente chocante, porque es lo único imposible en la religión, que si empieza a ser diversa ya es otra religión. La única sociedad que permite la diversidad es una sociedad fuera de la religión, que permita la religión pero que también se imponga a la religión a partir de un mínimo consenso civilizatorio. Es lo que hemos conseguido en Occidente y podemos llamarlo República, aunque aún tengamos reyes de pasamanería (República, por cierto, a la que se opuso siempre la religión). 

Hablar de religión es una trampa, pero, eso sí, a veces hay que asumir la trampa para decir que los problemas morales de destaparse la cabeza, o la exigencia divina del latigazo o la lapidación, son, ahora mismo, demanda de una religión o de unas sectas de una religión, y no de otras. Hablar del Islam es un lío porque el chiismo no es el sunismo, ni una mezquita en Algeciras implica un califato. No se puede decir que el Islam sea una religión, o una sola religión, o sólo una religión, que en muchos casos es una teocracia. Todo esto, sin embargo, yo lo considero material curil, porque a la República eso no le importa. Lo que le importa a la República es que nada, tampoco la religión, está al margen o por encima de la ley ni de ese consenso civilizatorio. 

Llevar o no un pañuelito, o un saco por la cabeza, no tiene por qué terminar en lapidación o en latigazos de camella, y ahí parece estar la distinción. Ceuta no es Kabul, y eso es lo que convierte la terrible amenaza en simple moda, en libertad, en orgullo, como llevar o no el pin del Betis. Queda, desde luego, toda la gradación moral que deja ponerse encima, con agrado, el recuerdo de esa amenaza, de esa pedrada o sangre futuras o lejanas, gradación que iría desde la ingenuidad, la inconsciencia, la banalización, el mal gusto o el cinismo hasta la complicidad o la satisfacción.

La República puede admitir el hiyab, no sé yo si el saco, que sería como admitir los grilletes, mientras no haya violencia. Sin embargo, siempre es una violencia pospuesta o condonada o invocada, porque la violencia es el origen y el sentido de esa ropa. El macho no podría resistirse a ver el cabello o a ver un tobillo de la hembra, y a la hembra se le recuerda con esa ropa que existe esa violencia terrible y natural del hombre, que la puede tomar en cuanto se sienta provocado o la puede castigar si provoca, que puede hacer con ella lo que le plazca, en realidad. A eso se le suma la otra violencia de Dios o del Estado, o de los dos que son uno solo con las mismas barbas, que le dice a la mujer que su esclavitud es lo dispuesto y que la culpa es merecida.

La cuestión no es qué pasa si te pones un pañuelo, sino qué pasa si no te lo pones. Por esto el hiyab no es una pamela. La República podría admitir el hiyab si no hay violencia, y si hubiera violencia, ésa u otra, la República también tiene la suya, legítima, con la que responder, desde la ley a la guerra. Como digo, no es una solución ni religiosa ni intelectual, es sólo política, la única posible. De todas formas, aunque el hiyab pueda ser admitido, nunca podrá ser feminista. En los países musulmanes de religión sin República, lo primero que hacen las feministas, aun con riesgo para la vida, es quitarse los velos y sacos. Aquí, sin embargo, puede que el feminismo sea simplemente lo que hacen las que se llaman feministas, como la nación es lo que hacen los que se llaman nacionalistas. Ese feminismo ocioso y presumido puede decir, incluso, que reconocerse una esclava o una camella es como elegir el rosa o el turquesa. Lo más terrible es que ni siquiera existe la posibilidad de elegir.

Estamos otra vez con lo del pañuelo, religioso o quizá sólo típico, como el de doña Rogelia, y parece que es como hablar del pantalón de campana o de Sor Citroën, pero no es así. Ponerse en la cabeza un pañuelo, una chistera, una cresta, un fedora o un colador, o no ponerse nada, puede parecer poco problema teológico o moral, si acaso un problema estético, una especie de tonto dilema de boda para ociosos y presumidos, ese dilema entre el rosa y el turquesa o entre el merengue y la nata. Pero los problemas son teológicos cuando algún dios los reclama, y son morales cuando alguna moral los reclama. Nuestra cabeza abrigada o desabrigada, salvaje o adornada, parece el más tonto de los problemas. Pero si te juegas la vida con ella, la ropita puede ser lo más serio del mundo. En este caso, los ociosos y los presumidos son los que le quitan importancia, como si el hiyab fuera una pamela.

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