Los jueces novatos hacen en Cataluña una especie de mili africana, con temblor de ala de mosca en sus togas, y luego se largan aliviados, con la foto de la novia y el birrete volando como la gorra de un guardiamarina. Parece que allí no hay mucha vocación para opositar a ese trabajo o sacerdocio que algunos creen que les convierte en parte de la baraja española, y los que llegan no aguantan, están deseando pedir el traslado. Las vacantes se rellenan con otros reclutas con almanaque en la taquilla, y así cada año. Precisamente el Rey va a repartir en Barcelona los despachos a los nuevos jueces, y es como si fuera a saludar ya a héroes mancos, a carne de cañón o de estrés postraumático, a voluntarios zapadores para un desminado, a soldados aniñados de un horrible Vietnam psicológico. La verdad es que sabemos lo que es eso, porque ya ocurrió en el País Vasco, y no sólo con pesadillas sino con muertos.
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