El Rey emérito se ha defendido ante los tribunales británicos, en una especie de choque mitológico de pelucas, con el argumento de que es rey, como si fuera Mel Brooks. El caso es que aún es un argumento legal, en la Gran Bretaña imperial, con su reina de mesa camilla, orbe y gramófono, y quizá también en España, con sus reyes rijosillos, rosados, con nardo de lis y gallinita ciega con molineras, que son inviolables y campechanos. Corinna se ha querellado contra don Juan Carlos, pero él es ininvestigable, inescrutable, inmarcesible, inabarcable y todo eso. En un momento en el que el Rey Felipe VI es, por esas ironías de la historia, casi el único que defiende aquí la República, o sea el espacio público y de derecho frente a los espacios identitarios de clase, ideología o raza, Juan Carlos es todavía el rey rococó, con mano bajo el miriñaque, gotoso de oro y vicio, que estropea la idea de una monarquía civilizada.

Don Juan Carlos no tendría que responder ante tribunales británicos con argumentos de primo segundo de la reina Isabel, que eso no es ser inocente sino que te salve la Pimpinela Escarlata o una partida de charada. Don Juan Carlos tendría que regresar a España con su cadera de elefante y su vergüenza de binguero, a responder ante los tribunales o ante Hacienda, si así le correspondiera, y ante la ciudadanía española en todo caso. Estar por ahí vestido de gala, de inviolabilidad, de cuadro de Goya con nariz roja, de cojo de guerra o cojo de cama, todo con el argumento de la dinastía o de la historia, a uno le parece cobardía e inelegancia. Don Juan Carlos se esconde en un palmeral o en un harén por Arabia Saudí, se esconde bajo su peluca acoliflorada que el otorga prerrogativas incluso en Gran Bretaña, se esconde tras la Transición, se esconde tras sus tapices y sus palanganeros y tras Informe Semanal, y a uno le parece ya una cosa muy ridícula, como esas persecuciones de un Benny Hill ya viejo para persecuciones.

Corinna ha internacionalizado el conflicto, que se diría ahora, ha judicializado la mitología de los reyes de palanquín y yeguada de queridas. Uno no sabe en qué puede terminar eso, aunque en Gran Bretaña, donde esa mitología es monumental y religiosa, donde las pelucas se hablan desde hace siglos entre ellas como nubes de la Capilla Sixtina, es probable que el Rey emérito salga entre reverencias de faldones y bastonazos de chambelanes vestidos como Lully. A uno lo que le preocupa es lo que pasa aquí. Don Juan Carlos no es España, ni es la Constitución, ni es siquiera la Monarquía. Fue jefe del Estado, cumplió su papel incluso con excelencia, pero el Borbón borboneaba y eso, que a lo mejor se entendía antes, ya no se entiende. No se entiende que alguien sea inviolable, inexpugnable, ilocalizable, incontenible o incontinente, y menos que se defienda con ese mismo argumento, con el blasón, con la sangre azul como antídoto o como borrachera.

Fue jefe del Estado, cumplió su papel incluso con excelencia, pero el Borbón borboneaba y eso, que a lo mejor se entendía antes, ya no se entiende

Los reyes no son mejores o peores según su moral, no tienen que ser el portalito de Belén, aunque a veces lo quieren parecer y hay toda una coreografía pensada para eso mismo, para hacerlos sagrada familia con aureola incluso cuando toman sopa o miran un Miró como un cometa. Los reyes son mejores o peores según sirven a su cargo, o sea al Estado, o sea a la ciudadanía. Me refiero a que los reyes no tienen que ser siquiera ejemplares, no son símbolos de virtud, de pureza, de santidad, de frugalidad, de templanza ni nada de eso. Son símbolos del Estado y están ahí para representar y recitar los valores de la democracia independientemente de las ideologías, precisamente cuando ya nadie es capaz de decir nada al margen de las ideologías. Por eso mismo, lo que más sigue chocando con los valores de igualdad y libertad de la democracia no es que el Rey emérito sea un pichabrava o un hortera avaricioso de pelucos grandes como griferías, sino la sensación de impunidad ilimitada.

El rey mitológico se defiende con mitologías, en Gran Bretaña o aquí, pero la mitología no se lleva bien con la democracia. Al menos, con una democracia madura, que también es algo que aquí se podría discutir, más viendo la celebración de la Constitución, que unos creen que es un misal, otros un cojín de barbero para el sillón y otros una talega sin fondo. Para terminar con la fea inviolabilidad ilimitada del jefe del Estado, esa inviolabilidad de rey de Mel Brooks, habría que cambiar la Constitución, cosa que uno ve difícil no porque no haya números para el consenso, sino porque la ambición de la mayoría de gobierno parece ser más bien destruirla. Mientras la Constitución se pule o sólo resiste, lo que debería hacer el emérito es volver a España y dar la cara, si no por obligación legal sí por consideración a lo que representó o representa su cargo. Y por no colaborar con los que quieren destruir la democracia tomando como excusa sus mofletes de oro, sus pepitas de oro y sus coristas con tanga de oro.

El Rey emérito se defiende ante la justicia británica apareciendo con sus toisones, sus cruces de plomería y no sé si una peluca rizada como un pergamino. Ya digo que es un argumento legal, allí y puede que aquí. Pero don Juan Carlos debería ser capaz de ir más allá de la estricta legalidad, eso de salvarse mostrando un salvoconducto como con la firma glagolítica de un zar. Su persona “no está sujeta a responsabilidad”, dice nuestra Constitución, pero él sí podría demostrar responsabilidad. Volver a España, comparecer ante Hacienda o ante los tribunales si acaso las pelucas no pesan aquí tanto como en Gran Bretaña, y apechugar ante la ley y ante los españoles. Luego, si acaso, retirarse a un huerto cartujo o a un pabellón de caza, quizá con vergüenza de viejo verde pero nunca vergüenza de mal rey.

El Rey emérito se ha defendido ante los tribunales británicos, en una especie de choque mitológico de pelucas, con el argumento de que es rey, como si fuera Mel Brooks. El caso es que aún es un argumento legal, en la Gran Bretaña imperial, con su reina de mesa camilla, orbe y gramófono, y quizá también en España, con sus reyes rijosillos, rosados, con nardo de lis y gallinita ciega con molineras, que son inviolables y campechanos. Corinna se ha querellado contra don Juan Carlos, pero él es ininvestigable, inescrutable, inmarcesible, inabarcable y todo eso. En un momento en el que el Rey Felipe VI es, por esas ironías de la historia, casi el único que defiende aquí la República, o sea el espacio público y de derecho frente a los espacios identitarios de clase, ideología o raza, Juan Carlos es todavía el rey rococó, con mano bajo el miriñaque, gotoso de oro y vicio, que estropea la idea de una monarquía civilizada.

Contenido Exclusivo para suscriptores

Para poder acceder a este y otros contenidos debes ser suscriptor.

¿Ya estás suscrito? Identifícate aquí