Un estudio reciente de Nielsen revela que el consumo de cañas en los bares españoles se desploma. Al parecer, desde que en 2020 la pandemia impuso el cierre de las barras, se ha consolidado la tendencia del consumidor a pedir copas, dobles o cañones, que hoy ya suponen más de tres cuartas partes del consumo de cerveza de barril.

La primera sorpresa para el no iniciado es descubrir que Nielsen, que audita lo que vemos o lo que leemos, cuenta con una herramienta para auditar también lo que bebemos. El Horeca Digital Lab se basa en los tickets de caja de los establecimientos adheridos y facilita a los actores del sector una radiografía en tiempo real de la proteica demanda de la clientela de bar. Quizá esto explique la apuesta de los fabricantes por productos como las ginebras de fantasía, el refresco de sidra o el whisky aderezado con chili y canela.

Quién sabe. Lo cierto es que Nielsen certifica que la caña se muere, o que al menos ha quedado herida de muerte por el Covid. El virus clausuró su ecosistema, la barra, que desde que reabrió no ha vuelto a ser la misma. Esa institución abierta y democrática ha perdido incondicionales y algunos de sus atractivos –como los periódicos comunitarios o los pinchos de libre disposición–, y ha quedado definitivamente parasitada por las molestas mesas altas que atentan contra su naturaleza lineal y convivencial.

Llaman cambio de hábitos a la generalización del doble cuando es en realidad sumisa resignación

Especie endémica de mostrador, la caña no se ha adaptado al nuevo hábitat predominante de la hostelería española que es la terraza. En la mayoría de terrazas no se sirven cañas porque sus responsables entienden que el rendimiento de esta medida áurea de cerveza no compensa el desplazamiento del camarero ni el tiempo de ocupación de la mesa. Esto es una realidad consolidada y previa al Covid, especialmente en las terrazas más disputadas de las grandes ciudades. En ellas, hace mucho que el cliente que se atreve a pedir una caña, casi siempre con una mueca avergonzada que anticipa la respuesta, tiene que escuchar que allí no tienen cañas. Tienen los pequeños vasos requeridos y tienen la cerveza, pero no tienen cañas.

Lo que a uno le están diciendo en realidad es que no se puede tomar sólo –a veces tampoco solo, y qué necesaria es esa tilde, otra especie que se resiste a morir– una caña. Que se tiene que tomar un doble que cuando llega a la mesa es casi siempre una nueva afrenta a la inteligencia del santo bebedor, porque se llama doble pero realmente no lo es casi nunca.

Llaman cambio de hábitos a la generalización del doble cuando es en realidad sumisa resignación. Su imposición es una tasa de ocupación y, para los susceptibles, incluso una ofensa indirecta. El establecimiento renuncia a la hospitalidad para aplicar la sospecha sistemática: si yo no hago esto, usted, querido cliente, me llevaría a la ruina.

Pero con la oferta generosa de una caña, o de su higiénico y restallante primo, el botellín o quinto, el bar tiende la mano al consumidor, le invita a ser parroquiano, le seduce con un desinterés relativo, ya que persigue en realidad ganar más vendiendo más unidades a menor precio, como dicta la vieja norma comercial.

Planea sobre las terrazas españolas un recelo mutuo y sordo que mata la cordialidad necesaria para el negocio y para la vida. Urge reparar esa convivencia, y pasa por un brindis por (y con) la caña.