De mi generación dijeron que era la del desencanto. Conocimos la España feliz de los 90 y la acelerada de los 2000. Predicaban nuestros padres que la universidad era sinónimo de éxito y hubo quien se entregó con fe ciega a esa creencia. La crisis de 2008 arrasó con todo lo establecido y España no ha vuelto a ser lo que era -ni mucho menos-, por mucho que intenten maquillar la pobreza con propaganda o situarnos a la cabeza de recuperaciones tibias o inexistentes. Quien estudió algo con futuro -no es el periodismo, desde luego-, comprobó cómo su sueldo era menor que sus expectativas al llegar al mercado laboral. El resto, firmó una larga condena en la que llevará la precariedad atada al pie, como los reos la bola de metal. Eso, salvo gran idea o golpe de suerte.

Los millennial al menos conocimos la prosperidad y la forma en la que un país que conserva cierta cordura y optimismo puede impulsar al individuo... o, al menos, no perjudicarle. Lo que ocurre es que las generaciones posteriores no lo han visto. La economía de sus padres es peor, la suya, todavía más; los servicios públicos son absolutamente ineficientes... y hasta la selección española es una sombra de lo que fue. Ya no queda ni rastro de ese espíritu de 1992 -el del despegue-o de esa fe en la mejora que caracterizó a aquellos años, pese a los errores y pese a las lacras incorregibles. Ahora, todo está impregnado de un tufillo de desesperanza, de ideología igualitaria cateta y de malestar al que no son ajenos los jóvenes. La generación Z.

Así que publicaba el lunes El Mundo un estupendo reportaje sobre la pérdida de confianza de los jóvenes en la democracia. “¿De qué nos sirve si no podemos progresar”, decía el titular. Hace unos meses, un estudio realizado en 30 países advertía de que el 42% de las personas de esa edad no verían con malos ojos una dictadura si de esa forma mejorara su situación. Y El País encargaba hace unos días un estudio a la empresa 40db que concluía que el 21,9% de los hombres de entre 25 y 34 años son extremistas -8,1 de izquierda y 13,8% de derecha-, frente al 20,1% de las mujeres de esa edad -13,4% a la zurda y 6,7% a la diestra.

Precariedad y malestar

Mientras el Gobierno celebra su escudo social y Zapatero expresa en sus intervenciones públicas que España se encuentra en el mejor momento político de su historia, la tasa de desempleo juvenil en España (11,6%) es la mayor de la Eurozona y representa casi el doble que la media de los estados miembros. “Cosas chulísimas”, como diría la ministra del ramo, quien tiene un discurso tan artificial como real. Por yolandismo podría conocerse en el futuro a una forma de comportarse que implique delirios y distanciamiento de la realidad.

Ciertamente, no puede atribuirse la culpa sólo a este Ejecutivo, dado que el desempleo entre los jóvenes ha sido muy elevado en España desde que el mundo es mundo. Las condiciones laborales son un tema aparte. La EPA muestra que casi la mitad de los menores de 25 años perciben menos de 1.300 euros netos al mes, mientras, desde casa de sus padres, comprueban que adquirir una vivienda es imposible y frenar el incremento del precio del alquiler... al parecer, también.

Las redes sociales no son reflejo de casi nada, pero a veces ayudan para palpar el sentir del personal. No hay día en la que un veinteañero frustrado no se lamente porque su salario no aumente, pero sí la renta que le pide su casero, que a lo mejor es un jubilado a quien mejoraron la pensión al principio de 2024 y que tiene uno o dos pisos en alquiler... por los que pide a sus inquilinos cada vez más dinero (en un mercado al alza). Al gen z, tiene pinta de que le descontarán cada vez más dinero de su nómina en concepto de 'tasa de solidaridad intergeneracional'. Es decir, de impuestazo obsceno y disfrazado.

A este cóctel de precariedad hay que sumar el enorme vertido de proselitismo ideológico que ha recibido esa generación. Me lo advertía con un ejemplo un profesor de Historia de instituto hace unas semanas. En un libro de los primeros cursos de la ESO, se concedía la misma importancia -en espacio- a Alejandro Magno que a arqueólogas desconocidas, más o menos contemporáneas, pero mujeres. En las aulas se habla más de género, de ecoansiedad y de 'políticas identitarias' que de Atenas o Roma. Más de Greta que de Sócrates. Más de clima que de ética.

Es de suponer que quienes se creyeron las teorías con las que les bombardearon sobre la conveniencia de respaldar un '-ismo-'... tarde o temprano se desengañarán y caerán en el cinismo o en el más profundo desencanto. Siempre sucede igual: quien deposita sus esperanzas en un grupo equivocado, termina defraudado... y enfadado.

La generación triste

Cuando todos estos elementos confluyen, es normal que los ciudadanos se sientan desencantados y que los más inexpertos y estultos comiencen a considerar que si el sistema actual no funciona, a lo mejor hace falta una alternativa autoritaria para solucionar los problemas. Es el caso de una parte de los jóvenes, que son los que han conocido la comodidad, sí... pero no la prosperidad a la que conducen las buenas oportunidades. Al menos, no en el mismo volumen que sus predecesores.

Entra dentro de lo habitual que en tiempos de desesperanza, los individuos persigan utopías. Que gasten más en lotería -el gasto aumentó en 2023-, que se interesen por la limpieza de su alma ante el negro panorama del 'mundo material', que se entreguen al horóscopo... o que confíen en las soluciones mágicas que prometen los populistas y los totalitaristas ante los problemas complejos del mundo en el que viven. Así que, de lo que ocurre, realmente nada es sorprendente ni novedoso. Se puede tomar conciencia de ello o se puede seguir ocultando con burda propaganda.