A las 11 de la mañana y con viento duro de levante, que diría aquél, Pedro Sánchez nos salvó salvándose, que es lo que hace siempre para nuestra sorpresa. La necesidad de sorpresa aún es más angustiosa en alguien que sabe que en realidad ya no sorprende a nadie, así que, antes de la Revelación, se había marchado en comitiva presidencial y fúnebre, como en el entierro del Kennedy español que se imagina, para informar al rey Felipe VI del estado de su corazón o de sus tripas tras el desayuno. Esto es algo que no aparece en la Constitución ni cabe en el protocolo ni en la lógica, aunque puede que aparezca pronto tras este punto y aparte en la Historia, quizá como los tribunales de honor o de tricoteuses. Pero Sánchez quería saborear, siquiera un rato, esa fantasía de flores, encajes y perlas, tan autoerótica, que dicen que es presenciar tu propio entierro. Más si es un entierro con resurrección, como un susto de película de vampiros. Y es que España lo creía muerto mientras él preparaba entre coronas de flores no una dimisión por puro amor sino una revolución por pura debilidad.

Quizá la muerte olía a madreselva, como pasaba, por esa cursilería del género negro, tan parecido al género sanchista, en Perdición de Billy Wilder. Y quizá el susto de bisagra y de murciélago hizo relinchar a los caballos empenachados de la Moncloa y rugir a los leones resabiados de Ponzano. Pero, a pesar de todos los efectos de radionovela y de toda la teatralización de resurrección con rayos y Magdalenas, Sánchez ya no puede dar sorpresas. Sánchez no puede dejar de ser Sánchez en sus muchas variantes o avatares contradictorios, cínicos, histriónicos, vivos o muertos. Sólo los de la cuchara, abajofirmantes de manifiestos como de nóminas, o los de la cultureta, que siguen como en la confusa borrachera lúdico-política-estética de la Movida, podrían pensar que Sánchez se iba a ir con su corazón de oro roto como un jarrón chino. Los demás ya sabíamos que estaba usando al país como rehén y a su mujer como excusa para una maniobra de victimización, autoexaltación y legitimación autoritaria.

Ese “punto y aparte”, que suena, como una frase de Cormac McCarthy, a disparo o a horca, a tópico de género en todo caso, es la disrupción de la democracia. Y no porque uno lo suponga o lo adivine, sino porque Sánchez está siguiendo el manual del populista autoritario. Los Kirchner también escribían cartas a la ciudadanía y se encerraban a reflexionar en caserones con invernaderos y escalinatas de cine negro. Y en Venezuela, tras un numerito parecido, se aprobó la llamada Ley Resorte para regular, ya ven el eufemismo, la “responsabilidad” de los medios de comunicación, una responsabilidad que se convertía en vasallaje al régimen. Tampoco Sánchez nos sorprende con esto, que a todos los que salen un día vestidos de guacamayo patriótico, o de salvadores del pueblo o la democracia que antes que nada se salvan ellos, les da por lo mismo: control de los medios y control de la Justicia. 

“Es un punto y aparte. Se lo garantizo”, nos ha dicho Sánchez, que ya avisé que resucitaría para la venganza, igual que en La caída de la casa Usher. Y yo lo creo, desde luego. Ya han empezado la prensa del Movimiento y el propio CIS dirigiendo al personal hacia la intencionalidad política de los jueces y hacia la ignominia de los bulos. Nos sentenció Sánchez que “la libertad de expresión” no puede ser “libertad de difamación”, pero claro, olvida que eso ya es así. Quiero decir que el Código Penal sigue ahí y que la difamación y la calumnia siguen siendo un delito inamovible (no como la sedición o la malversación, por cierto). Sánchez, con cortejo fúnebre y gaiteros, o en chándal de estadista o de hombre orquesta, puede ir en cualquier momento a denunciar a esos medios que propagan bulos y maledicencias contra su santa señora o contra su misma Santidad monclovita. Cosa que no ha hecho, claro. Ni siquiera ha desmentido lo publicado sobre su esposa.

La palabra clave que mencionó Sánchez es “limpieza”, que nunca ha sonado bien desde las alturas del poder porque siempre se refiere a limpiar lo mismo, al adversario y al disidente

Como ya hay leyes contra la difamación, la calumnia y las falsedades dichas o publicadas, Sánchez debe de referirse a otra cosa más tremebunda con ese punto y aparte que suena a guillotina y con ese “fango” que parecía traer con él desde su cripta de reflexión o putrefacción. La palabra clave que mencionó Sánchez es “limpieza”, que nunca ha sonado bien desde las alturas del poder porque siempre se refiere a limpiar lo mismo, al adversario y al disidente. También Stalin hacía limpieza, al fin y al cabo. En realidad la referencia de un demócrata no es la limpieza ni la pureza, sino la libertad y el imperio de la ley. Pero quizá el portavoz socialista en el Parlamento de Navarra, Ramon Alzorriz, nos lo aclaró en X: “Queremos un país libre de derechas pero con derechos”. Imposible que este mensaje resulte confuso ni demócrata, igual que toda esa limpieza de boca, de almas, de ideologías y de togas que anuncia Sánchez.

Sánchez, después de cinco días de hacerse el muerto enamorado y encalado, como Annabel Lee, ha aparecido para confesar que lo de su mujer tampoco era tan grave, que pueden aguantarlo, pero aun así la limpieza de la democracia, la higiene eugenésica, requiere su permanencia para dar el tajo de ese punto y aparte. Ha hecho lo que ya sabíamos y lo que ya escribimos, no por amor ni republicanismo sino por debilidad y desesperación: una disrupción espeluznante en nuestra democracia como única y loca posibilidad de mantenerse en el poder. No es que uno lo suponga ni lo adivine, sino que Sánchez lo ha expresado muy claramente y sus socios lo han secundado. Ya Yolanda Díaz llama abiertamente a “democratizar” los medios y la Justicia (democratizar significa que ellos los controlen, que para algo son el pueblo).

Conocemos ese concepto de democracia como fumigación ideológica y esa coreografía de aspirante a dictadorzuelo como bailarín con escoba, porque siempre son iguales y siempre acaban con el salvador salvado y sus enemigos barridos. Ese “punto y aparte” es el abismo y España va camino de Españazuela. Sánchez, con toda sinceridad esta vez, nos lo asegura. Lo que le falta, eso sí, son fieles, que los autobuses del PSOE pueden dar para un entierro cursi pero aún no dan para una revolución brutal.