Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno entre 1982 y 1991, definió muy bien a Pedro Sánchez esta semana en una entrevista en The Times: "Un autócrata que está cavando su propia tumba".

Desde que llegó a Moncloa, gracias a una moción de censura de la que se van a cumplir pronto seis años, el presidente ha demostrado una inusual habilidad para mantenerse en el poder. Durante los primeros meses de Gobierno, apoyado por independentistas y Unidas Podemos, se dedicó a prepararse para consolidar su estrategia en las urnas y, de ese modo, lograr una independencia política de la que carecía. Pero fracasó. Necesitó a Pablo Iglesias para ser investido y, a cambio, le nombró vicepresidente. Su política se adaptó a las circunstancias y, en el reparto del pastel, a Unidas Podemos le correspondió, entre otros, el Ministerio de Igualdad, que ocupó Irene Montero, pareja del líder de Podemos, que pilotó la llamada 'ley del sólo sí es sí', con las consecuencias que todos ustedes conocen sobradamente.

Sánchez, harto de los reproches de Iglesias, que saltó del Gobierno para estrellarse en Madrid, patrocinó la operación de Yolanda Díaz para crear Sumar sobre las cenizas de Podemos. No olvidemos que la ministra de Trabajo fue designada a dedo sucesora por el propio Iglesias, lo que demuestra que no es tan listo como se cree.

Pedro Sánchez supedita todo a lograr su objetivo último: mantenerse en el poder

En las elecciones generales de 2023 la coalición de partidos que apoyaban al 'gobierno Frankenstein', definición insuperable de otro histórico del socialismo español, Alfredo Pérez Rubalcaba, se quedó a siete votos de la mayoría. Esos siete votos eran los que tenía Junts. Así que, ni corto ni perezoso, Pedro Sánchez se tragó sus propias palabras, aquello de que la amnistía no cabía en la Constitución, para pactar la investidura con el prófugo Carles Puigdemont a cambio... de la amnistía.

Como verán, en este somero repaso, hay de todo menos coherencia. Mucho menos, convicciones. Lo que hay es la amoralidad de un hombre que lo supedita todo a lograr su objetivo último: mantenerse en el poder.

Sin embargo, nunca había llegado tan lejos en su monomanía como en el amago de dimisión que protagonizó hace diez días. La excusa para poner en pausa a su partido, al Gobierno y al país, fue que tenía que reflexionar sobre si le "merecía la pena o no" continuar en el cargo en unas circunstancias tan terribles como que un juez había admitido unas diligencias previas para investigar un posible delito de tráfico de influencias por parte de su esposa, Begoña Gómez.

Todavía hoy no sabemos por qué ella misma no se ha querellado contra el medio o los medios que, según su versión, la han difamado. En este país existen leyes que protegen a todos los ciudadanos de ese tipo de delitos. Pero, en lugar de recurrir a la Justicia, el presidente nos amenazó con marcharse, como el niño mimado que se enfada cuando alguien le pone un pero.

Afirma Guerra en su entrevista a The Times que todo eso respondía a un "cálculo político". Estoy de acuerdo. Utilizó la excusa del cabreo de su esposa para crear un estado de shock en el Gobierno, en el partido y en el país. El objetivo era conseguir una oleada de apoyo masivo. Un "quédate Pedro" a escala nacional.

Ni siquiera su círculo político más íntimo participó de su decisión de dejar en pausa al partido, al Gobierno y al país

Desde luego, el gesto causó el efecto deseado en el Gobierno, donde nadie sabía nada y todos querían saber qué iba a ser de ellos; en el partido, que dio un espectáculo de plañideras en el Comité Federal del sábado pasado, con los líderes del PSOE bajando a Ferraz para mezclarse con el pueblo. Pero donde falló la estratagema fue justamente donde era más importante que funcionara: en el pueblo. Convocar a sólo 12.000 personas en Madrid para reclamar la vuelta del líder garante de la democracia fue un fracaso en toda regla. El pueblo de Madrid, como el del resto de España, continuó con su vida normal sin pensar que por la marcha del presidente corría peligro la democracia.

Otro gallo hubiera cantado si en Ferraz se hubiesen presentado 50.000 (como esperaban los dirigentes del PSOE) o 100.000 personas. Entonces, no les quepa duda, Sánchez no sólo hubiera decidido continuar, sino que hubiera anunciado la próxima disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones. Para convertir los comicios en un plebiscito sobre su persona.

Ante ese gatillazo monumental, el presidente ha tenido que improvisar. En su alocución del lunes en Moncloa y en las entrevistas a los medios amigos en los que se ha intentado explicar, ha justificado su deseo de continuar, y de presentarse otra vez y las que hagan falta, en la voluntad de capitanear una "operación limpieza", de la que sólo ha dejado entrever quiénes serían sus víctimas: algunos jueces y algunos medios de comunicación.

Veremos en qué queda esa cacería. Para ello habrá que esperar a las elecciones catalanas, en las que el casi seguro éxito de Salvador Illa, será fagocitado por el presidente como si fuera suyo. Tras el 12 de mayo nos dirá por dónde irán los tiros.

Mientras llega esa fecha, algunos dirigentes socialistas, sin dar nombres, por supuesto, se quejan del hiperliderazgo que ejerce Pedro Sánchez. "Tras el alivio, la preocupación", titulaba un medio citando fuentes socialistas. ¿Ahora se han dado cuenta de que en el PSOE no hay recambio? ¿Se quejan del monstruo que ellos mismos han creado? Pobrecillos.

Quejas, por cierto, no generalizadas. Ahí está, como ejemplo de lo contrario, ese campeón de la trifulca llamado Óscar Puente, que tildó, con admiración, a Sánchez de "puto amo". No veo tampoco a María Jesús Montero, que bebe los vientos por él, reprochándole al presidente su egolatría.

El malestar, que lo hay, viene más bien de un círculo íntimo, que se ha sentido preterido, ninguneado en estos días de zozobra. En ese pequeño grupo estarían Félix Bolaños, incluso Óscar López y también, cómo no, Margarita Robles, probablemente la única miembro del Gobierno con un criterio por encima de la media.

Pero no se preocupen porque la sangre de la disensión no llegará al río.

El autócrata no define la política exterior por el interés del país, sino por el suyo propio

El peligro es más bien para el resto de los mortales. Mientras Sánchez siga al frente del timón, la peronización en la forma de gobernar se irá haciendo más patente. Cada vez más, España se irá granjeando enemigos a diestro y sinestro. El incidente diplomático con Argentina no es baladí. El ministro Puente (otra vez) ha metido la pata, insultando al presidente legítimo, por más que a él no le guste, de una nación tradicionalmente aliada. No digamos como están nuestras relaciones con Israel o Argelia y como estarán con Estados Unidos si gana Trump (dios no lo quiera).

El autócrata no define la política exterior por el interés del país, sino por el suyo propio, lo que generalmente implica hacer movimientos con la vista puesta en la política interna. Albares en todo esto pinta bien poco. Pero la falta de escrúpulos es a veces tan evidente, tan grosera, que queda reducida a un fingimiento ridículo. Este presidente dice guiar su política exterior por la defensa de los derechos humanos. Y por eso fustiga a Israel, que masacra a los palestinos en Gaza.

Pero esa preocupación por los derechos humanos brilla por su ausencia cuando a él le interesa. ¿Por qué no extiende su preocupación por la democracia y la dignidad de los pueblos a Marruecos y al pueblo saharaui? Probablemente, la respuesta esté en Pegasus.

No sé hasta cuándo aguantará. Pero coincido con Guerra en que está cavando su propia tumba.