San Isidro era en realidad un santo vago, un chulapo de ángeles, un señorito al que le planchaban el campo unas planchadoras de alas blancas como delantales, quizá hasta cantándole nanas, como las planchadoras le cantan nanas a la ropa, su bebé. Pero no le viene mal el personaje a Madrid, que tiene santos, vagos, chulapos, señoritos, ángeles, planchadoras, pecados y pecadillos, labradores que no labran y hasta gobiernos que no gobiernan, igual que otras ciudades tienen gondoleros. Y todos parecen citarse en la Pradera del Santo, sacándose unos a otros hilos del traje típico o del tapiz de Goya en el que se han metido como en un pajar. Hemos visto a Óscar López, que parecía un guardabosques, sirviendo su casquería, y hemos visto a Feijóo y Almeida, que parecían ellos mismos, sirviendo agua santa de la fuente del santo, toda rebosante de santidad como de nenúfares. Y además sirviéndola con jarra de aguamanil, entre milagro de pastorcilla portuguesa, cocido de señora de pensión y rasurado de barbero de zarzuela. Los políticos siguen haciendo política como los ángeles siguen haciendo labranza teológica, sin descanso y sin desengaño.
Este año, en San Isidro, con bailes frioleros y el sol con guiños o bajonazo de tensión (desde el apagón, hasta al sol le vemos interruptor de perilla), la casquería ha sustituido a las rosquillas, o al menos ha ocupado su lugar alimenticio, folclórico y heráldico. Y también ha sustituido al fango, que yo no sé en la Pradera, pero en la política se nos estaba endureciendo ya. El fango, en realidad, era una cosa primigenia pero muerta, que parecía más paleontológica que política, como si la fachosfera fuera el hábitat del trilobite. Pero la casquería es una cosa que trae fresco el crimen, la matanza de donde viene, y aún acusa al matarife con sus manos enguantadas de sangre. La casquería es como comerse el hijo aún vivo del animal muerto, un horror añadido a un crimen, y yo creo que en el sotanillo de la Moncloa, donde se fabrican palabras como butifarras, les ha parecido repugnante, sustancioso y acusador, o sea perfecto. Lo que ocurre es que, con tanto pregonar la casquería como castañeras sanguinolentas, se les olvida que eso supone dar a Sánchez por muerto, por trinchado y por embuchado.
Óscar López, que en la Pradera de San Isidro parecía el barquero de esos cuadros con barca, un manchón marrón en medio de todo ese impresionismo de sombrillita (Goya fue el primero que hizo impresionismo de sombrillita, o algo precursor por lo menos); Óscar López, que en Madrid es algo así como un ministro degradado a autobusero, indistinguible de otros autobuseros y de otros ministros degradados; Óscar López, en fin, traía su casquería como un nardo por la calle de Alcalá. Lo que ocurre es que la casquería no es un nardo, aunque en la Moncloa estén acostumbrados a convertir los marrones en polisones floreados, por no decir flores en el culo. Yo creo que el personal ya se da cuenta de que cada nuevo estribillo es un grito impotente y horripilante contra la realidad, más si lo trae alguien que no sabemos si es ministro, barquero, autobusero, florista o carnicero.
Óscar López traía su casquería como un nardo por la calle de Alcalá. Lo que ocurre es que la casquería no es un nardo, aunque en la Moncloa estén acostumbrados a convertir los marrones en polisones floreados, por no decir flores en el culo"
A Óscar López, por cierto, empezaron a gritarle por detrás vivas a Ayuso, cosa que él usó para definir los modos del PP, que deben de ser, por lo que decía, algo entre el odio, la escolanía y la tuna ayuser. Ayuso, al menos por la mañana, en Cibeles, no iba de chulapa, sino como de florero japonés o de invitada de embajada, quizá porque ya tiene ambiciones internacionales (las ambiciones nacionales de Ayuso yo diría que son más de Sánchez, que prefiere enfrentarse a ella antes que a Feijóo, sus razones tendrá). No sé si Ayuso fue al final a la Pradera (creo que en todas las columnas de San Isidro me deja esperándola, como en una barquita del Retiro), pero ya estaba sin estar, tirándole miguitas a Óscar López a través de sus fans. Lo de Ayuso aún no lo entiende el PSOE ni otra mucha gente, pero yo creo que, simplemente, ha cuadrado un Madrid sin novia con esa novia de la mili que parece Ayuso, un Madrid sin movida con esa reina de la movida que parece Ayuso. O a lo mejor es que Madrid tiene una catedral fea y una Virgen que no puede competir con el paganismo de su neoclásico, de sus fachadas con vistas a bancos y cornucopias todavía romanos, y ha tenido que fabricarse con Ayuso su propia mitología de la derecha, con patrona generala, verbenera y milagrera.
En la Pradera de San Isidro, Ayuso era la novia que nos había abandonado en el pícnic como yéndose de la acuarela, Óscar López era el de la barca de la comba, y Feijóo y Almeida, dando agua del santo, como un rebujito sagrado, eran los aguadores de la derecha, aún entre el trabajo pesado y el milagro con azucarillo. Yo creo que Feijóo todavía reza para ganarle a Sánchez, por eso se fue luego a una especie de misa de campaña, que es lo propio cuando hay guerra y hay miedo. No sé si llegó a ir Reyes Maroto, que en Cibeles parecía descoronada de clavel como de rosa socialista, o sea de poder, y creo que sí estaba Mónica García, sin flor o con la flor caída, con desgana de santo, de día de santo o de aparecer por Madrid como mendigando. Las encuestas que se hacen ahora, entre el Dos de Mayo de la generala y el San Isidro de Almeida con su chotis de escayolado, tienen coincidencia de ofrenda floral, pero dejan a una Ayuso más generala y a un Almeida más bailón. Yo veo aquí un poco de abuso o de suplicio, que tampoco hacía falta mandar a los del PSOE o a los de Sumar a una liturgia que no parece municipal sino sólo pepera, con sus milagros y alabanzas.
San Isidro a lo mejor rezaba para no labrar, como los políticos hablan para no hacer, pero de todas formas le pega a un Madrid donde la mitad sueña y la mitad miente, o casi, o a la vez. En Cibeles tocaron Pongamos que hablo de Madrid, aunque la mejor canción sobre Madrid, también de Sabina, es Yo me quedo en Atocha. O sólo me lo parece porque yo me quedé en Atocha, como un torero de paisano. Quizá es más de Madrid quedarse en Atocha que ser gato e irse a la Pradera crujiente de clavel y de barquillo. Será de tanta gente que se queda en Atocha, obreraje y alcurnia, poetas y estafadores, que en Madrid hay santos que no rezan, labradores que no labran, gobiernos que no gobiernan y hasta escritores que no escriben, que decía también Sabina. San Isidro era un santo ambiguo, dejémoslo así, y por eso el día parece aún más del PP. Los demás, con casquería o con rosquilla, ni tenían que haber aparecido