El escritor mexicano Jorge Volpi suele decir que se descubrió latinoamericano cuando vino a estudiar a Salamanca. Aquí, mientras hacía el doctorado, coincidió con personas de otros países de la región y se dio cuenta de que compartían referentes culturales que, hasta ese momento, creía que eran una particularidad mexicana, cuando en realidad tenían su vertiente local en distintas partes del continente. Como es de suponer para un literato como él, uno de esos puntos de encuentro fue la lengua que, desde las mesetas de la península ibérica y a través del Atlántico, se extiende por todo el continente para contar similares historias ocurridas en distintos entornos de América Latina.

Como yo soy más prosaico, cobré plena conciencia de mi dimensión latinoamericana gracias al baile. Saber bailar salsa, merengue y bachata –esta última de forma tardía y por imperativo legal– me ha permitido socializar en toda América Latina. Pero no solo ahí, sino también en los otros continentes, pues siempre es posible encontrar sitios donde ir a bailar en cualquier gran ciudad. Lugares donde es fácil coincidir con gente de varios países de la región y donde te das cuenta, por cómo tuercen el gesto o reaccionan al oír una canción, de que compartes su mundo, o sea, sus historias y cultura, personas que están ahí, compartiendo baile con los naturales de los países de acogida que han descubierto Our Latin Thing y la disfrutan. Ahora bien, que sean sitios donde también se pueda charlar en la lengua de tu madre no significa hacerlo mientras bailas. No os confundáis: se habla antes o después, pero no durante. El baile es un asunto muy serio que requiere dedicación exclusiva y concentración.

Saber bailar salsa, merengue y bachata –esta última de forma tardía y por imperativo legal– me ha permitido socializar en toda América Latina

Cuando se baila, se comparte también un sentimiento muy particular y único que es difícil describir. Es una energía que se activa y te sube por el cuerpo, al escuchar ese piano pulsado de manera tan particular, la descarga de metales o las percusiones marcando el ritmo. Es una sensación que te hace cerrar los puños mientras mueves cadenciosamente los brazos, como queriendo guardar esa potencia de ritmo y melodía mientras aprietas los dientes; la misma conmoción que otras veces te impulsa a levantarte y buscar a alguien con quien compartirla siguiendo el compás en la pista. Si la cosa sale bien y la pareja conecta, se producen unos minutos maravillosos en los que el mundo desaparece para quedar solo la música que dirige y crea sobre la marcha una coreografía. Porque un buen baile no es rutina, sino una improvisación similar a la del jazz en la que dos personas se sincronizan guiadas por la intuición que les hace saber cuál será el siguiente paso, aunque no se hayan visto antes ni se vuelvan a ver después.

Los bailes con ritmos de origen afrocaribeño adquieren otra dimensión en las zonas tropicales, como cuenta Bad Bunny en "BAILE INoLVIDABLE", pero están presentes en toda la región y, con todas sus variaciones, comparten esa función socializadora. Particularmente, me crié en una pequeña ciudad de provincias en medio de los Andes, donde los adolescentes de finales de la década de 1980 íbamos a bailes de matiné que solían organizar los distintos colegios o asociaciones en los locales de las instituciones de la ciudad. La primera vez que superé el miedo y tuve el valor de invitar a una chica a bailar fue en el salón de fiestas de la Fuerza Aérea Ecuatoriana –un sitio conocido como el Casino de la FAE– cuyo uso solía permitirse para estos fines "sociales". Sin saberlo, la primera canción que bailé es en sí misma un buen ejemplo de una cultura con referencias comunes que no se sabe dónde empiezan ni dónde acaban. El tema era "Gitana" en la versión bailable que hizo el nuyorican Willie Colón de la canción original de José Manuel Ortega Heredia, Manzanita. Éste, al igual que hizo en "Verde" con el poema de García Lorca, pidió prestados a Gustavo Adolfo Bécquer los versos de la rima XXXVIII para adaptarlos y decir "Las palabras son de aire, y van al aire / Mis lágrimas son agua, y van al mar / Cuando un amor se muere / ¿Sabes chiquilla a dónde va?".

Posteriormente, fue en la universidad donde consolidé mi vocación salsera con más éxito que la de sociólogo. En las fiestas que allí celebrábamos el encargado de poner la música era un compañero colombiano que –según me enteré cuando, de un momento a otro, no volvió a aparecer por clase– en realidad se dedicaba a hacer proselitismo para el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en Ecuador. Pero, sin duda alguna, mi escuela fue el Seseribó, una sala de baile donde sólo se escuchaba salsa pura y dura, sin concesiones a las modas ni a los éxitos comerciales. Es más, los días en los que se encargaba Patiño, uno de los dueños, podía enchufarte un solo de timbales de 10 minutos sin importarle que nadie bailase por imposible.

Podría decirse que soy de la segunda generación de los habituales del lugar, e iba con tanta frecuencia que una de las cosas que hice con mi primer sueldo, al terminar la universidad, fue pagar una membresía. Desde el principio me gustó su aire de libertad y ese punto tolerante y hasta casi cosmopolita para una ciudad como Quito. Estaba decorado con cuadros de pintores representativos del país, detrás de la barra adquiría protagonismo un mural de Stornaiolo en el que se retrataba en estilo feísta a algunos personajes habituales del lugar.

En el Sese se podía ser progre y cultureta a la vez que divertido. Uno de mis recuerdos más emotivos se vincula al gobierno de Abdalá Bucaram quien, imbuido de un espíritu moralizante, restringió el horario de venta de licores y el cierre de locales. La noche en la que se aplicó la medida, como forma de protesta, se repartieron rosas rojas entre quienes allí estábamos: todo el mundo se emocionó y la fiesta fue genial. Coincido con mi amigo Simón Pachano en que una de las pocas cosas malas del lugar tenía que ver con los que hacían la llamada "rueda de casino". Se trata de una forma de bailar que consiste en un rondo en el que se hace una serie de piruetas próximas al aerobic en función de lo que ordena quien dirige la rueda, mientras los bailarines compiten por lucirse a la vez que dan voces que desconcentran al resto de cristianos al tiempo que van cambiando de pareja. Además de ser molesto porque copan la pista y no dejan espacio para bailar, lo que me disgusta es que los cambios constantes no permiten crear entre dos esa alquimia que necesita un buen baile. El Sese estuvo abierto 30 años y cerró como parte de su ciclo vital.

Hace una semana, en la Casa de las Conchas de Salamanca, pude sentir nuevamente esa energía: gente de varios lados, diferentes generaciones y diversa condición social y económica bailaban y coreaban canciones que ya son de todos. La orquesta que tocaba –y, por cierto, muy bien– se llama Salsa Helmántica y está integrada por personas de Venezuela, Chile, España, Colombia, Ecuador y Cuba, que viven y trabajan en Salamanca y que, gracias a la migración y la música, han descubierto ellos también que comparten acervo cultural a pesar de su distinta procedencia. Sin duda, ahí tenemos un buen ejemplo de esas múltiples dimensiones del gran capital iberoamericano que debemos aprender a potenciar, aprovechar y explotar, y si es al ritmo de tumbadoras, pues mucho mejor.