Aún intentamos juzgar la dana en los tribunales, como si el cielo se hubiera caído igual que el techo de un polideportivo, por aluminosis, dejadez o corrupción. Pero el juicio ya lo hizo la propia naturaleza y nos declaró culpables de estupidez, incompetencia y crueldad, y sin apelación. Los tribunales no hacen juicios divinos, morales ni históricos, y, en su jurisdicción y en sus limitaciones, supongo que es inevitable que este episodio casi bíblico parezca reducirse a las dimensiones del derrumbe de una urbanización o un chiringuito. Yo creo que con la dana aún estamos, o están los jueces, buscando al arquitecto untado y al promotor con tirantes, cuando lo que pasó es que la naturaleza cayó sobre nuestra entera estructura política como sobre una tribu de adobe y cañizo, llevándosela por delante. No funcionó nada en el Estado. Nada. Ni en Madrid, ni en Valencia, ni en la previsión, ni en la catástrofe ni en la asistencia posterior. Y esta nada es muy grande para los juzgados de pueblo y para las leyes hidrológicas y hasta levíticas.
La dana fue la nada del Estado, la desaparición del Estado o, más bien, la dolorosa constatación de que el Estado está mayormente vacío, como están vacíos los cielos a pesar de la mitología. Hay una rica mitología del Estado, con sus estructuras gráciles, eternas o absurdas, como esos círculos y jerarquías de ángeles, pero luego resulta que en el Estado sólo hay políticos y arrimados, igual que en el cielo sólo hay gases y chatarra, más presencia de basura y del ser humano que de espíritus y dioses. La realidad es que la mayoría de la política no consiste en aportar soluciones, en prestar servicios ni en gestionar recursos, sino en mantenerse a sí misma. Lo que se llama gobernanza es sólo la tapadera de la política o politiquilla, que es el objetivo principal porque representa la supervivencia de los políticos. Esto siempre ha sido un poco así, pero nunca como ahora. Por eso se nos paran los trenes, se nos apaga el país y, cuando la naturaleza o la casualidad se despiertan un día como un ogro, el Estado no presenta ni ese botafumeiro de humo y teología que indique su presencia o su esperanza.
Cada vez hay menos gobernanza y más supervivencia pura (Sánchez, en este sentido, está sublimando, endiosando o asalvajando el concepto). Lo que ocurre es que, en circunstancias normales, tampoco eso conlleva una catástrofe. Se nos van parando más los trenes, a los que ya nos llevamos cantimplora y guitarra; se nos agrietan más las carreteras, a las que parece que les brota por debajo el desierto más que los yerbajos, y las citas en el médico tardan más, de manera que la señora con radiografía termina a veces presentando su esqueleto real como prueba definitiva de la enfermedad. A la vez, las instituciones cada vez son menos institucionales y más partidistas, y los altos cargos y funcionarios ya no son severos servidores públicos sino esbirros de daga y cortinilla (va a extinguirse el funcionario español, ese monacato que sólo obedecía a los horarios y a los reglamentos). Pero todo va siendo muy gradual, y suavizado por el habitual “relato” (los asesores de los políticos ya no son técnicos, sino guionistas), un relato que se enfoca en las excusas y en los enemigos, no en la responsabilidad y las soluciones. Esta dinámica también se la va tragando el español sin darse cuenta, como parte de la resignación ciudadana, como antes se tragaba las colas para el pan. Sin embargo, en la catástrofe el relato no sirve. Y cuando uno pretende que el Estado vaya más allá, resulta que no hay nada más allá.
La dana fue la nada del Estado, como un anagrama. Con ella nos dimos cuenta de que sólo teníamos reyezuelos y brujos, de que los políticos sólo están para salvarse a ellos mismos, no a los ciudadanos
Todavía andan por los juzgados denuncias, autos, archivos, peritajes como de la ferralla de la dana. Un montón de cosas que son, en realidad, lo que queda de descartar esta nada como objeto del juicio o de la historia, algo así como el negativo de la nada, que no es el todo sino más bien las migajas (igual que el negativo de la corrupción no es la honestidad, sino el corrupto como mera anécdota). Entre estas cosas que se miran por no poder mirar la nada absoluta, que es imposible, la juez de Catarroja, por ejemplo, ha abroncado a la Guardia Civil por su informe “incompleto”, algo que yo no entiendo, porque cuando todo ha fallado cualquier informe va a ser incompleto. Aunque yo no creo que sea culpa de la juez, son simplemente las inexactitudes y contradicciones que surgen cuando se intenta totalizar lo fragmentario y acotar lo inabarcable. Por su parte, el Supremo ha archivado las denuncias contra Sánchez, los ministros, Mazón y otras autoridades, porque sus decisiones “discrecionales” no pueden “convertirse en fuente de responsabilidad penal”. Y creo que el Supremo tiene razón. Cuando no ha funcionado nada y todos son culpables, lo que ocurre en realidad es que no hay culpables. Algo injusto y justo a la vez, o sea de nuevo las inevitables contradicciones.
La dana fue la nada del Estado, como un anagrama. Con ella nos dimos cuenta de que sólo teníamos reyezuelos y brujos, de que los políticos sólo están para salvarse a ellos mismos, no a los ciudadanos. Pero no ha sido el único vacío del Estado que nos ha dolido como cuando se siente un vacío en el pecho. Sentimos esa nada después, en el apagón, y antes, con el bicho. Aunque fueron grados y velocidades diferentes, esa ausencia del Estado, terrible y traumática como la ausencia de los dioses o de los padres, esa constatación de que nuestros gobernantes, cuando más importa, en realidad no saben qué hacer, o ni siquiera quieren hacer nada porque sólo importa sobrevivir al telediario, eso nos dejó no ya cabreados sino solos. Pero esa soledad aún es desamparo, como en el niño, no independencia, como en el adulto. En este juicio de la dana o de la historia todos somos culpables, por no querer distinguir la verdad de la mentira y por consentir esta política de incompetentes, trepas, estafadores y chulánganos. Pero claro, de nuevo, eso significa que nadie es culpable. Eso nos vuelve a tranquilizar y absolver. Por eso no aprendemos.
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7 Comentarios
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hace 4 minutos
Sr Fuentes como parece que lo desconoce debería repasar sus conocimientos de administrativo y así percatarse de que la responsabilidad de la protección civil recae en la autonomía.
Las historias que escriben algunos para disculpar al protegido de Feijoo, sr Mazon, que el día de autos tenia una comida con una periodista amiga que tuvo una sobremesa de 5 horas.
Y claro esa larga sobremesa desaparecido le impidió estar en su puesto, al frente del aparato del estado del que era máxima autoridad y por tanto responsable de la situación, para intentar paliar la catástrofe en la medida de lo posible.
hace 1 hora
Desconocía la enorme vacuidad del auto del TS. Si los malos [cándido] dicen que todo puede ser regulado, y los buenos dicen que que no se puede perseguir al que nada hizo, en efecto, no tenemos Estado.
hace 3 horas
Muy bueno . Gracias.
hace 4 horas
se podría presentar esta columna como prueba ante la jueza esta de la DANA?
hace 4 horas
El columnist Luis Miguel Fuentes me parece un nuevo Francisco Umbral. Buenísimo. Enhorabuena
hace 5 horas
No se puede explicar mejor. Triste pero cierto.
hace 13 horas
Enorme artículo.
Solo le puedo añadir; amén.