Nos ha entrado ahora la titulitis o la antititulitis, esa inflamación o desinflamación del currículum de los políticos como si fuera la encía de su sonrisa de político. Sin embargo, lo peor de los políticos no es que sean chusqueros, ni que tengan Empresariales a medias o sólo cursos de la Diputación, ni que se inventen títulos falsos como jeques de Antonio Ozores, sino que no gobiernan para el ciudadano sino para el partido, su propaganda y su negocio. Ni Lincoln ni Adenauer tenían título universitario, aunque tampoco nos hacen falta estadistas por los ayuntamientos falleros, las consejerías agropecuarias o los ministerios florales, bastaría con que no nos robaran ni nos tomaran el pelo. Antes teníamos a los tecnócratas, que iban al Congreso o al ministerio como a mirar una represa, y ahora sólo tenemos partitócratas, que van al Congreso o al ministerio para tuitear argumentario y zascas. Es lo que la ministra de Universidades, Diana Morant, llamaría (lo hizo el otro día) “hoja de servicios”: “Nosotros no pedimos títulos, pedimos hoja de servicios”, dijo mientras se le caían encima paraninfos, frisos y alegorías aladas. Lo que no piden es vergüenza, desde luego.
Diana Morant es una ministra de orla académica (es teleco, al menos de momento) que también hace “hoja de servicios” en vez de hacer represas o educación, algo que nos hace falta más que las represas. Estaba haciendo “hoja de servicios” porque defendía a José María Ángel Batalla, comisionado especial para lo de la dana, que suena a virreinato de la Moncloa, y también líder del PSOE valenciano, que no sólo ha adornado su currículum sino que ha falsificado un título universitario. Eso sí, al menos fue modesto y romántico, que se fotocopió una diplomatura en Archivística y Biblioteconomía, que es como la enología de los libros, una enología sin dinero y sin vicio, sólo monacato. La verdad es que un político bibliotecario al frente de la reconstrucción por la dana, o al frente del PSOE valenciano, nos hubiera dado lo mismo que un político sólo con el bachillerato de curas, de liceo o de novillos. Lo peor de esto que argumenta la ministra, que parece la ministra de esa universidad de la calle que se dice tanto, es que tiene razón.
Los partidos no piden títulos, sólo fidelidad, obediencia, respetar la fila y guardar el escalafón. El bibliotecario o el bachiller pueden acabar por las administraciones o las franquicias partidistas regionales haciendo sólo fotocopias de la bandera y de Ferraz o Génova, y en realidad tampoco va a hundirse el mundo por eso. Se puede pensar que sí se hunde un poco más si un maestro de primaria, o sea Ábalos, o un abogado sin carrera, o sea Puente, acaban dirigiendo las infraestructuras de un país. O si una ministra de Ciencia, Innovación y Universidades está más enfocada en defender la universidad de la calle, como el quinqui, o la universidad del partido, como casi todos, que la meritocracia. (Por cierto, el título y la meritocracia son justo lo que pueden sacar al pobre de la calle y de su universidad de mierda, pero quizá lo mejor para algunos es que el pobre siga siendo pobre, que el inculto siga siendo inculto y que los políticos sigan siendo soldados del partido, sean matones o ingenieros). Puede parecer que un país no puede funcionar sin políticos especialistas en su área, pero eso no tiene importancia, más que nada porque los políticos ya no gobiernan sino su interés.
En la política, ni el título ni el obreraje garantizan ya nada, y uno se conformaría con que no nos mintieran ni nos robaran.
La ministra Morant tiene toda la razón, sólo tenemos que fijarnos en la hoja de servicios de Ábalos, Cerdán o Koldo, que es exacta, idéntica y mínimamente esta: Pedro Sánchez. Cuando tu currículum es Pedro Sánchez, uno puede ser ministro, factótum, heraldo, jefe de fontaneros, archivero del lawfare, músico de las estepas extremeñas (como un Borodin sin talento ni cabeza) y hasta fundraiser universal, o sea de la mordida municipal a la ONU, pasando por el empresón semiestatal. Pedro Sánchez es como un Oxford discotequero, como una Sorbona figurinista, como una Salamanca que ha dado la vuelta a la verdad, a la memoria y al plateresco, como un MIT que sólo diseña Peugeots llenos de algarrobos y serones y furgonetas llenas de putas. Sánchez es la misma universidad de la calle, hecha sólo con quinquis, tunos, ventajistas, ligones de charos y estafadores de ingenuos (en el PSOE yo creo que sólo quedan esbirros comprados e ingenuos estafados, conscientes o no de ello). Qué otra universidad va a vender él, ni su ministra de universidades. Nos ha entrado ahora la titulitis o la antititulitis, unos defienden que los ministros puedan ser zapateros, como maestros cantores de Núremberg, y otros quieren que hasta los políticos de pueblo sean académicos o intelectualones (tampoco nos ha ido bien aquí con los intelectualones patrios metidos a política: Azaña se creyó que podía meter al españolito eterno, que aún quería venganza y matanza, en su cafetín y en su tertulia, y claro, fracasó —fracasó toda Europa, pero eso tampoco nos salva—). El título universitario no es clasismo, sino todo lo contrario. Es el único marquesado y la única herencia a los que puede aspirar el pobre, pero ahora hasta la izquierda pretende que nos creamos que ser licenciado en Económicas es ser duque de la Palata, supongo que porque les asustan más los licenciados que los duques. En la política, ni el título ni el obreraje garantizan ya nada, y uno se conformaría con que no nos mintieran ni nos robaran. Claro que eso es difícil con el éxito de las últimas promociones. De todas formas, ahora mismo no hay mejor currículum que Pedro Sánchez. Sus fontaneros, sus menestrales y sus ogros no es que sean ya como ingenieros de caminos o señores notarios, sino como condes-duques de Olivares. Así que aplíquense en la hoja de servicios, que, aunque viendo a Sánchez parezca que no, yo diría que aún es el futuro.
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