Estamos celebrando los ochenta años de la fundación de las Naciones Unidas. Un aniversario que, inevitablemente, invita a hacer balance. El secretario general, António Guterres, lo ha dicho con crudeza: "El multilateralismo está en crisis". Pero no es el único. Desde muy diferentes perspectivas, líderes como la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, o el presidente de Finlandia, Alexander Stubb, han insistido en que el sistema de Naciones Unidas necesita una reforma urgente si quiere seguir siendo relevante en un mundo donde las guerras se multiplican –cincuenta y seis, citaba Meloni– el poder se fragmenta y las reglas internacionales se debilitan. Donde el oportunismo se instala cómodamente frente a los valores que nos unen a todos. 

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Y es que, aunque las conmemoraciones suelen ir acompañadas de discursos solemnes, lo cierto es que el aniversario número 80 de la ONU no puede esconder el malestar. ¿Sigue siendo útil esta institución en un escenario global cada vez más dominado por la guerra, la diplomacia de la fuerza y la lógica del equilibrio de poder? ¿O ha quedado reducida a un teatro de palabras huecas, a una piñata a la que todos golpean según sus intereses coyunturales?

Conviene recordar por qué nació la ONU. Lo hizo tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto y el ascenso de regímenes totalitarios. Su creación fue un hito que abrió nuevos espacios en materia de paz, seguridad, cooperación y desarrollo, y cambió dos dinámicas fundamentales. En primer lugar, atemperó la ley del más fuerte, dado que incluso los Estados pequeños encontraron un espacio para defenderse en pie de igualdad frente a las grandes potencias. En segundo lugar, transformó la dinámica de la guerra caliente en guerra de palabras: la ONU sirvió de escenario para canalizar la confrontación ideológica de la Guerra Fría en términos diplomáticos y no militares

A lo largo de estas ocho décadas, la organización ha contribuido a logros indiscutibles. Desde el fin de la colonización en África y Asia, a la erradicación de enfermedades infecciosas, avances en materia de derechos humanos, o políticas ambientales y desarrollo sostenible. Aunque, indiscutiblemente también ha acumulado frustraciones, especialmente allí donde las potencias con poder de veto en el Consejo de Seguridad han paralizado cualquier acción frente a atrocidades masivas, o han pretendido vaciar de contenido conceptos aceptados por todos.

Recurrentemente escuchamos cómo avanzamos peligrosamente hacia un mundo parecido al que existía antes de 1945, marcado por disputas hegemónicas y dinámicas de poder desnudo. Incluso, tal como expresaba Stubb, lo que algunos presentan como "multipolaridad" no es más que la vuelta a la ley del más fuerte con nuevos y viejos actores. Y, es justamente en ese contexto, que la ONU se convierte en el blanco de todos, criticándola y utilizándola como comodín para acusar al adversario o como excusa para justificar la propia inacción.

Dicho esto, y ante la pregunta de qué ha hecho la ONU por nosotros, viendo cómo tantos la desdeñan, yo quiero poner sobre la mesa un ejemplo concreto y cercano: la Misión Internacional de Determinación de los Hechos sobre Venezuela, creada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

Sus informes han sido fundamentales para documentar de forma rigurosa y detallada lo que en Venezuela se vive a diario: una política sistemática de represión que, según los expertos, constituye crímenes de lesa humanidad. El último informe, publicado tras el fraude electoral del 28 de julio de 2024, no deja lugar a dudas: más de 2.200 detenciones arbitrarias, 30 muertes documentadas, 30 desapariciones forzadas, torturas brutales y violencia sexual contra hombres, mujeres, adolescentes y personas LGBT.

La Misión ha demostrado que no se trata de hechos aislados, sino de un patrón, de una metodología planificada desde el Estado. Y además ha revelado otro ángulo inquietante: la utilización de presos extranjeros como rehenes de Estado, fichas de negociación en tratos diplomáticos opacos. España, Italia, Francia, Argentina, Portugal, Colombia, Perú y muchos otros han comprobado en carne propia cómo sus ciudadanos se convierten en víctimas de esta maquinaria represiva y perversa.

En el caso de Venezuela, la ONU ha cumplido su papel: sacar a la luz lo que los autócratas pretenden esconder"

En las investigaciones y debates del Consejo de Derechos Humanos, la evidencia ha quedado expuesta ante todos. Gobiernos democráticos de Europa y América Latina han denunciado públicamente estas prácticas. Y aunque los aliados ideológicos del régimen se escuden en el discurso de la "injerencia" o la "politización", la ONU ha cumplido su papel: sacar a la luz lo que los autócratas pretenden esconder.

Es cierto que la ONU está debilitada y que podríamos escribir varias páginas sobre las razones. Sin embargo, sería un error confundir sus limitaciones con irrelevancia. La ONU no es un ente abstracto, es el reflejo de la voluntad, o la falta de ella, de sus Estados miembros. Y, cuando estos lo permiten, la organización sigue demostrando que puede marcar la diferencia. De nuevo, el caso venezolano lo prueba: sin la Misión de Determinación de los Hechos, miles de víctimas quedarían en el silencio, sin voz, invisibles ante el mundo. Sin los informes de la Misión, sería mucho más difícil interponer una demanda legal en España, Holanda, o Argentina. Sería mucho más remota la aspiración a la justicia internacional.

El reto, ochenta años después, no es tanto cambiar la ONU como exigir a los Estados un mayor compromiso con ella. Es legítimo debatir sobre reformas, eliminar duplicaciones y redundancias, o reducir la burocracia, pero lo esencial es no perder de vista su razón de ser: estabilizar el mundo a través de la cooperación, evitar que los conflictos se transformen en catástrofes globales, dar a los más débiles un espacio donde defenderse de los más fuertes en un mundo basado en normas que arropan a todos.

Por eso, en el aniversario número 80, frente a quienes la menosprecian o la dan por muerta, mi respuesta es clara: la ONU sí sirve. Sirve para exponer a los violadores de derechos humanos de mi país. Y ese, créanme, ya es un servicio enorme al mundo entero.


María Alejandra Aristeguieta es ex embajadora venezolana y experta en ONU.

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