La República del Perú ha cambiado de gobierno una vez más gracias a que el artículo 113 de su Constitución establece que la Presidencia puede quedar vacante por "incapacidad permanente, moral o física" de la persona que gobierna. Siempre me ha parecido fascinante la idea de que alguien pueda ser "incapaz moral" y, más aún, de serlo de forma permanente. Para mis adentros me preguntaba: ¿Qué cosas se pueden hacer para que ni siquiera te salve la confesión y el sacramento del perdón de los pecados?
El rechazo que, de entrada, me produce algo calificado de "problema moral”, creo que me viene de la etapa estudiantil, específicamente de haber tenido que cursar la asignatura de “moral y ética” que, sobre todo, iba de prohibir aquello que está mal para la gente bien. Encima, las explicaciones siempre se relacionaban, de forma directa o indirecta, con el pecado de la carne, una de las obsesiones eclesiales cuando se trata de juzgar a los parroquianos pues, de todos es sabido, los límites no se han aplicado con el mismo rigor cuando han sido los curas quienes han cometido abominables delitos. El colmo ha sido el encubrimiento institucional, por parte de responsables de la iglesia católica, de las violaciones a menores, como ha quedado patente en varias sentencias judiciales.
A pesar de que ahora tengo mucho más claro cuáles son las implicaciones de "lo moral" y "lo ético", no puedo evitar que se me sigan parando las antenas cuando se asume que los problemas políticos, sociales o económicos son problemas morales. Es como si la revolución maquiaveliana no se hubiese dado y no se hubiese separado la comprensión de las relaciones de poder de la voluntad de dios. Esa primera reacción probablemente se debe a que, en lo más profundo de mi subconsciente, se enciende alguna alarma que me recuerda que, con toda seguridad, mi alma acabará en el infierno para toda la eternidad.
Por esa mezcla de sensaciones infantiles, me desconcertaron, en un primer momento, las informaciones que se iban conociendo sobre el nuevo presidente peruano, el señor José Jerí, quien llegó a ese cargo al ser destituida la presidenta Dina Boluarte al amparo del comentado artículo 113 de la Constitución. Me preocupaba la "capacidad moral" del nuevo presidente, pues consta en su haber una denuncia por violación y sus redes sociales están plagadas de comentarios que parecen sacados del chat del exministro Ábalos y su "chico para todo". Ahora bien, una vez pasada la primera impresión, este hecho me confirmó que poco o nada ha tenido que ver la capacidad moral en la vacancia de la presidenta Boluarte o en la de presidentes anteriores que ha llevado, junto a otras razones, a que sean ya siete los presidentes desde mediados de 2016.
Sin embargo, sí que existe una visión moralista en líderes latinoamericanos como Hugo Chávez, Gustavo Petro, el pastor evangélico Morales en Guatemala, el expresidente López Obrador de México y su cosmovisión guadalupana, el expresidente Rafael Correa de Ecuador o el presidente Bukele en El Salvador. De ahí que suelan abordar problemas como la pobreza, la violencia o la desigualdad, desde la moralidad, en términos de "lucha" contra los efectos de la ambición, falta de sentimientos solidarios y patrióticos de los ricos o de la maldad de los "narcoterroristas". Eso, en lugar de considerar dichos problemas como asuntos de política pública que tienen que ver con la redistribución y que se subsanan con medidas impositivas y fiscales o atacando a toda la cadena delictiva y no solo a los pillos callejeros.
En la línea de gobernar desde el moralismo, cabe recordar las estampitas de santos y vírgenes contra la Covid de López Obrador; las acciones de Bukele metiendo a los militares en la Asamblea para luego detener la operación "por consejo de Dios" u obligando a que los niños se corten el pelo como "hombrecitos"; la oposición al aborto en casos de violación, como lamentablemente ocurre en demasiados países; o la mutación de las políticas públicas en "misiones", como si Venezuela fuera una zona de evangelización.
Otro ejemplo de moralismo político es el del tratamiento del tema de la corrupción. Basta con darse una vuelta por cualquier legislativo latinoamericano o con abrir las páginas de un periódico al azar para ver cómo aquellos sobre quienes hay clara evidencia de que, ellos o los suyos, son corruptos centran sus argumentos políticos precisamente en la necesidad de "combatir" la corrupción. Si asombra este cinismo, sorprende aún más el hecho de que el argumento les funcione y consiga movilizar adeptos. Aunque es un tema sobre el que todo el mundo se manifiesta en contra y que incluso concita grandes movilizaciones de protesta, los datos de las encuestas reflejan actitudes ambivalentes por parte de los ciudadanos y una cierta tolerancia que queda patente cuando candidatos o partidos corruptos no son sancionados vía votos.
Mi hipótesis es que la corrupción no se castiga en las urnas porque no se trata como un hecho objetivo. Es decir, es mala cuando "los otros" delinquen apropiándose de lo público, pero cuando los corruptos son "los míos", aflora una especie de derecho patrimonial que la justifica de diversas formas: como un hecho menor y aislado cometido por una "manzana podrida"; como resultado de la persecución de los medios de comunicación que actúan como "sicarios de tinta"; o como un asunto menor al que quitarle hierro en nombre de los sagrados intereses populares, que solo se garantizan si gobiernan "los míos". Además, en el fondo siempre tendremos como justificación última aquello de que hay que evitar que vengan "los otros", aún más infectos, como está señalando parte de la izquierda española para justificar que no se convoquen elecciones, a pesar de que llevamos cuatro años sin presupuestos generales. En el fondo, la corrupción no sanciona: moviliza.
La política como una derivada moral da pistas de nuestra tendencia al populismo"
La política como una derivada moral da pistas de nuestra tendencia al populismo. Por más que muchos colegas que lo estudian quieran convencernos de que se trata de una praxis que incorpora a los sectores populares a la democracia —dando por perdida la posibilidad de que los latinoamericanos seamos ciudadanos homologables a los de otras democracias—. El populismo es una forma de entender la política como enfrentamiento maniqueo entre el pueblo, como encarnación del bien, y el antipueblo que representa el mal, al tiempo que la solución de los problemas de ese pueblo pasa por la acción salvadora de un líder. Además, no hay que perder de vista que el problema de fondo está en que la moral de los populistas es binaria —el bien contra el mal—, mientras que la política democrática es, por definición, pluralista.
Por todo esto, otro peligro de la política como "moralina" populista está en que los beneficios que una persona recibe del Estado no se consideran algo consustancial a sus derechos como ciudadano, sino que se transforman en una recompensa por pertenecer al pueblo —a la comunidad moral— y, lo que es peor aún, por gozar del favor del líder o de la élite. Un líder que, en esa lucha entre el bien y el mal, es investido con una especie de superioridad moral que opera como indulgencia, eliminando la posibilidad de crítica y la necesidad de rendir cuentas: dos premisas de los sistemas democráticos.
Al igual que los curas predicaban la pobreza sin ser juzgados por vivir como ricos, a los líderes que encarnan a "el pueblo" se les permite ser incoherentes e inconsecuentes.
Entre los muchos ejemplos, recuérdese que mientras los jóvenes peronistas mataban y morían en nombre de la revolución de izquierdas, el general Perón y sus caniches vivían de lujo en Madrid bajo la protección del dictador Franco. También el expresidente Abdalá Bucaram, que hizo de la lucha contra la oligarquía su plataforma, vivía como un rico cualquiera. Cuando un periodista le mostró esa contradicción, le respondió que la riqueza no tenía nada que ver, porque "la oligarquía es un estado del alma".
Francisco Sánchez es director del Instituto Iberoamericano de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer todos los artículos que ha publicado en El Independiente
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