Así salimos aquí a parar las guerras santas: con drapeado de mantelería de cocina, con aros en las narices, con etnicismo de botellón, con filosofía de papelería, con jubilados que salvan los domingos salvando el mundo igual que un repechito. Hasta Borrell es ya un jubilado, que con su chaquetita acolchada parecía desembarcado de un crucero, ese crucero de jubilados que es esta Europa que ya no pinta nada salvo postales de archipiélagos y postales morales, como eso de sacar la paz igual que un pueblo blanqueado o un celaje celestial. Sí, es algo como sacado de una canción de Manolo García, que no sé si estaba por allí pero había convocado la cosa, y algo había en el ambiente de su morería andaluza, su paz pajarera, su budismo de pastoreo, su agua de pozo moralizante y sus poetas de bicicleta de alambre. La paz duradera, con sus dos estados, en realidad ya se la han ofrecido varias veces (lo cuentan siempre Bill y Hillary Clinton) y los palestinos siempre dijeron que no. Pero aquí estamos nosotros, con coladas y cánticos de molinera o de punki, mientras Hamás se felicita por el éxito propagandístico y en Irán se jactan de estar “desestabilizando Occidente”.

El llamamiento era para toda España, aunque a mí me llegaban como flecos o vapores del evento en el Madrid de vermú tempranero, sol oblicuo de azulejo, turista estafado en el Rastro y reyes toreros de sus plazas (las calles y la gente confunden a los Austrias y a los Borbones de Madrid como si fueran toreros, o al revés). Madrid lo mismo te amanece con una carrera en patines, con una manifestación agropecuaria o con un intento de parar las guerras que nadie ha parado nunca, por el método de sacar al balcón los calcetines con mensaje y sacar a la calle la propia paz, esponjosa y cursi como un gran caniche. “Parar la guerra” es una cosa un poco de concurso de caniches, pero así se llama la plataforma que han formado o alimentado, además de los ya citados, gente como Valdano, ese filósofo de la esfericidad, o Joan Manuel Serrat, gloria ya etérea, intocable y omnipresente, que es lo que pasa con la gloria. Piden la “paz justa”, que es una redundancia porque la paz injusta sólo es rendición. Pero, sobre todo, ahora, una paz justa y duradera es quizá, simplemente, imposible.

Lo absurdo de todo esto es pedir la paz con algodón de azúcar, con pasacalles o con zanahoria y palo, cuando una de las partes no sólo no quiere la paz sino que no la concibe. Y es la parte, además, que nadie menciona. Hamás no quiere la paz, no quiere dos estados, está en una guerra santa, no en una matiné de legañosos y malasañeros por Madrid ni por la ONU ni por la Unión Europea que sigue de vacaciones en el mar en la era de los nuevos totalitarismos, incluido el islamista. La carta fundacional de Hamás declara que “Israel existirá hasta que el Islam lo elimine” y concibe Palestina como “waqf o habiz islámico”, un bien sagrado e inalienable, como nuestra Al-Ándalus. Incluso en la versión suavizada de 2007, mantienen el derecho a la resistencia armada y al retorno total. “No queremos un estado, queremos liberar toda Palestina”, decía su líder Yahya Sinwar, cerebro de la matanza del 7-O, que ahora retoza o pasta con sus 72 vírgenes barbudas, o con lo que se haya encontrado en el infierno. Así que a ver qué hacemos con nuestros domingos de picnic, solanera y gallinita ciega.

Madrid lo mismo te amanece con una carrera en patines, con una manifestación agropecuaria o con un intento de parar las guerras que nadie ha parado nunca"

Así salimos aquí a parar las guerras de los dioses y sus fanáticos: con pañolamen verbenero, con batucada ideológica, con la paz entoldada y perezosa de las terracitas. Claro que salir en domingo a tocar el acordeón pacifista sin recordar los fundamentos de Hamás, y cómo sabotearon los acuerdos de Oslo y de Camp David, y que Gaza era una autonomía plena, sin presencia israelí, hasta la matanza del 7-O, yo no sé si es un pasatiempo de esnobs, como salir a hacer equitación con los reyes ecuestres de Madrid, ignorancia o maldad. Incluso los que lo saben, como Borrell, parece que no se preocupan mucho por poner el foco en el hecho fundamental que acabaría con la guerra: el desarme de Hamás (de todo el terrorismo palestino o propalestino, que no es lo mismo) y un estado palestino viable y pacífico. Algo que Hamás no quiere, y qué decir de Irán, claro. Mucho menos ahora que sus consignas (la resistencia armada justificada, la opresión israelí, la lucha antiimperialista, el genocidio, o lo de “desde el río hasta el mar”, que a la izquierda le suena a Alberti) resuenan por las capitales del Occidente estupidizado y les proporcionan no sólo publicidad sino cifras de reclutamiento récord.

Bill Clinton, yo creo que por estropear los domingos de churros del concienciado de plazoleta, suele contar que cuando Hamás coloca sus túneles, cohetes, cuarteles o polvorines en hospitales o escuelas está poniendo intencionadamente a Israel ante la decisión de no poder defenderse o bien matar inevitablemente a inocentes. Lo terrible (cínico también, he dicho alguna vez) es que el Israel de Netanyahu ha llegado a la conclusión de que si Hamás no se preocupa por la vida de su gente (es más, celebra el martirio y lo promociona como propaganda), no van a preocuparse ellos. Usar a la población civil como escudos humanos es un crimen de guerra, aunque nadie parece hacer rimas con eso, ni siquiera en un Madrid como de cantajuegos. Recuerden lo de Golda Meir: “Podemos perdonar a los árabes por matar a nuestros hijos, pero no podemos perdonarlos por obligarnos a matar a sus hijos. Sólo tendremos paz con los árabes cuando amen a sus hijos más de lo que nos odian a nosotros”.

Así salimos aquí a parar las guerras santas, a los dioses salvajes y a sus servidores aún más salvajes: con pelos de payaso, con banderas LGTBI desnortadas, con gafas de sol gorda (el artisteo, profesional o vocacional, siempre anda como viudo de su noche artística, que les hace salir al día como vampiros de ojos compuestos y eso quizá lo confundimos con compungimiento moral o jaquequita moral). Nos estamos volviendo idiotas, no por ser sensibles a las guerras sino porque no vemos las guerras más terribles y crueles, las guerras sin piedad, sin sentido, sin fin, las de los locos que nunca renunciarán a la guerra salvo que se les derrote. La paz justa de Hamás sería la destrucción de Israel. La paz justa de Israel, sin embargo, sería, simplemente, que los dejaran en paz. Así que a ver qué hacemos con todas las pancartas como panqueques de domingo y con todos nuestros blandos corazones como churros de resaca.