Los cuatro episodios de Anatomía de un instante se ven de un tirón y dejan una moraleja necesaria en estos tiempos, en los que los bocazas brotan con la facilidad del cucumelo y alrededor de organismos de igual pestilencia. La conclusión es que la Transición fue un proceso que se hizo con miedo. El régimen estaba agotado, pero su sombra era alargada, así que se actuó con prudencia y eso generó un resultado imperfecto. El 23-F fue un ladrido que vino a confirmar todo eso.

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Ningún proceso de este tipo está exento de temores, amagos y tragedias. Aquí sufrimos el golpe y el terrorismo. En Portugal, el Verão Quente. Pudo mejorarse el resultado, pero digamos que fue satisfactorio.

Admiro a Alberto Rodríguez por El hombre de las mil caras o La isla mínima, pero forma parte de un gremio que, al igual que el del documentalismo periodístico, mira con frecuencia hacia el pasado, pero no parece no observar el filón que hay en estos tiempos, en los que el riesgo de degradación también es evidente y en los que hay algún que otro momento que podría servir como referencia para desarrollar, con valentía, una historia sobre nuestros males contemporáneos. La anatomía del instante del sanchismo sería mucho más memorable y zafia.

Este director se emplea con mucho estilo. Es especialista en ese zoom que utiliza Tarantino en Malditos Bastardos, en el que la cámara se desplaza a toda velocidad de un lado al otro, mientras una voz en off describe la escena. Se me ocurre que un instante perfecto para iniciar la acción sería aquel de enero de 2019 en el que la trama Cerdán se fotografió frente a la mezquita Hassan II, en Casablanca. Podría la cámara, en travelling, detenerse frente a la cara de cada uno de ellos para explicar quién es --Santos C., Ábalos, el embajador, Koldo-- hasta alcanzar el último lugar, el más a la derecha, donde se ubicaba Jésica.

Soy Jésica, a mucha honra

"¿Y quién era esa mujer?", plantearía el narrador omnisciente, antes de explicar que era una novia de pago de un exministro, la cual fue contratada en INECO y en Tragsa después de que Koldo enviara a Isabel Pardo de Vera una fotografía de ella, en camisón, en el momento en que le pidió el currículum. La trama le pagó un piso de lujo en la Plaza de España madrileña y la procuró una vida a todo tren. Artificial, como la de todas aquellas que optan por la misma actividad y, el domingo por la mañana, se despiertan del sueño a la altura de las últimas paradas de la línea 5, de Metro. Pero, en ese caso, su fantasía estaba alimentada por la actitud de un hombre que llegó incluso a acudir a su graduación como odontóloga. No está mal como subtrama.

Dentro de esa película, podría hacerse una comparación entre la mafia durante la Ley Seca y la compra de mascarillas, que se inició durante la pandemia, con los españoles en sus casas, y que procuró a sus autores intelectuales unos ingresos de 54 millones de euros, de los que se derivaron mordidas entre gente importante. Víctor de Aldama fue uno de los empresarios implicados. No me digan que no sería el perfecto protagonista de una película de cine negro. Si a Koldo García se le podría comparar con el boxeador de La Ley del Silencio, a De Aldama, en espíritu, al menos, con Johnny Depp en Blow. Ábalos podría identificarse más con el protagonista de La piel suave, la de Truffaut.

Cerdán sería más como Robert de Niro en Uno de los nuestros. El más visceral en principio, aunque, en su caso, con una mujer que, dicen, derrochaba en El Corte Inglés. Quizás podría abroncarla por imprudente en algún momento, a gritos, con la outro de Layla de fondo.

Podría quizás en algún momento Cerdán recibir una llamada de una mujer rubia, áspera, de lirismo de zambomba. "Santos, soy Leire. Oye, mira", se escucharía al otro lado del teléfono, mientras la voz en off explica lo de sus reuniones, lo de los fiscales, lo de la OPA de BBVA sobre Sabadell, los detectives, el pisito franco de Diego de León 36. "¿Y quién ordena todo esto?", podría plantear uno de los jueces que se sintieran amenazados. "Eso ahora no importa", podría responder Santos C., como lo hizo el otro.

Me voy, me voy, pero me quedo

Se plantearía entonces la pregunta sobre si el presidente lo sabe y ahí se mostraría a un actor, en aquel 3 de mayo de 2024, delante de un atril, en actitud desafiante, confirmando a su pueblo que, tras tomarse cinco días de reflexión, había decidido quedarse en su cargo para limpiar el paisaje de malos jueces, malos periodistas y malos opositores.

"Es un hombre que se ha construido a sí mismo", diría entonces algún periodista crítico de RTVE y, entonces, se mostrarían imágenes de las saunas, del Peugeot y de aquella entrevista con Jordi Évole en la que aseguró que Telefónica y el Grupo Prisa le perseguían. Después, se hablaría de la cátedra de su mujer y podría incluso realizarse alguna comparación cinematográfica --ya saben, ficción-- con ella, la de House of Cards, con sus ínfulas, con su afán de huir de lo que en realidad es y transmitir cercanía con lo empresarial y lo académico. Con lo solidario. Lo que queda lejos de lo sórdido.

Y, entre tanto, la voz en off hablaría de la diferencia entre el hombre que persiguió el poder, a toda costa, y el hermano, artista. La voracidad frente a la sensibilidad. La piel de elefante frente a la de seda. El Bolshoi frente a Moncloa.

No deja de sorprender que, ante todas las posibilidades que existen para desarrollar la mejor serie de los últimos tiempos, con estos elementos, a partir de un instante, no haya ninguna productora cinematográfica que haya observado el valor narrativo de todo esto. No lo iba a hacer Movistar, dado que el potencial protagonista decidió que se invirtieran 2.300 millones de euros para tomar el mando de esa empresa. La que le persiguió en su día. Pero, ¿y el resto?

Ya nos perdimos, durante décadas, el relato de las interesantes andanzas del patrón del barco a su nombre; y se pasó de largo sobre cuestiones como que su hijo aprovechara el segundo día del estado de alarma para renunciar a su herencia. Se hizo leña del árbol caído mientras se hablaba de episodios sucedidos unas cuantas décadas atrás.

Ahora sucede lo mismo: frente a la gran historia de nuestro tiempo, tan patética como cutre en formas y peligrosa en el fondo, se vuelve a la Transición. Lo que a los autores de este país les sobra de voluntad para narrar el pasado le faltan de bemoles para describir el presente.

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