Mariano Rajoy ya es un señor de levitón, descendido de un cuadro de ateneo o de un carruaje frente al teatro, con luz de gas en las gafas, o salido de una mañana con duelo de pistolas como violines. Es verdad que siempre fue un poco así, atemporal y algo apolillado, serio y algo anisado, con su guasa de buelo con su anís. Pero ahora se lo notamos más, y no es por el tiempo ni por la edad, sino por la época salvaje que vivimos, que ha hecho que pase de moda no ya el terno de diputado, que era como un uniforme de húsar, sino la propia política y la propia verdad. Hablar de la política como arte o ciencia o filosofía, con coro de profesores de Óxford con capita o de ministros pianistas (alguno tuvimos) hace a todo el mundo viejo, es como hablar en latín o hablar a vapor. El libro de Rajoy, que se presentaba en el autorio Rafael del Pino, por las traseras casi proscritas de la Castellana, se llama El arte de la política, como de un Sun Tzu de por aquí, y no es nada académico ni pretencioso. Está escrito más bien como un catecismo juvenil, pero con un estilo de chino de Galicia, entre el refrán, la galletita de la suerte y la iluminación del anís del abuelo. Pero aun con el estilo de Rajoy, que es el de la conversación con paraguas en la parada del bus, habla de una política que parece de romanos (de romanos con paraguas). Esa política ya no existe, estamos en la era de los bárbaros, y por eso Feijóo, a su lado, sólo parecía el otro padrino mojado del duelo a pistola o violín.
Rajoy parecía que iba a hablar de trenes, y Feijóo a ponerse gorra de revisor. Es lo que pasa cuando la política ha devenido en guerra a muerte, que cuando uno intenta volver a la política del consenso, de la moderación, del interés general, de la realidad, de la gobernanza, o al menos intenta escribir un libro o librito con aforismos y frontispicios de esa inspiración, la cosa parece cine mudo. Yo creo que hasta la gente que iba a verlos parecía de cine mudo, o del Titanic, o al menos de La Clave. Yo me fijé enseguida en Soraya Sáenz de Santamaría, muy enseñoreada, dando besos y abrazos intesísimos, de señora curada, revivida o purificada que ha vuelto de Baden-Baden. Uno miraba a ver si veía el bolsito, su famoso bolsito, como si fuera un maletín nuclear. Tanto arte de gobernar, pensaba uno, para que sustituya al artista un bolsito como de madre de Yurena. Pero no vio uno el bolsito, que quizá ya no lo lleva, porque es como llevar no ya una bomba atómica sino una urna de cenizas, no ya peligroso sino de mal gusto.
Lo mismo también vamos a tener que esperar a leer un libro de Feijóo para saber cómo es el arte de gobernar, o de no gobernar
Los gobiernos de Rajoy tampoco es que fueran la República de Cicerón, ni Rajoy un Cicerón de barbería, pero los recordatorios de lo que debe ser la democracia y la gobernanza llenaban la sala de asentimientos melancólicos. Claro que todo allí era melancólico. Fátima Báñez seguía como queriendo ser una pastorcilla con Virgen y corderito, Ana Pastor mantenía su aura de cátedra y beatitud, Jesús Posadas era como un viejo director de orquesta con el pelo tieso, Javier Arenas se había hecho abuelo de cuento, con gafas de leer el cuento, Jorge Fernández Díaz había virado completamente al blanco y negro, como antes de diluírse o fundirse cinematográficamente… “La vieja guardia”, decía alguien saludando a otro viejo guardia, con palmetazos como prusianos, porque aquello era como un crucero de la nostalgia. De los que no han llegado todavía a guardia ni a viejo estaba Bendodo, siempre algo perdido, con su aire de rencién ascendido que en realidad ascendió hace mucho pero la gente no se lo cree, y quizá él tampoco. Y, claro, Feijóo, hijo, heredero, entremedial, ni joven ni viejo, ni de cine mudo ni de color, con un traje con un tono de gris levemente más azulado o un tono de azul levemente más gris que el de Rajoy.
La verdad es que todo era tristemente viejo, casi vienés, porque ya digo que la política ha desaparecido como la caballería y allí parecían todos oficiales de caballería. Bengino Pendás, historiador de las ideas, jurista, erudito, académico y un poco romano de ahora, y que ha prologado el libro poniendo todas las ortodoxias clásicas de la democracia liberal como si fueran grecas, aún se preguntaba “qué es la política”, como en el El club de los poetas muertos se preguntaban “qué es la poesía”, para que luego el académico matara la poesía. Pendás no la mataba, sólo decía cosas como que debía ser “noble” (era un romano artúrico, que quizá el rey Arturo era romano). No la mataba pero se refería a algo que no existe, como si fuera la cuaderna vía. Eran todos allí como médicos de Rembrandt ante el cadáver de la democracia, con el sombrero y la gorguera. Parecían que hablaban de la desmotadora en tiempos de la IA. Ya sabemos cómo debe ser la democracia, ya sabemos que el populismo es antipolítica, lo que queremos saber es cómo piensan los pensadores, los escribidores, los mecedores de la democracia y los candidatos a presidente que se puede recuperar cuando casi la han robado.
Feijóo, en su intervención, dijo que “gobernar es decidir”, que ya tiene gracia la cosa. Sí, es toda una autoparodia, casi como eso del arte de gobernar de Rajoy, que ya vimos que en él era un arte contemplativo, en el que las cosas más bien se gobernaban por ellas solas, los problemas se arreglaban ellos solos y, si no, ya habría otro presidente, o un bolsito, encargándose. Si algo no ha sabido hacer todavía Feijóo es decidir qué quiere hacer con el partido ni con España, pero había dejado la frasecita, el mármol, en medio de esta gente marmórea o marmolista. “La política es realidad”, “lo único serio es ser serio”, son esas frases de mármol de veladorcito con la que parece que vamos a terminar con la barbarie. Feijóo dio un poco el mitin, que en el Congreso no le dejan mucho, o no atina él muy bien (desde que no tiene gafas parece que necesitaba las gafas, que no sólo no va a poder leer sino que no va a poder gobernar sin gafas). “Tendré que reconstruir España”, nos dijo, pero la verdad es que todavía no nos ha dicho cómo, que es lo que falta entre tanto discurso con toga o farolillos.
Rajoy no ha dejado de ser Rajoy, así que habla con sabios refranes y con silbos de pájaro para decirnos, claro, que la democracia no es sólo votar, que es libertad individual con imperio de la ley, que son imprescindibles la separación de poderes y la independencia judicial, y que todo eso lo explica él, muy sencillamente, como si fuera Torrebruno, en su libro. Pero la verdad es que Rajoy, con su arte contemplativo de gobernar o no gobernar, no hizo nada por despolitizar la Justicia, ni tampoco hizo nada por evitar la tendencia de los partidos a convertirse en estructuras verticales, eclesiales, donde el trepa mediocre y obediente puede hacer carrera y hasta negociete, mientras la ciudadanía pierde toda la confianza en sus gobernantes. Con ese dejar hacer de Rajoy bajo su reloj de cuco, en su mecedora o en su sillón de barbería, se nos fue complicando el asunto catalán, fue creciendo el populismo y se fue pudriendo la partitocracia. Pero ahora viene a enseñarnos a gobernar como si enseñara caligrafía china.
Debe de ser más fácil gobernar con libros de sentencias, con cabañuelas de abuelo, con refranes de jarrillo. De ahí tanto libro de expolíticos en el que aún pretenden gobernarnos como en moviola, con toda la certeza y toda la despaciosidad. Y hasta con todo el arte, la gracia y la sencillez, que Rajoy es un poco la Gloria Fuertes de la democracia. Feijóo, adelantándose a los plumillas, recalcó que no le importaba que lo compararan con Rajoy (o Aznar), al contrario. Lo mismo también vamos a tener que esperar a leer un libro de Feijóo para saber cómo es el arte de gobernar, o de no gobernar, que a Rajoy le funcionó casi igual de bien. Quizá lo escriba, eso sí, cuando sepa cómo quiere gobernar. Puede que, incluso, cuando ya no gobierne.
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