Sospecho que mi tardía cruzada personal por la sobriedad comenzó el día en que casi muero triturado por las aspas de un dron que filmaba la entrada de los novios en un salón de banquetes de provincia.
Sería en una de esas bodas primaverales a las que todos terminamos invitados alguna vez; el enlace del hijo de unos vecinos del apartamento a los que sólo has conocido en bañador; el sólito evento al que uno promete acudir, entre el ruido de las fichas del dominó manipuladas junto a la pileta y el arrullo de dos chupitos de café licor, tras un homenaje veraniego de cáscara, arroz con cosas, una botella de rosadito y dos platos de profiteroles con todos sus sacramentos.
Apenas salidos los recién esposados de un imponente SUV de origen y ampulosa factura china -todo cromados, añagazas y pvc- allí les esperaba, entre lluvias de pétalos de rosas, carrusel de hombros tatuados con runas y dos obras maestras de Aitana, el diabólico aparato, zumbando con la solemnidad de un águila imperial que escoltara a dos influencers camino de la eternidad, previo paso por el último Stradivarius antes de la garita de la Guardia Civil en Andorra.
Ignoro si el General Castaños regresó así de henchido al Cádiz liberal después de vencer a los ejércitos napoleónicos en Bailén, o si aquel picado digital del artefacto, ejecutado con milimétrica precisión esquivando columnas dóricas, guirnaldas y hectáreas de césped artificial, habría servido -qué sé yo- para inaugurar la Presa de las Tres Gargantas, el año Dan Brown en el All Souls oxoniense o la Tomatina de Buñol, puestos a buscar fastos universales con vocación de toma cenital.
Tal vez fuera el olor imperante a jabón de Marsella, las interjecciones y modismos fraternales de los invitados -bro, literal, me puto estalla la cabeza- o el vuelo rasante del dispositivo entre aquellos jóvenes contrayentes, ya en escorzo, enseñando cacha, bíceps y ropa interior de marca, pero fue entonces que entendí -tampoco ayudó, ay, la barra libre de ginebras rosas y los taponazos de pacharán- que quizá habíamos cruzado como civilización un umbral invisible, que habíamos pasado ya el Rubicón social hacia la destrucción completa de la austeridad como actitud, con parada obligatoria en el atentado consciente contra la propia intimidad y la discreción, asumido ya que la espectacularidad no es una excepción festiva para días señalados, sino el modo ordinario, ortodoxo y querido de estar todos en este mundo.
¿Tan mal estamos, papi? me espetó alguien al verme palidecer junto a la mesa de chuches y macarons. Pensé entonces que, en las antípodas de esta nueva estética convencional ante el sentimiento y la intimidad que todos vamos practicando ya con rijo en los casamientos y otros actos sociales, estarían esas experiencias más íntimas y graves, los episodios más penosos y desgarradores de la existencia, resistiendo, con estoica sobriedad, a esta festivalización urgente de los sentimientos, como una inaccesible celda de clausura en el alma, como un recodo ajeno a la intemperie, como un dique de contención frente a la heroicidad y el fasto imperante.
Sin embargo, tampoco la vivencia del dolor, la experiencia del duelo o de la enfermedad escapan ya de esa teatralidad antaño reservada a la plañideras, los tontos del pueblo y a los hipócritas esperando la lectura del testamento, recordé haberle leído en algún sitio a mi colega Benito Enríquez. Se dramatiza el sufrimiento, se exhibe la superación, se propone la alegría como obligación y no como don imprevisto, estrechando el cerco sobre los tristes, los afligidos, los perdedores de la carrera de la vida.
Decía Claudio Magris que la modernidad no había destruido la interioridad, sino que la había “desordenado” y tal vez tuviera tenía razón el escritor y profesor italiano, que también fue Senador en su país, no sé si antes o después de escribir esto. Ahora que la vida cotidiana se ha convertido en una colección de extravagancias coreografiadas y publicadas, que todo, desde una merienda de pan con tomate, hasta un seminario de blockchain para peluqueros necesita brillo, relato, explosión o impacto, diríamos que no es que hayamos perdido la capacidad para practicar la sobriedad, es que ya no sabemos cómo convocarla, dónde colocarla, qué hacer con ella en un mundo que nos llama constantemente al espectáculo, a ese escenario paredaño, no pocas veces, con la vergüenza ajena y el ridículo más espantoso.
Y conviene confesarlo: tampoco nuestra lengua, lo que decimos y publicamos es inocente de este pecado de teatralidad grandiosa. Uno quisiera escribir, veréis, con la sequedad luminosa y mineral de Azorín, con ese ritmo que, señalando a las pequeñas cosas -un reloj, el colegio de los Escolapios de Yecla, una nube, la pared encalada- parece desvanecerse entre lo importante, pero el mundo -lo de ahí afuera- nos empuja hacia otras regiones más grotescas, hacia la manifestación floral, hacia el exceso descriptivo, los fuegos artificiales retóricos y el empacho de metáforas sensoriales; y así, casi sin proponérnoslo, terminamos escribiendo -o tratando de escribir- con la prosa exuberante de Blasco Ibáñez después de tres jícaras de chocolate, dos contubernios republicanos y un compromiso millonario con una buena casa editorial de Buenos Aires.
Hubo un tiempo en que la literatura y la vida aspiraban a la sequedad del páramo, un periodo en el que sin remontarnos a la mística castellana, hasta Antonio Machado, prefería "conversar con el hombre que siempre va conmigo", antes que posar y debatir, como nosotros ahora, con una legión de contactos y avatares que aplauden nuestra vacuidad y nuestra arrogante medianía, que endosan ruidosamente la inflación permanente de gestos, palabras y emociones con las que firmamos cada cosa que ejecutamos, como si cada acción humana -abrir un melón, escribir un soneto, crear una start-up- necesitara de un envoltorio espectacular y un fogonazo de sinceridad compartida y legitimadora.
¿Cómo reconciliar, entonces, esa necesidad de introspección temporal con una sociedad que parece diseñada por un community manager hiperventilado? ¿Cómo permanecer callado cuando el ruido – a veces convertido en política pública- es el verdadero lenguaje de la tiranía moderna?.
Si el pasado nos enseñó que la vigilancia era el principal enemigo de la libertad (del panóptico de Bentham al fraile confesor o la vieja del visillo), el presente nos demuestra que la exposición compulsiva y frondosa ha superado con creces a la amenaza de una vida bajo la observación y el escrutinio de los demás. Abiertos ya en canal nadie nos vigila, pues nos exhibimos voluntariamente y a gritos. Y en este escenario pre-bélico, la discreción deja de ser un talante personal para ser una estrategia de soberanía, un escudo frente al dislate universal y alienante de contarlo todo y a todos, vivido de párpados y boca para adentro.
¿Y la vida pública? Si hemos de creer a los clásicos, la política es el arte de la prudencia, una virtud que comienza -claro- por la contención del yo. En este estado de cosas, metidos de cabeza en este festival de espectacularidad esclerotizada, no podemos dejar de preguntarnos cómo puede un ciudadano emitir un juicio sereno sobre la complejidad del Estado si ha perdido la capacidad de gestionar el simple control y recato de su propia vida, o cómo vamos a enriquecer un debate con ideas cuando la atención se somete a la trampa del abuso de los artefactos narrativos o cómo, acaso, en tiempos de necesidad colectiva, tendríamos que volver la mirada ansiosa hacia quienes bailan en las redes sociales, se hacen fotos de los pies o insultan, por tradición, desde las tribunas del Congreso.
Quizá por eso sorprende tanto encontrar, en medio del ruido contemporáneo, a quienes todavía conservan la elegante costumbre de no hacer alarde de nada. Esa gente sospechosa que viste sin necesidad de cruzarse el pecho de logotipos, que opina sin necesidad de gritar, que lee sin necesidad de ir a contárselo al prójimo; aquel que trabaja bien en lo suyo sin intención de liderar hueste alguna ni exhibir la determinación de convertir cada logro en un eslogan. El ciudadano que no necesita vestir un pinchazo en las ventas del mes, una multa de tráfico o una carrera popular en mallas por Coslada con un relato épico, con una epopeya urbana y coral que empequeñecería la dignidad austera de todo un Leif Erikson poniendo el primer pie de un occidental en las prístinas costas de Vinlandia.
Ser discretamente feliz hoy, pasaría, tal vez, por introducir pequeñas grietas en la espectacularidad del día a día
Viendo la serenidad de estos héroes de la cotidianidad discreta y contenida, apreciando el carisma del paisano, la intuición silente del tímido y la experiencia del abuelo, uno pensaría que no hace falta convertirse en un asceta emocional para regresar a un cierto equilibrio circunstancial entre vida y obra, al contrapeso entre las luces de la escena y la intimidad, a la carrera neutralizada entre el ruido y la devoción. Ser discretamente feliz hoy, pasaría, tal vez, por introducir pequeñas grietas en la espectacularidad del día a día; hablar un poco menos y escuchar un poco más; no fotografiar cada plato que cocinamos como si fuera patrimonio de la humanidad; dejar que el tiempo pase sin más propósito que el de acompañarlo y disfrutar.
La templanza así postulada, dicen los austeros de verdad, no sería un regreso reaccionario a las maneras y usos amarillos del pasado, ni estética de cartujo contemplativo, ni tampoco una pose minimalista de diseño escandinavo, sino una forma de resistencia civil, intelectual y emocional, un afán por recuperar la sobriedad como un acto íntimo, casi clandestino, proyectado en acciones tan diáfanas como bajar el volumen del altavoz del móvil en el tren, abstenerse de opinar de todo y contra todos, mantener la disciplina casi heroica de no convertir cada gesto en una declaración pública para asumir, en fin, resignados y tranquilos, que la vida de uno tiene poco de inspirador para los demás, aprendiendo a enfrentarnos al silencio y al paso del tiempo como quien mira un paisaje y no los destellos engañosos y palpitantes de una pantalla led.
Quién sabe. Llegados a este punto, tal vez así alguien nos mire, reconociéndonos, más que la ejemplaridad universal de una virtud, el mérito pequeño y azoriniano de hacer de la sobriedad un cotidiano acto de rebeldía.
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