Se preguntaba un contertulio de LaSexta el domingo por la noche qué había podido pasar en la localidad cacereña de Talayuela para que Vox haya mejorado su resultado en 25 puntos, hasta el punto de empatar con el Partido Popular en porcentaje de voto (37,2%) y superar de forma holgada a los socialistas (19,6%). Varios medios de comunicación habían remarcado en las semanas anteriores a las elecciones que una de cada cuatro personas de esta localidad es de origen marroquí y que existe una convivencia ejemplar, hasta el punto que unos se han adaptado sin problemas a los usos y costumbres de los otros.

Siempre es una buena noticia que la convivencia en una comunidad sea pacífica, pero es evidente que la mejora del resultado de Vox tiene que ver con el elevado porcentaje de población extranjera del municipio. Es un voto de protesta y eso no convierte al ciudadano enfadado en un ultra, sino en alguien que considera que el discurso de la formación dirigida por Santiago Abascal sobre la necesidad de controlar la inmigración es el que más se acerca a su forma de pensar. 

Resultados similares al de Talayuela se registraron el domingo en otros municipios con un porcentaje significativo de inmigración, dentro de una región en la que el número de extranjeros no es tan elevado como en otras. En Toril, Vox logró el 31% del voto y en Saucedilla, el 30%. La población extranjera supera el 20% en todos los casos.

No tengo ninguna duda de que todos los cambios sociales y demográficos son mucho más complejos de entender de lo que parece y que las aproximaciones partidistas y periodísticas suelen quedarse lejos de la realidad, es decir, del suelo, donde en cada barrio se producen situaciones diferentes según sea su nivel de renta, la situación previa del municipio, su actividad económica principal, la edad de su población o el origen o la religión de quien viene.

Pero parece evidente que la llegada de cientos de nuevos vecinos, en poco tiempo, genera problemas de varios tipos que experimentan, de igual modo, los recién llegados, los extranjeros que ya están adaptados y, por supuesto, los autóctonos, que, ante esas circunstancias, cuando votan, protestan contra ese fenómeno.

Similitudes con otros lugares

Esto no es nuevo y se produce principalmente con la población africana, cuya llegada ha modificado el paisaje en muchas zonas de Europa Occidental y ha generado problemas que han sabido capitalizar los partidos de derecha radical, que han germinado en todo el continente mientras las fuerzas moderadas rechazaban cualquier protesta contra las dificultades de integrar a todas esas personas.

Existen varias actitudes una vez se detecta este malestar social: una es la de negar esa realidad, otra es la de calificar de extremista a todo ciudadano que lo denuncia (lo sea o no, de forma más o menos transitoria); y otra es la de intentar plantear soluciones para que esas bolsas de descontento no crezcan con el paso del tiempo.

Se puede declarar la “alerta antifascista” ante cualquier iniciativa que promueva una inmigración más ordenada –desde para hacer viable la educación pública hasta para no empeorar el problema de la vivienda– o se puede intentar abordar la cuestión de forma racional. Existen dos opciones al respecto. La más recomendable es la segunda, aunque la que más conviene a los oportunistas es la primera, de ahí que se hayan acostumbrado a adjetivar con todo tipo de improperios a quien denuncia, con mayor o menor razón, que su barrio es peor actualmente que hace 10 o 15 años; o a quien, extranjero, magrebí, incide en que sólo aspira a trabajar y a prosperar. Ni a imponer ni a delinquir.

Las condiciones de vida

Se mezclan en España algunos ingredientes adicionales que podrían disparar esa indignación en los últimos años y que están relacionados con las condiciones de vida. O sea, con la desesperanza a la que conducen irremediablemente el problema de la vivienda –que es de oferta, demanda y excesiva regulación–, los salarios bajos y la aparente contradicción entre el aumento de la carga fiscal, en un tiempo de inflación y el deterioro de determinados servicios públicos. Por estar sobrecargados o por la dificultad para invertir en su renovación, ante la falta de debate serio sobre el gasto público.

Partidos y analistas pueden menospreciar a quienes denuncian que alquilar o adquirir una casa es más difícil que nunca, al igual que se pueden referir como ‘racista’ a quien se opone a que su barrio absorba más inmigración. Esa actitud ante el ciudadano enfadado es errónea. Es similar a la que manifestó cierta derecha cuando la emprendía contra las víctimas de la crisis económica que respaldaron a Podemos en las urnas y les llamaba "inconscientes".

No es casualidad que Vox haya mejorado tanto su porcentaje de voto en Talayuela, como tampoco lo es que en el pasado haya conseguido resultados similares en municipios con un elevado porcentaje de inmigración africana –generalmente, por cierto, atraída por el duro trabajo del campo– o con focos de inmigración ilegal. No dudo que hay oportunismo en ese discurso, pero también es cierto que a pie de calle hay personas que se sienten identificadas con él por el mero hecho de que señala que la integración a veces es compleja, lenta o imposible; y que las consecuencias de eso las pagan los españoles de rentas más bajas. 

No son fascistas los ciudadanos descontentos, como tampoco son “negacionistas” los vecinos de Almaraz que, tras manifestarse contra el próximo cierre de su central nuclear, han concedido el 23,1% de los votos al partido de Abascal, que es el que ha manifestado una mayor oposición a la transición energética. En ese municipio, su resultado ha sido mejor que el del PSOE (17,1%).

La tentación de la izquierda durante los últimos años ha sido la de situar una etiqueta sobre cada ciudadano que se opone a su programa, antes de iniciar cualquier debate sobre cuál es la postura más razonable. Pablo Iglesias fue el primero en declarar la “alerta antifascista” en 2018, tras las elecciones andaluzas en las que Vox consiguió su primer buen resultado, y Pedro Sánchez adoptó su fórmula unos años después, cuando a todo el que le investigaba, le contradecía o hablaba mal de él le asignó el prefijo ‘pseudo-’. Pseudo-sindicato, pseudo-medio, pseudo-periodista, pseudo-demócrata...

Esa estrategia no funciona porque cada ciudadano enfadado no equivale a un ultra; y cuanto más se le insulta, más se distancia. Entiendo que en Vox no quieran publicitar mucho este fenómeno, dado que cada vez que un socialista pronuncia las palabras machista, negacionista, fascista o racista su porcentaje de votos aumenta en alguna décima, entre quienes no entienden esa actitud, quienes acaban de recibir la carta que anuncia el importe de la nueva tasa de basuras o quienes se quedarán sin trabajo por algo relacionado con los planes de descarbonización.

Personalmente, rechazo la demagogia de los extremos hacia problemas tan serios como la inmigración, el desencanto de los jóvenes, el gasto público o la crisis demográfica. Mi actitud es la de desconfiar, por sistema de mesías y radicales, incluso de los que se presentan como moderados o como estadistas. Lo que resulta del todo incomprensible es que haya debates que son necesarios, pero sobre los que no se proponen ideas, debates y soluciones por temor a ser encasillado de…

Por cierto, si Núñez Feijóo quiere aspirar a mejorar sus resultados y a que las personas consideren al PP como una alternativa sólida de gobierno, debería empezar por ahí. No hablo de adoptar lo peor de la derecha populista europea, sino de hablar de lo que importa. De condiciones de vida, de cómo va a fomentar la iniciativa privada, de dónde y cuánto va a reducir impuestos y de cuál es su propuesta sobre pensiones, inmigración o mercado laboral. Si especula, se equivocará.