La enfermedad y muerte de Rock Hudson hace 40 años conmocionaron al mundo y precipitaron un cambio de actitud respecto a un mal que golpeaba silenciosamente en todos los continentes. El sida no tenía tratamiento eficaz y se cobraba vidas en cuestión de meses, rodeado de miedo, estigma y rumores. Hudson fue la primera gran estrella de Hollywood que admitió padecerlo, aunque no lo hizo en una rueda de prensa acompañado de Doris Day, como muchos creen, sino de forma indirecta, a través de un comunicado emitido por sus representantes tras ser ingresado en un hospital de París.
Pocos días antes, había aparecido junto a Day en la presentación de Doris Day’s Best Friends, un especial de televisión por cable dedicado a los animales y la vida cotidiana que ella grababa para la cadena CBN (Christian Broadcasting Network). Hudson participó en el primer episodio, grabado en la casa de Doris Day en Carmel, California. Esa emisión se convirtió en documento histórico porque mostraba de manera evidente el deterioro físico del actor.
Las imágenes de ambos en la presentación se convirtieron en icono de la tragedia: la sonrisa inquebrantable de ella, el rostro devastado de él. La pérdida de peso y el rostro demacrado del actor hablaban por sí mismos. También el gesto de su compañera de comedias románticas –antes de que se llamaran así– como Confidencias de medianoche o Pijama para dos, apoyando a su amigo aunque él nunca le confesara la verdad. Porque nada le dijo ni se dijo al respecto en aquella aparición ante los medios. No hubo confesión ni confidencias ante las cámaras. "Estaba muy enfermo. Pero yo quise quitarle importancia, me acerqué, lo abracé y le dije: Qué alegría verte", recordaba la actriz, ejemplo de humanidad frente al de otras estrellas del viejo Hollywood que le dieron la espalda o directamente le condenaron.
Hollywood, la fábrica del silencio
En Hollywood, la discreción era norma. Los agentes y publicistas llevaban décadas ejerciendo de guardianes de las vidas privadas de las estrellas. Hudson había sido moldeado desde los años 50 como el rostro perfecto de la virilidad estadounidense: alto, atractivo, impasible. Su homosexualidad era un secreto de pasillo que se mantenía a base de contratos de confidencialidad, rumores desmentidos y matrimonios de conveniencia. Cuando la enfermedad apareció, el reflejo fue el mismo: negar, ocultar, maquillar.
El miedo al contagio se mezcló con la ignorancia. En los rodajes de televisión comenzaron a circular directrices tácitas: evitar besos, minimizar contactos, incluso cambiar guiones. El caso de Dinastía fue paradigmático. Hudson interpretaba a Daniel Reece, el amante de Krystle Carrington. Un beso con Linda Evans desató rumores de peligro, como si la ficción pudiera transmitir el virus. Evans salió a defenderlo públicamente, asegurando que no temía por su salud. El gesto fue interpretado como heroico, pero lo que reflejaba era el grado de paranoia que reinaba en la industria.
Mientras tanto, funerales discretos se repetían en Los Ángeles y Nueva York. Coreógrafos, maquilladores, secundarios de musical… La lista de muertes se multiplicaba bajo el paraguas del eufemismo: "cáncer", "enfermedad respiratoria", "fallecimiento repentino". Todo menos la palabra prohibida. "Sabías por qué había muerto, aunque nadie lo dijera en voz alta", recordaría un técnico años después.
París, el comunicado y una imagen imposible de maquillar
A finales de julio de 1985, Hudson ingresó en el Hospital Americano de Neuilly, en las afueras de París, tras desmayarse en el Hotel Ritz. La noticia corrió rápido: el actor padecía un cáncer de hígado inoperable. Pero pocas horas después su publicista se vio obligado a confirmar lo que los rumores ya daban por hecho: "Rock Hudson tiene sida" y iba a someter a un tratamiento experimental en Francia. Por primera vez, la palabra aparecía junto a un rostro mundialmente conocido. Los periódicos lo llevaron a portada, las televisiones interrumpieron su programación. La epidemia dejaba de ser una pavorosa estadística y se convertía en tragedia personal. En septiembre, Hudson viajó a Los Ángeles para ingresar en el hospital Cedars-Sinai. Murió el 2 de octubre de 1985, a los 59 años.
La imagen del galán que había representado la masculinidad ideal en los años 50 y 60 se derrumbaba frente al mundo. El contraste era demasiado violento para el mito. Aquellas fotografías de Hudson demacrado expusieron lo que los estudios llevaban años intentando esconder: que Hollywood también estaba enfermo, y que el sida no era un asunto marginal.
El estigma no desapareció. Muchas figuras cayeron sin hablar abiertamente de lo que les sucedía. Todavía dos años después, el extravagante pianista Liberace falleció sin pronunciar jamás la palabra sida. Su entorno sostuvo hasta el final que había fallecido de una "insuficiencia cardíaca". La autopsia lo desmintió, pero la farsa se mantuvo. Lo mismo ocurrió con otros nombres de la industria, condenados a un anonimato forzoso incluso en la muerte.
Hudson, demasiado célebre para desaparecer discretamente, acabó siendo la grieta por la que entró la verdad.
Giro nacional, en Washington y en Los Ángeles
Hasta entonces, la administración Reagan había mantenido un silencio atronador. El presidente no había mencionado la palabra sida en público durante los primeros años de la epidemia. Solo en diciembre de 1985, dos meses después de la muerte de Hudson, Reagan declaró la investigación sobre la enfermedad "prioridad nacional número uno". Lo hizo tarde, cuando el virus ya se había cobrado miles de vidas, pero marcó un punto de inflexión: el sida dejaba de ser el "cáncer gay" de los rumores y las primeras noticias que saltaron en 1981 para convertirse en una emergencia nacional.
La conmoción por la muerte de Rock Hudson no solo cambió la conversación pública: también impuso un cambio de actitud en la propia industria del cine. Hasta entonces, las grandes estrellas y los estudios habían evitado implicarse. La enfermedad era percibida como un estigma que podía arruinar carreras. Pero a finales de 1985, con el eco del caso Hudson, comenzaron a multiplicarse los gestos de apoyo.
Elizabeth Taylor, amiga cercana de Hudson, dio un paso al frente. Mucho antes del lazo rojo, fue una de las primeras figuras de Hollywood en asociar abiertamente su nombre a la causa, recaudando fondos y hablando en público sobre la necesidad de investigación. Su compromiso cristalizó poco después en la creación de la American Foundation for AIDS Research (amfAR), que canalizó donaciones millonarias hacia la investigación médica. Donde otros temían por su reputación, Taylor convirtió el activismo en parte de su legado.
También se produjeron virajes discretos pero significativos en la industria. Actores y actrices que hasta entonces habían evitado pronunciar la palabra "sida" comenzaron a aparecer en galas benéficas, en anuncios de concienciación o en campañas de recogida de fondos. Las Hollywood Cares Benefits de finales de los 80 recaudaron millones de dólares, uniendo a intérpretes, músicos y directores en torno a una causa que, por primera vez, se asumía como compartida.
El miedo inicial a perder contratos o a ser asociados con el virus fue cediendo espacio a una conciencia distinta: el sida no era una amenaza lejana sino una realidad. El tabú no desapareció de un día para otro, pero la espoleta de Hudson abrió la vía para que Hollywood se movilizara en público, con nombres propios y con dinero.
Visibilidad y homenaje
Su muerte abrió una grieta en el silencio, y por ella empezaron a surgir gestos de visibilidad y duelo colectivo. Apenas un mes después de su fallecimiento, en noviembre de 1985, en San Francisco nació el AIDS Memorial Quilt. La iniciativa la promovió el activista Cleve Jones, que había participado en las marchas contra el silencio político y mediático alrededor de la enfermedad. El 27 de noviembre, durante la vigilia anual en memoria del concejal gay Harvey Milk y el alcalde George Moscone, asesinados siete años antes, Cleve Jones pidió a los asistentes que escribieran en carteles los nombres de amigos y seres queridos fallecidos de sida y los pegaran en la fachada de ese edificio. Al verlos alineados, recordó después, le parecieron "como una colcha" (a quilt). De esa imagen nació la idea: coser una gran manta donde cada panel recordara a una víctima.
Lo que comenzó como un gesto local pronto se convirtió en un símbolo internacional. El quilt fue creciendo con los años: trozos de tela enviados desde todas partes del país, confeccionados por familiares, amigos y compañeros de quienes habían muerto. Cada panel llevaba bordados, fotografías, frases, objetos personales. Un gesto íntimo y político. Frente a los funerales discretos y los certificados de defunción en los que nunca aparecía la palabra "sida", la colcha proclamaba en público lo que se quería negar.
La tragedia de Hudson forzó a la sociedad a mirar la enfermedad de frente y ayudó a que otros perdieran el miedo a dar nombres, a contar historias, a reclamar memoria. El quilt, que se exhibió por primera vez en el National Mall de Washington en 1987 con miles de paneles, era la cristalización de una nueva forma de duelo compartido: visible, orgulloso, cargado de dignidad.
Cuarenta años después de su muerte, Hudson sigue siendo recordado tanto por sus melodramas con Douglas Sirk como por su papel involuntario en la historia del sida. No fue el primer famoso en enfermar, ni el primero en morir. Pero fue el primero en forzar a Hollywood, a los medios y a la política a reconocer lo que se intentaba negar. Su muerte convirtió en urgente lo que se prefería callar, y cambió para siempre la percepción de una enfermedad que ya no podía ocultarse bajo eufemismos.
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