El sitar es simple como una calabaza unida a una madera y a unas cuerdas de acero, pero se complica superponiendo adherentes, trastes de latón y decoración de todas las formas y colores. Su melodía, delicada y onírica, atrae como los dulces a un niño, pero en sus tripas está formada por cuatro cuerdas principales, tres más que sirven de acompañamiento rítmico y entre 11 y 19 cuerdas de simpatía, que suenan de fondo, en segundo plano. Sin embargo, esas cuerdas son un murmullo necesario para que el sitar sea un sitar.

Y eso, eso es la vida en algunos lugares.

La mañana de Delhi no es clara, sino traslúcida sobre las copas de los árboles y las cabecillas de los edificios. La ciudad se ve a través de un papel de cebolla. Las aves rapaces sobrevuelan la mística de sus calles estrechas y sus explanadas. Desde primera hora, algo se agarra al pecho, esa calima espesa se mete dentro y en tu nariz se adhiere el olor cálido de las especias. A veces ese olor se vuelve demasiado envolvente.

Y el frescor de esas primeras horas parece avisar de que ya se está yendo y que en adelante solo queda buscar buenas sombras durante el día.

En la mesilla reposa la nota que encontraste por la noche sobre la almohada en un duro papel rugoso, como una invitación a un importante acto. La cita de Yeats dice algo así como que el sueño es un medio de transporte a paisajes dorados. Nunca pensaste en el sueño como un medio de transporte.

Y la fruta sigue ahí. Te han metido demasiado miedo con la comida, solo comida envasada.

Por los pasillos del hotel, los trabajadores se pegan a la pared a tu paso y bajan la cabeza. Las pisadas, amortiguadas sobre la moqueta roja saturada de figuras. Uno se siente dueño de una empresa manufacturera haciendo una fortuna en las colonias. Y uno sabe cómo acaban las colonias y los colonizados.

El sitar tiene la capacidad de absorber tu atención y montarte en una alfombra voladora. Todo queda debajo y tú allá arriba tratando de construir una melodía a partir de lo que escuchas. El sitar tiene el amanecer metido dentro y te dice que frenes, que no hay tanta prisa. Te acaricia. Hace tiempo que quieres un sitar y aprender a tocarlo.

El calor se pega a tu espalda en los mercados. Gente, mucha gente. En las calles, en las tiendas, en los autobuses, en las oficinas. Hay gente tumbada en las rotondas viendo pasar a millones de coches llenos de gente. Y la gente lo comenta señalando a la gente. De fondo, en segundo plano.

Bruma, gente, coches, especias…todo se junta, se mezcla y tú andas por allí como ensimismado. No hay que correr, es mejor no hacerlo.

En Jama Masjid, los zapatos se quedan en la puerta, pero las cámaras de fotos entran. En los soportales, las alfombras se extienden por todo el suelo. Los rezos son una forma de higiene. Un niño desnudo se acerca a una especie de estanque y aparta a una paloma para beber. El niño, la fruta.

Hay gente tumbada en las rotondas viendo pasar a millones de coches llenos de gente

Old Delhi está ahí abajo. Cables se entrecruzan en la callejuela, como las raíces de un árbol. Nadie puede saber cuál va a dónde y si falla se quedará allí muerto. Los peluqueros tal vez no tengan luz y por eso sacan sus sillas a la calle. Nunca me han cortado el pelo en plena calle. En ese momento en el que el peinado no es el que era ni el que será, que te sientes terriblemente feo y vulnerable en manos del peluquero…hay pensamientos fabricados por los occidentales.

La gente, mucha gente, se acerca a curiosear, a pedir. No se mendiga, pedir es un trabajo, como otro cualquiera. Primera potencia es un concepto ambivalente.

En Raj Ghat te sientas a contemplar la piedra de mármol negro que reposa en una especie de patio. Una foto de Ghandi. Allí fue incinerado. La estética más austera. Un mármol negro, como los escalones de entrada al hotel. Nada más. Cerca está el río Yamuna y (seguramente sea tu imaginación) huele a carne. Respeto, muchísimo respeto.

Piensas en Gandhi, en potencias mundiales, en niños y en fruta…y en comprarte un sitar. Después de comer algo envasado sigues andando y la calle comienza a caer la noche entre el bullicio de gente. Se te ocurre sacar del bolsillo el dinero para ver cuánto te queda.

La siguiente media hora habrá un niño tuerto que te seguirá. Estaba con su madre y su hermana pequeña, un bebé desnudo, pidiendo en la calle. Te sigue por calles y más calles. Se desplaza por la ciudad contigo para conseguir algo de dinero.

Se lo das, pero sin que te vean, con el miedo de verte de pronto rodeado de niños tuertos que se alejan de sus familias en busca de unas rupias. Hay pensamientos que fabrican los occidentales.

Hay pensamientos que fabrican los occidentales

Coges el primer rickshaw que ves pasar. Necesitas coger un medio de transporte al menos para poder salir unos minutos de la calle y ver la India como quien ve la tele. El sueño como medio de transporte. No es más que una moto con una carrocería verde y amarilla encima. El contador es difícil de entender, pero sabes que el timo no será excesivo.

Frena, acelera, gira, frena, gira y acelera, como muchos otros rickshaw pasando a pocos centímetros, como en una verbena de coches de choque en la que existe una coreografía. La dirección que te han dado en el hotel puede que sea un apaño entre el recepcionista y el encargado de la tienda.

En Delhi se ha hecho de noche. No se ve la bruma, pero está ahí agarrada al pecho. El conductor te habla y se ríe, y tú te ríes porque él se ríe. Gandhi habría abrazado a este tipo aunque le hubiera timado. Respeto.

Las luces fluorescentes le sacan los colores a la ciudad. Es un gran espectáculo de brillos, tonalidades y olor intenso. La gente vive, como en todas partes.

La tienda vende telas, pero el conductor te dice que baje al sótano, que me espera. O eso crees. Elegantes saris, muchos, colgados por las paredes. Sabes que es una tienda que no pisan los indios, sabes que en la India todo son pactos y acuerdos. Bajas abajo y en una pequeña sala hay un tipo con pantalón negro y camisa blanca. Un bigote y, tras la sonrisa, unos dientes descolocados y anormalmente grandes.

A su espalda, sitares de diferentes tamaños. Unos más grandes y otros más pequeños, con más octavas y con menos. De madera clara y oscura. Las sonrisas se hacen silencio. Contemplas cuál es el que te habla, pero sabes que depende más de cuál es el que cabrá en el avión.

Te pide 11.500 rupias, le dices que 4.000 son suficientes. No, 10.000. No, 5.000…arriba y abajo. El regateo es una ceremonia en la que siempre vas a perder, pero que hay que pasar para poder comprar el sitar. Al final se queda la cosa en algo más de 7.500 rupias. Menos de lo que habrías pagado en casa y mucho más de lo que a él le habrá costado. De regalo un libro para aprender a tocar el sitar. Ha sido un buen trato.

El conductor sigue ahí y entre el caos de Delhi, te devuelve al hotel. Aplicas la ducha caliente directamente al pecho para deshacer la tos que la calima te produce y después, con el albornoz limpio y las zapatillas que regala el hotel, te tumbas en la cama. La fruta sigue ahí. La India es eterna en sus más pequeños detalles. Por fin te has comprado el sitar y parece que te has comprado la India entera.

Abres el manual que te han regalado con el instrumento. El sitar tiene cuatro cuerdas melódicas, tres más que sirven de acompañamiento rítmico y entre 11 y 19 cuerdas de simpatía, que suenan de fondo, en segundo plano. Sin embargo, esas cuerdas son un murmullo necesario para que el sitar sea un sitar.

Y eso, eso es la vida en algunos lugares.