En el mapa latino de la música digital ya no basta con una voz reconocible, un beat pegajoso o un video viral: hay que inventarse también un personaje tipográfico. La primera prueba no se da en el escenario ni en el estudio, sino en el buscador y en el hashtag. Y ahí es donde empiezan los malabares: nombres escritos con números, vocales repetidas, mayúsculas intercaladas o grafías imposibles de pronunciar sin parecerse a una contraseña olvidada.
El fenómeno no es nuevo, aunque ahora se haya llevado al extremo. Pedro Infante fue Pedro Infante, José Rómulo Sosa se convirtió en José José y Elmer Figueroa decidió llamarse Chayanne. Hasta ahí todo tenía cierto aire de elegancia comercial. La generación urbana inspirada en el hip-hop ya había ensayado los alias en inglés –Don Omar, Daddy Yankee, Nicky Jam–, pero los artistas de hoy empujan los límites como si su identidad dependiera de llamar la atención de un algoritmo insomne.
Carlos Charly Pérez, fundador de Studio VII y parte del equipo que lanzó a Karol G, J Balvin o Feid, lo explica sin rodeos: "Un artista no solo necesita un sonido propio, sino un diferencial que refleje su personalidad y su marca", explica a Alicia Civita para EFE. Ese diferencial puede ser un color, una forma rara de escribir su nombre o una narrativa digital que dé la sensación de pertenencia.
Andrea Ramírez, publicista de Myke Towers, lo reduce a una regla básica: si el primer contacto con el público joven es en redes, conviene que ese contacto sea lo bastante llamativo como para que el algoritmo lo registre y lo repita.
De Michael a Myke, de Raúl a Rauw
Michael Torres se volvió Myke Towers, Raúl Alejandro se acortó a Rauw Alejandro y Carolina Giraldo adoptó el sello global de Karol G. En otros casos, la creatividad fue más críptica: Feid viene de faith pero adaptado al oído hispano; CA7RIEL reemplazó la T por su número favorito; el argentino YSY A, de natural Alejo Nahuel Acosta Migliarini, decidió que el espacio era parte de su nombre; R.K.M. se lee rakim y algunos, como Greeicy o Guaynaa, simplemente multiplican vocales.
El ejemplo mayor, claro, es Bad Bunny: su escritura en mayúsculas caprichosas se volvió una marca estética en sí misma. El álbum DeBÍ TiRAR MáS FOToS es tanto un statement musical como un manifiesto tipográfico. Y no es el único. La venezolana Corina Smith eliminó las mayúsculas de su comunicación digital, como si se tratara de una rebeldía silenciosa contra la gramática.
El juego no se queda en las letras. El color también se ha convertido en una extensión del alias. Karol G eligió el naranja para su actual etapa Tropicoqueta. Feid abrazó el verde hasta registrarlo como tono Pantone en 2025, un hito simbólico para un latino en la industria global. Y la dominicana Adri Torrón, que debuta este octubre con REDSTAR, ha decidido teñirse –vestido, pelo y discurso– de rojo oscuro. "Hoy en día tenemos que buscar elementos que ayuden al público a identificarnos", dice, convencida de que un disco también se lanza en código cromático.
El riesgo del disfraz
El marketing tiene su reverso. Un nombre difícil de pronunciar puede ser memorable, pero también difícil de buscar. La extravagancia visual garantiza impacto inmediato, pero corre el peligro de devorar la música que pretende sostenerla. Charly Pérez lo admite: el reto está en no dejar que el look opaque la propuesta sonora. Ramírez lo matiza: lo que hoy parece disruptivo puede convertirse en lastre mañana, o incluso en un filtro que cierre puertas a un público nuevo.
En otras palabras: el disfraz es útil, pero la fiesta acaba tarde o temprano. Y entonces hay que ver quién queda bailando: si el artista, su alter ego gráfico o el algoritmo que todo lo devora.
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