Hoy la verán por todas partes. En el telediario, en sus stories, en los periódicos. Tengan paciencia y a ser posible sigan leyendo. Hoy es el día de Rosalía, y lo mismo habría que añadirlo al santoral, porque sale LUX, su cuarto álbum, su giro espiritual tras quemar rueda con Motomami, y es un acontecimiento.

En cuestión de semanas, Rosalía, genia de la música y del marketing, ha cebado una expectación insólita tratándose de un lanzamiento discográfico en la era del streaming, hasta lograr que todo el mundo hable de ella. Después de tres años de espera, los rumores, la aparición fallida en Callao, el aldabonazo de Berghain y la abortada publicación de Reliquia el martes, el deseo era incontrolable, que diría Paulina Rubio. Y se desbordó anteayer con el mayor pirateo que se recuerda desde lo penúltimo de Taylor Swift, con millones de cómplices alrededor del mundo tras la filtración del disco y su difusión por whatsapp y otras redes de mensajería. No conozco a nadie interesado por LUX que no se lo descargara, aunque muchos decidieron no escucharlo hasta hoy, en un gesto de respeto que ilustra el tipo de relación que Rosalía, estrella cercana, ha establecido con sus fans y en general con las personas que se sienten concernidas por su música. Porque lo suyo no es solo cosa de la llamada generación Z. Rosalía llega con naturalidad a los milenials y a buena parte de los X aficionados al pop, con los que comparte códigos y afinidades.

Piénsese en las madrinas de LUX. Björk, que este mes cumple los 60 y que forma parte del álbum con una aparición estelar en Berghain, ha felicitado públicamente a su pupila por su prodigiosa evolución. Y hace pocos días, Madonna, 67 años, confesaba en sus stories que no podía dejar de escuchar el álbum: "¡Eres una visionaria!", decía.

Rosalía, entre Madonna y Björk

Es significativo este doble aval, porque de alguna manera Rosalía se postula como síntesis y heredera de ambas. Tiene el carisma, las maneras de estrella y la ambición planetaria de Madonna, y el afán experimental y la relación obsesiva con su oficio de Björk, pero en versión sociable y mediterránea. LUX es el resultado de todo ello. 

El éxito de Motomami fue tal, el resultado tan redondo, que la presión era enorme. ¿Qué hará ahora? De hecho, este giro hacia las santas de Rosalía tiene algo de responder a toda costa al reto, forzando un relato que ha hecho correr ríos de tinta en las últimas semanas. ¿A qué viene ahora vestirse de monja? ¿Es una Rosalía adaptada al nuevo orden conservador? La apoteosis de literalidad y sobredosis de interpretación que ha generado la propuesta de LUX no va a cesar con la música, pero ya podemos prescindir de ello porque la música ya está aquí.

LUX, en efecto, tiene a ratos algo de misa pagana, flamenca y sinfónica, pero no es el disco pretencioso que se temían algunos, con su estructura en cuatro movimientos que parece más decorativa que otra cosa. Es música experiencial, hecha para exaltar y acompañar estados de ánimo, pero que fluye con naturalidad, sin subrayados ni solemnidad, con canciones extraíbles hechas de la madera del hit, aunque Rosalía continúa evangelizando para abolir el canon de la pieza arquetipo del pop, con su intro, su estrofa, su estribillo, su puente. Ese esquema que reproducen hasta la náusea los temas prefabricados y efímeros que suenan en la agonizante radiofórmula. El resultado es que de algunas canciones de LUX repletas de ideas brillantes, como Divinize, Porcelana o La Yugular, podrían salir tres o cuatro más.

Entre la tierra y el cielo

Sexo, violencia y llantas es el pórtico monumental –con una intro que parece una sublimación al piano del arranque de Flamenco, de Los Brincos– del deseo de trascendencia que articula el disco, la dualidad entre el mundo humano y la ciudad de Dios, con toda la simbología y un redoble procesional que volverá a sonar cuando toque. Sigue al contrapunto un tema más convencional como Reliquia –"no soy una santa pero estoy blessed"–, que recuerda un poco a la canción que publicó el año pasado con Ralphie Choo, Omega, y donde se reconocen algunos de los trucos musicales de Rosalía –la parada en seco, el silencio, eco para su voz, metódico y virtuoso crescendo y ruidazo final–. Y destellos poéticos –"Huyendo de aquí / como huí de Florida / somos defines saltando / saliendo y entrando / en el aro escarlata / y brillante del tiempo"– que redimen la un tanto banal retahíla de ciudades y experiencias de la primera parte de la canción.

Divinize, a continuación, es una de las joyas del álbum, cantada principal y preciosamente en catalán. Es importante subrayar que además de ser un genio musical Rosalía canta muy bien –lo que nos hace dudar de que fume tanto como presume–. Y se advierte a lo largo del disco, aquí muy claramente, como en la ya archiconocida Berghain o en Mio Cristo Piange Diamante, una canción italiana que cierra el primer movimiento del álbum y es un clásico instantáneo, una aria-nana-himno donde se percibe como pocas veces que la suya es una voz antigua y extraordinaria que bastaría para hacerla única. También en Mundo Nuevo, una saeta total de una flamenca de primera con ecos de El amor brujo de Falla, antes de De Madrugá, este tema huérfano de disco que llevaba años cantando aquí y allá y que ahora funciona como uno de los eslabones con Motomami. En ambos la orquesta suena de miedo.

Jugando con el fuelle sinfónico

Precisamente el asunto filarmónico nos había puesto en guardia. La orquesta es probablemente el instrumento más malversado de la historia del pop. Se ha utilizado y se utiliza sin escrúpulos para envolver canciones de baja calidad, para ablandar corazones a base de violines o levantar carreras con versiones sinfónicas de viejos éxitos. Aquí, Rosalía lo utiliza con la mesura y la inteligencia habituales. La épica no es gratuita: esquiva la tentación de la banda sonora, no suena –casi nunca– a película de Christopher Nolan. Y cuando le apetece no duda en meter la orquesta en la máquina. A Rosalía le gusta la gasolina, y el fuelle sinfónico era el juguete que le faltaba en su panoplia de recursos electrónicos. 

En el segundo movimiento, entre Berghain y Mundo Nuevo, aparece un simpático interludio circense, La Perla, una de las canciones más comentadas. Es su rata de dos patas dedicada presuntamente a Rauw, que canta con la joven Yahritza y que habla de la habilidad de Rosalía para escoger a sus colaboradores. Pudiendo elegir a cualquiera, pesca a un talento emergente del regional mexicano.

En el tercer movimiento están algunas de las canciones que la gente cantará y bailará: la genial Dios es un stalker –apta para hakunas con la manga ancha–, confesiones de un altísimo singular –"yo me sé tus deseos indeseables"– con un ritmo irresistible y que no renuncia al humor –"todo el mundo me quiere de su lao, tengo el buzón explotao"–, o Sauvignon Blanc. También su teoría de la relatividad en La Yugular, y dos de los tres bonus tracks de la edición física del álbum, las preciosas Focu 'ranni y Jeanne, entre el dialecto siciliano y el francés, dos de los trece idiomas que se dice que utiliza Rosalía en este álbum babélico y santo, siempre esa dualidad.

El tercer bonus track es Novia Robot –"wapa pa mi dios"–, juguetona denuncia del patriarcado digital en clave hentai con el que arranca el cuarto y último movimiento, otro puente con la era Motomami. Siguen la impresionante Rumba del Perdón, con Estrella Morente, Sílvia Pérez Cruz y un icónico coro de voces gitanas, otro momento estelar flamenco de Lux, antes de caer en un fado virtuoso y magnífico pero un poco inane –es imposible reinventar el fado– con Carminho. Y acabar el disco con Magnolia, un precioso réquiem con escolanía y últimas voluntades con el que podríamos sacarla en andas. Por eso decimos que Rosalía ya se puede morir tranquila. Pero no tiene intención, afortunadamente.