El Museo Picasso de Málaga ha abierto una puerta incómoda al verano de 1925, ese en el que un pintor feliz decidió pintar la inquietud. La nueva exposición temporal, Picasso, memoria y deseo, gira en torno al óleo Estudio con cabeza de yeso, cedido para la ocasión por el MoMA, y lo presenta como la línea de ruptura que marcó la madurez de Picasso y el rumbo del arte europeo. Su comisario, Eugenio Carmona, ha recordado que el artista trabajó en aquellos “años 20 que se tienen siempre por felices, pero fueron más conflictivos de lo que parece”.
La obra aparece escoltada por las interpretaciones que hicieron Salvador Dalí y Federico García Lorca –dos jóvenes que vieron en ese busto fracturado el espejo de su propio yo– y por más de un centenar de piezas de Giorgio de Chirico, Léger, Cocteau, Man Ray, Magritte y otros nombres que convirtieron la memoria clásica en un emblema moderno. Hasta el 12 de abril, el museo propone un recorrido denso, casi dramático, por un tiempo en el que el sujeto, la historia y hasta la noción de presente estaban mutando sin pausa.
La inquietud en el lienzo
En 1925, Picasso tenía 44 años y vivía una felicidad doméstica luminosa con su mujer, la bailarina Olga Khokhlova, y su hijo Paul. Y, sin embargo, su pintura “se volvió desasosegada y turbulenta”, ha señalado Carmona. El cuadro nació como un bodegón en homenaje a las Bellas Artes, pero “explotó en el lienzo y se convirtió en una obra convulsiva”. El busto de yeso, que alude a su padre, José Ruiz Blasco, se desdobló en perfiles contradictorios, proyectó una sombra enigmática y abrió un nuevo territorio visual donde la memoria dejaba de ser un archivo para convertirse en una fuerza activa.
Lo que Picasso planteó en este lienzo –la suma simultánea de tiempos, la tensión entre identidad y deseo, el juego entre lo clásico y lo contemporáneo– fue extendiéndose en constelaciones de dibujos y en una iconografía que sus contemporáneos reinterpretaron según sus propios conflictos. Dalí utilizó el busto para explorar la decapitación cristiana y las grietas de su autorretrato; Lorca, para indagar en el desdoblamiento del yo amoroso; Cocteau, para repensar el mito de Orfeo; Man Ray, para cuestionar las relaciones entre erotismo y cultura. La lista es amplia y, en casi todos, late la misma dialéctica entre memoria y deseo.
Paradojas europeas
El dosier de la exposición sitúa esta obra en el epicentro de un periodo de paradojas: la emancipación social avanzaba mientras los regímenes autoritarios comenzaban a conculcar el arte moderno; el sujeto quería redefinirse mientras el mito del progreso se tambaleaba; el pasado se reactivaba en el presente como un material vivo. El surrealismo impregnaba el ambiente creativo y el citado “retorno al orden” adquiría un sentido incierto. Picasso, lejos de esa pulsión académica, hacía del busto antiguo un emblema del presente.
Los fotógrafos –Brassaï, Dora Maar, Evans, Kertész– llevarían esa tensión a la calle, a los maniquíes, a las sombras propias que se convierten en iconos. Las artistas Eileen Agar y Claude Cahun ampliarían el debate desde el género y la identidad, hasta convertir el «doble busto» en un gesto pionero de reflexión transgénero. En España, figuras del Arte Nuevo como Moreno Villa, Gregorio Prieto o Benjamín Palencia entendieron el busto no como rendición al pasado, sino como una conversación entre estratos del tiempo.
El eco de Balzac
La exposición se cierra con una instalación que vincula este Estudio con cabeza de yeso con La obra maestra desconocida de Balzac, ilustrada por Picasso para la edición de 1931. Entre las “constelaciones” dibujadas en 1924 y los rostros dobles que acompañaron al artista durante décadas, la voz del barítono Carlos Álvarez recita fragmentos del relato. La coincidencia –o su ironía– es evidente: esta pintura, poco difundida y rara vez exhibida, también ha sido una obra maestra discretísima, casi secreta, y sin embargo decisiva para entender el tránsito de Picasso entre el clasicismo, el cubismo y las primeras huellas del surrealismo.
Carmona lo ha resumido sin rodeos: la exposición “es dura y dramática” porque retrata “un momento convulso para un creador que hace emblema de su intranquilidad y su desasosiego”. En la sala principal, el busto de yeso sigue interrogando al visitante con una mirada que parece venir de otro siglo. Quizá lo que sorprende no es que Picasso pintara el conflicto en plena felicidad, sino que lo hiciera con esa mezcla de lucidez y desobediencia que aún hoy incomoda. Y que, cien años después, siga siendo un punto de partida.
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