La escena habría parecido inverosímil hace apenas unos años: Nicki Minaj sentada en un escenario de AmericaFest, el gran cónclave anual de Turning Point USA –la organización fundada en 2012 por Charlie Kirk para promover posiciones conservadoras entre jóvenes y en campus universitarios de Estados Unidos–, conversando con su viuda, Erika Kirk, ante un auditorio entregado al trumpismo militante. No como invitada incómoda ni como provocación puntual, sino como figura celebrada, aplaudida, arropada. La deslenguada e imprevisible estrella pop convertida, al menos por una noche, en icono cultural del movimiento MAGA.

El momento culminante, tan revelador como torpe, llegó cuando Minaj elogió a “nuestro apuesto y elegante presidente” y añadió, entre aplausos truncados y un silencio incómodo, que los jóvenes tenían también como modelo a “el asesino JD Vance”. El desliz no era menor teniendo en cuenta el asesinato de Charlie Kirk el pasado 10 de septiembre, y que el vicepresidente norteamericano era otro de los invitados estrella de AmericaFest. La escena rozó lo grotesco. La viuda del fundador de Turning Point USA salió al rescate con una mezcla de indulgencia cristiana y cálculo político: no importaban las palabras, vino a decir, importaba “el corazón”.

La metamorfosis MAGA de Nicki Minaj

Reducir el episodio a una simple metedura de pata, sin embargo, no sirve para entender el progresivo y nada improvisado acercamiento de Minaj a la derecha trumpiana. La artista lleva meses construyendo este viraje público: elogios reiterados a Donald Trump, ataques feroces al gobernador demócrata de California Gavin Newsom, y una retórica cada vez más centrada en la fe, el orden, la masculinidad y la idea de una persecución cultural de los cristianos.

En Phoenix, Minaj no se limitó a escenificar simpatía política. Habló de legado. Dijo que quería dejar claro que “está bien cambiar de opinión”, y que sobre quienes lo hacen suele proyectarse “mucho miedo y vergüenza”. En su caso, ese cambio se presentó como un despertar espiritual antes que ideológico: “Esto es un vínculo directo entre los jóvenes y Dios. Ha habido una falta de eso en nuestros medios y en nuestras conversaciones diarias”, afirmó, explicando por qué su intervención en un foro conservador le parecía más relevante que llenar estadios.

La fe fue el eje vertebrador de su discurso. Minaj vinculó de forma explícita espiritualidad y poder político, con un tono de advertencia: “No podemos permitir que personas que tienen un problema con que nosotros adoremos a Dios estén en el poder. No podemos tenerlos en el poder”. Según su diagnóstico, existe una intimidación deliberada hacia los creyentes: “Ver cómo adoramos a Dios les irrita. Nuestro espíritu les irrita porque cuando hablamos, ellos quedan al descubierto”.

De apoyar a Bernie Sanders a piropear a Trump

Ese marco religioso se extendió también a cuestiones culturales y de identidad. Al hablar de niñas y jóvenes, Minaj defendió un empoderamiento que no sea excluyente. Reivindicó el orgullo de las mujeres negras, pero rechazó que ese orgullo deba construirse a costa de otras: “No necesito que alguien con cabello rubio y ojos azules minimice su belleza porque yo conozco mi propia belleza”. Y fue más allá: “No quiero que lo que se les hizo a las niñas negras se les haga a las niñas blancas. No quiero que se le haga a ninguna niña”. Para la artista, los niños actuales “no pueden seguir pagando por los pecados de otras personas. No han hecho nada malo”.

El tránsito resulta aún más llamativo si se recuerda que, no hace tanto, Minaj apoyó abiertamente a Bernie Sanders cuando este competía en las primarias demócratas. Entonces encarnaba una sensibilidad progresista, alineada con la crítica al establishment y con una izquierda populista que también se presentaba como antisistema. Hoy, esa pulsión antisistema parece haberse desplazado sin escalas al otro extremo del espectro.

Los extremos, una vez más, se tocan. Y más aún cuando quien los recorre es una figura excéntrica, hiperbólica, acostumbrada a vivir en la amplificación constante del conflicto. Minaj no ha cambiado tanto de piel como de enemigo. Donde antes señalaba al capitalismo corporativo o a la hipocresía liberal, ahora dispara contra el feminismo institucional, los derechos trans o lo que percibe como una humillación cultural de la fe cristiana. El método es el mismo: confrontación, exageración, espectáculo. Solo ha cambiado el público que aplaude.

Con el apoyo de la Casa Blanca

La propia artista explicó su punto de inflexión: “Simplemente me cansé de que me empujaran… me di cuenta de que tengo algo dentro de mí que es más fuerte que lo que hay afuera”. Y remató con una declaración de ruptura definitiva: “Ya no me importa lo que piensen estas personas. No voy a dar marcha atrás nunca más”.

El cierre de la escena fue casi litúrgico. Erika Kirk proclamó su amor por Minaj. El público celebró su testimonio. Y la Casa Blanca, horas después, amplificó el mensaje desde sus redes oficiales, subrayando las palabras de la cantante sobre un presidente que, según ella, ha dado “esperanza para vencer a los malos con la cabeza alta y la integridad intacta”. La estrella pop ya no era solo una aliada ocasional, sino una pieza útil del engranaje simbólico del movimiento.

El episodio de AmericaFest no es un rayo en cielo despejado. En las últimas semanas, Minaj ha intensificado su ofensiva contra Gavin Newsom, a quien ha dado por políticamente acabado tras sus declaraciones en favor de los menores trans. Lo ha hecho con el tono burlón y cruel que domina su presencia en redes, combinando memes, insultos y una teatralidad casi infantil.

Paralelamente, en noviembre confirmaba su colaboración con el embajador estadounidense ante la ONU durante la administración Trump, en el marco de una campaña para denunciar la supuesta persecución de cristianos en Nigeria. Un asunto complejo y controvertido que Minaj ha asumido como causa personal, alineándose sin matices con el relato del trumpismo religioso, pese a las objeciones del propio Gobierno nigeriano.

Nada de esto garantiza que Nicki Minaj sea, en sentido estricto, “una de los suyos” para la tribu MAGA. Pero tampoco lo necesita. En la política-espectáculo contemporánea basta con la imagen, el gesto, el ruido. Y en eso, Nicki Minaj siempre ha sido una profesional.