La respuesta social y política ante el cambio climático hace tiempo que dejó de ser un tema de incumbencia sólo de ecologistas y ambientalistas para convertirse en un asunto transversal que afecta a todos los órdenes de la vida. Cómo abordar la crisis ambiental, social, económica y política al que nos enfrentamos es el gran nudo gordiano de cuantos no están instalados en el negacionismo. 

PUBLICIDAD

El analista y activista Xan López (Vigo, 43 años) ha metido mano a ese nudo en su ensayo El fin de la paciencia (Anagrama). En su análisis de la situación actual observa que hay dos crisis solapadas: la crisis política y la ambiental, derivada del cambio climático. Un texto en el que hace un llamamiento al pragmatismo. Spoiler; pensar en acabar con el capitalismo en los pocos años que exige la crisis climática, para él, no es la solución. 

“Creo que tenemos que ser un poco más pragmáticos, un poco más abiertos  a nuevas formas de entender la urgencia de la crisis que vivimos. Con alianzas, quizá, un poco más incómodas, con gente con la que no compartimos todos nuestros supuestos políticos, pero con los que sí podemos avanzar, en pasos concretos y muy necesarios ahora mismo”, explica a El Independiente. “Ese carácter pragmático se basa en que nadie sabe muy bien cuál es la respuesta correcta, pero seguramente la solución sea una suma de muchas soluciones parciales”, añade. En su pragmatismo habla de “fracasar hacia adelante”, porque  damos “tumbos hacia adelante y que todo lo que hacemos nunca es suficiente”.

P: ¿Qué es exactamente "el fin de la paciencia"?

R: El fin de la paciencia es una de las ideas centrales del libro. Todas las tradiciones políticas de las que venimos y las que bebemos, ya sean muy radicales o muy reformistas, comparten ciertos supuestos que muchas veces ni siquiera se plantean explícitamente porque son tan fundamentales que se escapan de la enunciación directa, como asumir que  siempre va a haber tiempo para mejorar la sociedad de la forma en la que elijamos y que cualquier derrota política es transitoria, asumir que siempre habrá tiempo para recuperarse. Incluso las derrotas más calamitosas son un paso hacia un futuro más prometedor. Toda esta idea de la temporalidad política como indefinida hacia el futuro, con cierto optimismo, es un consenso de toda la modernidad política.

Hay una polarización muy fuerte entre la defensa de la transición a energías renovables y el inmovilismo fósil o fósil-nuclear.

Creo que la crisis climática es una ruptura radical con esa forma de entender la temporalidad porque nos pone unos plazos muy estrictos y angustiosos. Si no actuamos rápido podemos sobrepasar unos umbrales climáticos, biofísicos, de limitaciones planetarias de los que no haya vuelta atrás. Y eso determinaría el futuro de muchas generaciones, la nuestra y muchas futuras, y su capacidad o incapacidad de tener vidas dignas, emancipadas y plenas. Es una ruptura muy grande y muy angustiosa con esa forma de ver el tiempo político.

P: Hablas de "fracasar hacia delante". ¿Qué significa eso en el contexto español?

R: Lo uso en términos positivos. Incluso cuando las cosas van muy bien, a veces vividas desde dentro, parece que vas dando tumbos hacia delante y que todo lo que haces nunca es suficiente. Pero en la situación en la que vivimos y con las fuerzas que tenemos, incluso los pasos más ambiciosos y positivos siempre se ven como improvisaciones en momentos de crisis. Fracasar mientras sea hacia delante es positivo. Lo que está haciendo Trump, por ejemplo, no es fracasar hacia delante, es dar saltos hacia detrás muy grandes, y eso es mucho peor. España está fracasando hacia adelante, ahora mismo es uno de los países que mejor está haciendo la transición ecológica y energética en la Unión Europea, aunque con todas las limitaciones que tiene. Si gana la derecha y la extrema derecha, veremos el contraste muy rápidamente, no solo a nivel nacional, sino también europeo.

P: El Estado, en tu propuesta, también juega un papel importante. ¿Cómo lo ves?

R: Cierta concepción del Estado como proyecto activista fue central en el siglo XX. El neoliberalismo lo transformó de una manera que es un poco confusa. Superficialmente, parece que el Estado pierde protagonismo, aunque yo creo que simplemente es una transformación en el papel de ese Estado. Pasa a ser activista, pero en beneficio de otros intereses, no tanto ya los intereses de un consenso más social o de expansión de los derechos, sino intereses del capital globalizado. Ahora es imprescindible recuperar cierta concepción del Estado como una parte importantísima de la solución a la crisis climática. Por ejemplo, la política industrial sólo puede impulsarse desde los poderes públicos. La inversión privada puede ser importante, pero nunca va a poder hacer todo lo necesario por sí misma. Hay que disciplinar a la industria fósil, poner limitaciones a su campo de actuación, a sus beneficios. Hay gente que tiene que pagar más impuestos para sufragar los gastos necesarios de la transición ecológica, y esto solo lo pueden hacer los Estados en los plazos temporales que manejamos. Es inconcebible pensar que en menos de 10 años vamos a reducir las emisiones a los niveles que necesitamos sin un empuje muy fuerte de los Estados. Para eso hay que articular las fuerzas necesarias para tomar el poder en esos Estados y que la dirección política la defina una política climática progresista.

P: ¿La energía es ideología?

R: Totalmente. Siempre la hay, incluso cuando parece que está desideologizada, como pudo ser la energía fósil, el petróleo durante ciertas décadas. Ahí hay un peso ideológico tan fuerte que parece que desaparece. Ahora hay una polarización muy fuerte entre la defensa de la transición a energías renovables y el inmovilismo fósil o fósil-nuclear. Las fuerzas de derecha, parte de ellas, están atrincherándose en esa posición inmovilista de rechazo a lo renovable, en parte por defensa de intereses económicos de algunas empresas e industrias y en parte como reacción mecánica de oposición a lo que entienden como la oposición progresista. La política hoy se entiende como una polarización permanente y radicalizada. España tiene un potencial gigantesco para ser una gran potencia industrial renovable, pero podría hacerlo mucho más. Es una lucha ideológica y cultural.

P: Reconoces la importancia de los movimientos ecologistas que han sabido poner en la agenda política el problema y que se ha puesto en marcha un aparataje institucional global y una diplomacia climática. ¿Qué es lo que está fallando?

R: Yo soy muy defensor de estos acuerdos internacionales y el papel de las Naciones Unidas y de la diplomacia climática. Creo que el Acuerdo de París, por ejemplo, es un acuerdo muy importante y es increíble que se consiguiera eso, al menos visto desde hoy en día. Hay que defenderlo y ponerlo en valor. Tuvo un efecto político importante, pero esos acuerdos siempre se ven limitados por lo que creo que es la condición fundamental del sistema mundial, que es la soberanía de los estados y la tensión entre el interés general de la humanidad y los intereses nacionales, estatales, de seguridad, de desarrollo, de acaparamiento de recursos, etcétera.

Es prácticamente imposible superar esas tensiones solo con diplomacia. La solución va a venir más bien por ciertas transformaciones prácticas de la realidad política, tecnológica, social de cada estado por separado y de todos los estados en su conjunto, que cambien las posibilidades reales de actuación de los estados. Por ejemplo, en el libro me centro mucho en la política industrial, que va a ser protagonista de este siglo. El cambio climático también se puede entender como un problema de transformación industrial de la sociedad humana: básicamente es sustituir miles de millones de máquinas que queman combustibles fósiles por otras que no los queman. Eso requiere unas inversiones inconcebibles en capacidad industrial y reemplazo de todo tipo de máquinas y procesos industriales. China, sobre todo hoy en día, está a la vanguardia de eso. Ahora mismo las tecnologías renovables son las más baratas del mundo en generación energética, y eso cambia la relación de muchos intereses empresariales y políticos con esas tecnologías y sus potenciales. Eso es un ejemplo de las cosas a las que debemos prestar atención y potenciar, más allá de obsesionarnos con el gran acuerdo mundial.

P: ¿Qué papel juega el activismo climático hoy?

R: El activismo suele centrarse mucho en el aspecto pedagógico de comprender y explicar a los demás la naturaleza del problema y lo que habría que hacer para no superar ese problema. Eso ha tenido un papel central históricamente, pero a la hora de superar todos los intereses que hay detrás, la pedagogía no es suficiente. La política es un problema de correlación de fuerzas y el que tiene la razón, muchas veces, puede perder, por mucha razón que tenga. Ahora es necesario empezar a pensar en alianzas mucho más amplias que incluyan a esa parte activista climática, pero que necesitan otros tipos de personas, organizaciones, intereses políticos y económicos para triunfar.

P: Una parte importante del activismo climático es anticapitalista y reniega del "capitalismo verde". ¿Cómo ves la viabilidad de ese planteamiento?

R: Me parece completamente respetable ser anticapitalista. Hay cierta perspectiva de la crisis climática que puede decir "esto es culpa del capitalismo". Pero vivimos en una sociedad que es capitalista, pero también fruto de luchas sociales muy poderosas que iban en contra del capitalismo. Vivimos en una mezcla de conquistas sociales que han coexistido con los intereses capitalistas. Las fuerzas de izquierda tienen que reconciliarse con el problema de que al luchar contra la crisis climática también están luchando con cosas que ellas mismas han conseguido. Es difícil separar los efectos de las causas.

Hay una crisis de intermediación política, de autoridad, de fragmentación de la esfera pública y de en quién confiamos para que nos diga lo que está ocurriendo

La urgencia radical de la crisis climática para mí tiene que poner en cuestión los programas más maximalistas. El capitalismo existe desde hace siglos y ha habido intentos muy poderosos de acabar con él y no lo han conseguido. Me parece poco realista plantear que vas a acabar con el capitalismo a nivel planetario o regional en 5, 10, 15 años para solucionar la crisis climática. Es imposible en la práctica. Esto te obliga a cierto pragmatismo: si creo que los intereses capitalistas son parte del problema, tengo que proponer proyectos prácticos capaces de generar suficiente fuerza para desplazarlos, oponerse a ellos, asegurarse de que el beneficio económico no sea el centro de las políticas, sino que hablemos más de distribución, de justicia social, de que los beneficios de la transición energética vayan a los territorios en los que se implanta, etcétera. Defiendo ese tipo de visión: no anticapitalista, sino al menos de perspectiva crítica sobre el papel del capitalismo en esta crisis, añadiendo pragmatismo.

P: ¿Cómo se puede contrarrestar la contracultura negacionista, sobre todo entre los jóvenes?

R: No todos los jóvenes están en el negacionismo, pero hay un contraste fuerte con lo que podía ser hace seis años, cuando parecía que la juventud iba a ser la solución. Ahora está claro que es más complicado. No tengo soluciones mágicas, pero mi intuición es que la solución pasa por presentar la transición ecológica como algo atractivo socialmente, desencadenante de promesas sociales: prosperidad, trabajo, una vida mejor, más tiempo libre, sociedades más justas, sostenibles e igualitarias, y que dé soluciones a la juventud y sus problemas específicos. 

Es necesario demostrar que la transición ecológica va a traer trabajos de calidad, investigación y desarrollo

Sin solucionar el problema de la vivienda para la juventud, es posible que muchos jóvenes caigan en cierto desinterés por la política, por muy grave que sea la crisis ecológica. Ofrecer viviendas asequibles, sostenibles climáticamente, es política climática. Lo mismo con el trabajo: hay que demostrar que la transición ecológica va a traer trabajos de calidad, investigación y desarrollo, política industrial, competitividad. Así podría haber una coalición de intereses muy amplia, incluso transversal socialmente. Hay que apostar por proyectos de futuro atractivos y que respondan a las necesidades de las personas.

P: ¿Cómo ves el auge del negacionismo científico y su relación con la crisis política y social?

R: Es consecuencia de esta crisis social y política. Hay una crisis de intermediación política, de autoridad, de fragmentación de la esfera pública y de en quién confiamos para que nos diga lo que está ocurriendo. Es una consecuencia casi inevitable de esa realidad, porque se ve no solo en la ciencia climática, sino en las vacunas y otras cuestiones. En la cuestión climática, la crisis tiene consecuencias muy dramáticas que nos cuesta asumir. Una forma fácil de reconciliarnos con eso es negar las causas. Si no quiero aceptar las consecuencias, puedo negar las causas. La crisis climática nos obliga a transformaciones rápidas y profundas. Si no quiero eso, una forma fácil de desentenderse del problema es decir que es mentira. Puede llegar un punto en que eso sea insostenible a nivel político, que los efectos sean tan graves y acelerados que sea imposible negarlo, pero si llegamos a eso, ya será muy tarde para actuar. El momento de actuar es mientras haya cierto margen de disputa, aunque parezca contradictorio.

PUBLICIDAD