El 7 de octubre de 1985, el Achille Lauro, un decadente trasatlántico italiano con nombre de armador napolitano botado cuatro décadas atrás, fue tomado al abordaje por cuatro jóvenes palestinos armados con fusiles AK-47. A bordo quedaban menos de un centenar de pasajeros –la mayoría ancianos norteamericanos– después de que el resto hubiera desembarcado en Alejandría para visitar las pirámides. El crucero debía continuar hacia Ashdod, en Israel, pero nunca llegó a hacerlo.
Los secuestradores, miembros del Frente para la Liberación de Palestina (FLP), un grupo disidente de la OLP encabezado por Mohammed Zaidan –más conocido como Abu Abbas–, reclamaban la liberación de cincuenta presos palestinos. Durante dos días, en un Mediterráneo cruzado por buques de guerra, la historia del Achille Lauro se convirtió en una tragedia diplomática que puso al descubierto las tensiones de la tardía Guerra Fría y la fragilidad de los equilibrios en Oriente Próximo.
La ejecución de Leon Klinghoffer
El 8 de octubre, tras el rechazo de Siria a permitir el atraque en el puerto de Tartús, los secuestradores ejecutaron a Leon Klinghoffer, un judío estadounidense de 69 años confinado en una silla de ruedas, y arrojaron su cuerpo al mar. La escena, reconstruida después en tribunales y películas, condensaba la violencia política de los 80: un crimen gratuito cometido en alta mar, sin jurisdicción clara y con la televisión vía satélite como testigo en diferido de los acontecimientos.
El asesinato de Klinghoffer expuso crudamente las contradicciones de un movimiento palestino que ya buscaba el reconocimiento internacional sin renunciar a la lucha armada. El líder de la OLP, Yasser Arafat, se apresuró a negar cualquier vínculo con el secuestro, pero envió a Abu Abbas a El Cairo como supuesto mediador. Era una maniobra de encubrimiento: los servicios israelíes demostrarían después que Abbas había dirigido la operación por radio desde tierra.
El crucero regresó a Port Said el mismo 8 de octubre, y al día siguiente, tras negociaciones frenéticas, los secuestradores aceptaron rendirse a cambio de inmunidad y una salida segura. Egipto, deseoso de evitar una escalada, les cedió paso libre. En Washington, Ronald Reagan, acogido al mantra de que "Estados Unidos no negocia con terroristas", consideró la decisión egipcia una afrenta y ordenó interceptar el vuelo de Egyptair que trasladaba a los secuestradores y a Abu Abbas hacia Túnez.
Reagan y Craxi, aliados a la gresca
En octubre de 1983, los ataques de Beirut habían marcado el momento más sangriento de la presencia estadounidense en el Líbano: 241 marines murieron cuando un suicida de Hezbolá hizo estallar un camión cargado de explosivos contra su cuartel general. La retirada que siguió a aquel atentado se interpretó como una humillación, y para Reagan el episodio del Achille Lauro ofrecía la oportunidad de demostrar firmeza frente al terrorismo.
La noche del 10 de octubre, cuatro cazas F-14 de la Marina estadounidense forzaron al Boeing 737 de Egyptair a aterrizar en la base de la OTAN de Sigonella, en Sicilia. En la pista se produjo una escena que rozó lo absurdo: los comandos estadounidenses rodearon el avión y los carabinieri rodearon a los comandos. El primer ministro italiano, Bettino Craxi, invocó la soberanía nacional sobre la base para oponerse a la operación estadounidense. Durante horas, con Reagan y Craxi al teléfono, dos aliados de la OTAN apuntaron sus armas unos contra otros.
Craxi impuso su jurisdicción: los cuatro secuestradores serían juzgados en Italia, y Abu Abbas, bajo pasaporte diplomático iraquí, sería liberado. La decisión desató la furia de Washington y un terremoto político en Roma. Las portadas mostraban a Reagan "castigando" a Craxi: dos aliados de la OTAN a la gresca en los estertores de la Guerra Fría.
"Esos hijos de perra deben ser procesados"
Mientras, Egipto, que había mediado para salvar a los rehenes, se sintió traicionado por la interceptación del avión en el que huían los secuestradores. Reagan exigió disculpas; el presidente egipcio, Hosni Mubarak, hizo lo propio. En el interior de la embajada estadounidense en El Cairo, el embajador Nicholas Veliotes –autor de la frase que incendió la prensa local, "esos hijos de perra deben ser procesados"– se convirtió en chivo expiatorio y acabó relevado del cargo. En Roma, el propio Craxi pagó su desafío con cierto aislamiento político, aunque la opinión pública europea aplaudió el valor demostrado oponiéndose al poderío yanqui.
Lo cierto es que aquel pulso tenía un escenario de fondo: la base siciliana de Sigonella se hallaba a pocos kilómetros de Comiso, donde Estados Unidos acababa de desplegar misiles de alcance medio para equilibrar la presencia soviética en Europa. Italia era una pieza clave del ajedrez defensivo de la OTAN. Durante unas horas, el choque por el Achille Lauro puso aquel delicado equilibrio. Pero pocos días después, el 24 de octubre, Craxi y Reagan daban por superados los "malentendidos" y daban por zanjada la crisis después de una entrevista en Nueva York.
En el juicio contra los secuestradores, celebrado en Génova en 1986, los tres adultos –Youssef al Molqui, Ahmad al Assadi e Ibrahim Abdelatif– fueron condenados a penas de entre 15 y 30 años de prisión; el cuarto, menor de edad, fue juzgado aparte. Abu Abbas fue condenado en ausencia. Dos décadas después, en 2003, las tropas estadounidenses le localizaron en Irak; murió al año siguiente bajo custodia.
Un vacío legal
El caso Achille Lauro reveló un vacío legal: no existía aún una tipificación clara del terrorismo marítimo. La discusión sobre si el secuestro podía considerarse "piratería" –según el derecho del mar, solo aplicable a delitos por fines privados y entre dos buques– llevó a una revisión profunda de los tratados internacionales. De esa crisis nació, en 1988, la Convención para la Represión de Actos Ilícitos contra la Seguridad de la Navegación Marítima, firmada en Roma bajo los auspicios de la Organización Marítima Internacional. Por la misma, los Estados se comprometieron a juzgar o extraditar a los responsables de atentados en el mar, cerrando el vacío que había permitido al Achille Lauro navegar entre jurisdicciones.
El secuestro tuvo lugar en un momento de mutación política para la causa palestina. En 1985, ningún Estado occidental reconocía aún a Palestina, y el contacto con Israel se limitaba a mediaciones indirectas. Arafat trataba de desplazar el centro de gravedad de la OLP de la lucha armada hacia la diplomacia, tras su expulsión del Líbano en 1982 y su exilio en Túnez. Las divisiones internas entre los partidarios del diálogo y facciones radicales como la de Abu Abbas todavía perdurarían, antes de que la validación de Arafat como interlocutor internacional desembocara en la Conferencia de Paz de Madrid en 1991 y los Acuerdos de Oslo firmados entre 1993 y 1995, que valieron a Isaac Rabin, Simon Peres y Yasser Arafat el Premio Nobel de la Paz en 1994.
El Achille Lauro continuó navegando casi una década más, bajo otro nombre y otra bandera. En noviembre de 1994, frente a las costas de Somalia, un incendio iniciado en la sala de máquinas lo destruyó. Murieron dos personas. Hoy un rapero italiano lleva su nombre. Pero en 1985 su secuestro ilustró las dificultades de la OLP para convencer al mundo de que podía representar una causa política sin mancharse de sangre. Hoy, dos años después de los ataques de Hamás contra Israel y con Gaza reducida a ruinas, aquel episodio suena a la remota precuela de un drama sin fin.
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