Era un señor de orden, de terno y sombrero, acabado producto de la aristocracia comercial hanseática que retrató admirablemente en su primera novela, Los Buddenbrook. No tenía, pues, pinta de revolucionario, pero Thomas Mann (1975-1955), autor de aquella última gran novela decimonónica, fue capaz, un cuarto de siglo después, de romper el molde que había perfeccionado y revolucionar la historia de la literatura. La montaña mágica es una obra prodigiosa que no solo retrata la quiebra del mundo de la Primera Guerra Mundial y el tránsito del autor del belicismo al pacifismo, sino que introduce una nueva forma de novelar que influirá decisivamente en la evolución de la narrativa. Cinco años después de su publicación ganó el Nobel de Literatura.
El ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Thomas Mann invita a sumergirse en la perfecta reconstrucción de la mansión burguesa de los Buddenbrook, el tresillo amarillo que es testigo de su esplendor y su decadencia. O a subir con el inocente Hans Castorp al sanatorio para tuberculosos de Davos de La montaña mágica, perfectamente sanos y solo de visita, para terminar atrapados allí, enfermando irremediablemente, y escapar solo para morir en las trincheras de la Gran Guerra. O a viajar a una Venecia apestada –La muerte en Venecia– para enamorarse fatal e irremediablemente de un efebo.
Pero también merece la pena detenerse en una pieza breve y aparentemente lateral, Desorden y dolor precoz, publicada hace ahora un siglo, en 1925, solo un año después de La montaña mágica. En sus pocas páginas, menos de 40, se concentran varios de los elementos más incómodos y contradictorios de su figura pública: el apego al orden burgués, la crítica social matizada por la nostalgia, el autoritarismo afectivo, la estética como refugio… y un uso abiertamente instrumental de su entorno familiar, convertido en materia literaria sin demasiados filtros, y que obtendrá una respuesta contundente de Klaus, su hijo más díscolo y talentoso.
"No domina nada ni sabe hacer nada"
Desorden y dolor precoz presenta a una familia de clase media-alta en la Alemania de entreguerras zarandeada por la inflación, la pérdida de estatus y el caos generacional. El padre, el profesor Cornelius, contempla con desagrado la efervescencia de los nuevos tiempos: los criados visten como los hijos, los hijos se comportan como si no tuvieran futuro, y la única figura que conserva algo de pureza es la pequeña Lorchen, símbolo de la inocencia amenazada. El relato funciona como crónica de época, pero también como ajuste de cuentas íntimo. Los hijos del profesor están calcados, con trazos más o menos cariñosos, de los propios hijos de Mann. Y en especial uno de ellos, Bert, objeto de una humillación apenas velada, concentra toda la frustración del padre hacia su heredero díscolo: "No domina nada ni sabe hacer nada", se lamenta el protagonista. "Y no piensa más que en hacerse el gracioso, ¡cuando lo más probable es que ni siquiera tenga talento para eso!".
No era difícil identificar en Bert al joven Klaus Mann, que con apenas dieciocho años ya había publicado un libro de relatos y estrenado una obra de teatro con personajes homosexuales. Thomas había recibido la noticia sin entusiasmo. La obra era provocadora, el estilo prematuro, y sobre todo, se salía del molde. Klaus no se limitaba a seguir los pasos del padre: los torcía. En sus memorias, Hijo de este tiempo, él mismo describe ese impulso contradictorio de admiración y rebeldía: "Intentaba con vehemencia desarrollar en mí lo que me parecía contrario a él".
Ese deseo de oposición abarcaba todos los órdenes: lo católico frente a lo protestante, lo corporal frente a lo espiritual, lo excesivo frente a lo medido, lo patético frente a lo irónico. También lo sexual. Mientras Thomas proyectaba una imagen de respetabilidad –esposo respetable, padre de seis hijos, defensor del canon alemán–, sus diarios personales, muchos de ellos publicados póstumamente, revelan una constante atracción hacia hombres jóvenes, descrita con un lenguaje lírico, autocensurado y a veces angustiado. Su fascinación por adolescentes como Paul Ehrenberg o Klaus Heuser forma parte ya del canon crítico, aunque el propio autor nunca llegó a declararse homosexual. En cambio, Klaus lo hizo desde muy joven y sin ambages. Vivió su identidad sexual con libertad, pero también con el coste que implicaba hacerlo en la Alemania de los años 20 y 30: estigma, vigilancia, exclusión.
La respuesta de Klaus
Quizá por eso, la respuesta de Klaus a Desorden y dolor precoz no fue un artículo ni una carta, sino otro relato. Novela de niños se publicó en 1926 y puede leerse como una réplica deliberada, aunque nunca se presentó así. Donde el padre ofrecía una mirada desde el adulto que juzga, el hijo adopta el punto de vista de los niños que observan, sienten, callan. El escenario ya no es la casa urbana de Múnich, sino una residencia de campo. El conflicto no es el desorden de la modernidad, sino la irrupción del deseo en un mundo infantil aún intacto.
En Novela de niños, cuatro hermanos viven un verano aparentemente feliz junto a su madre viuda, Christiane. La aparición de Til, un joven artista, misterioso, deseado, altera el equilibrio. El universo infantil, con su lenguaje propio y sus reglas íntimas, empieza a desmoronarse cuando los adultos retoman el centro del relato. Til termina en la cama con la madre, y el relato se cierra con una frase devastadora: "Ahora ya no le importaréis a nadie; ni al gato. Ahora la pequeñita será la preferida de todos". No hacía falta mucho esfuerzo para ver ahí una referencia a Elisabeth, la hermana menor que Thomas idealizaba en sus textos. La escena del lecho conyugal, consumado bajo la mirada de la mascarilla mortuoria del padre, desborda de ambigüedad. No es simplemente una transgresión edípica: es una inversión de roles, una ocupación simbólica del lugar del padre.
Klaus no había cumplido los veinte años cuando escribió ese texto. Su talento, muchas veces discutido por su propio padre, se expresa aquí con una madurez inusual. Rosa Sala, en la introducción a la edición conjunta de ambos relatos publicada por Elba en el año 2000, habla de réplica y contrarréplica, pero también de un juego de contrastes: no sólo cambia la voz narrativa, cambia el centro emocional. En Thomas, el eje es la relación padre-hija. En Klaus, es la de los hijos con la madre. En Thomas, la familia es un último bastión ante el caos. En Klaus, es un mito quebradizo, sostenido por reglas que los adultos ya no respetan.
Bajo la sombra del padre
Aquel intercambio de ficciones no resolvió nada. Klaus vivió siempre bajo la sombra de Thomas: como escritor, como figura pública, incluso como hombre. Exiliado durante el nazismo, colaboró activamente con el movimiento antifascista, escribió novelas, fundó revistas, vivió amores con escritores como René Crevel o Thomas Quinn Curtis. Pero nunca logró escapar del apellido ni del juicio implícito de su padre. En 1949, se suicidó en Cannes, deprimido por la situación política del mundo, minado por las drogas y las deudas, cansado de sentirsthomas e un epígono. El benjamín Michael, retratado también en Desorden y dolor precoz como el feo y rabioso Beisser, se quitó la vida en 1977 tras descubrir, en los diarios de Thomas, que su padre había deseado abortarlo.
En esa historia familiar marcada por el genio, la tensión y la autodestrucción, los relatos de 1925 y 1926 funcionan como una escena primaria, una grieta inaugural. Thomas Mann creyó haber encontrado en la familia la forma de reconciliar arte y vida. Lo que dejó como herencia fue un conflicto: entre lo íntimo y lo público, entre la norma y el deseo, entre el padre y el hijo. Un conflicto tan fértil que ambos necesitaron convertirlo en literatura para poder soportarlo.
Te puede interesar
-
Muere Edmund White, icono de la literatura gay, a los 84 años
-
Vivian Gornick: "No creo que los hombres nos odien más de lo que nosotras les odiamos a ellos"
-
Historias de (y en) Nueva York: la ciudad que inspira la literatura
-
"Al libro lo 'mataron' varias veces pero hoy se lee mas que nunca. Cuando hay calidad, se compran"
Lo más visto
Comentarios
Normas ›Para comentar necesitas registrarte a El Independiente. El registro es gratuito y te permitirá comentar en los artículos de El Independiente y recibir por email el boletin diario con las noticias más detacadas.
Regístrate para comentar Ya me he registrado