Salvo para dejar sentado el marco en el que se va a mover este texto, no es necesario repetir aquí lo que la aplastante mayoría de demócratas españoles sabe ya desde hace tiempo: que ETA ha sido derrotada por la democracia española con la impagable ayuda de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, apoyados por los jueces, los distintos gobiernos y la sociedad española que en un momento determinado despertó de su letargo y expresó su cólera contra los asesinos cada vez con mayor contundencia. Y que el anuncio del viernes pasado es el resultado de la necesidad de lo que queda de la banda de intentar aparentar, ante un mundo que ya ni siquiera repara en ellos, una cierta capacidad de iniciativa que todos sabemos que han perdido para siempre Las respuestas de los gobiernos español y francés han sido todo lo claras y contundentes que cabría esperar: entreguen "todas" sus armas a las autoridades judiciales y disuélvanse que es lo único que les queda por hacer.

Sentado esto, lo que cabe ahora es dirigir una mirada a la interpretación que la sociedad vasca -no el resto de los españoles porque ese punto ya lo tienen solventado- y sus partidos políticos van a hacer definitivamente de las décadas de terror. Es en el País Vasco donde se tiene que librar la última batalla de esta guerra que nunca contó con dos contendientes sino, al contrario, con un solo agresor y con una víctima colectiva, toda la sociedad, que pagó con la vida de más de 800 de los suyos la atrocidad sangrienta de una banda de asesinos. Y conviene repetirlo porque en este terreno se dirime el relato final de lo sucedido: España no ha sido nunca jamás el Ulster. Aquí no se ha producido ningún "conflicto" entre dos partes enfrentadas, cada una de las cuales tiene que responder de las víctimas mortales que figuran en su balance siniestro. Es verdad que existieron los GAL, el error criminal más imperdonable de los primeros gobiernos de la era González. Pero esos crímenes fueron denunciados, perseguidos y juzgados por la Justicia española y sus responsables condenados por los execrables delitos cometidos. No es de recibo, por lo tanto, el permanente esfuerzo de "equiparación del sufrimiento" padecido por ambas partes.

Eso es precisamente a lo que la sociedad vasca se debe enfrentar y a lo que debe dar respuesta cuando esté en condiciones de hacerlo: asumir el relato de lo sucedido durante décadas en su seno con la complicidad de una parte de esa sociedad y la inhibición cobarde de otra parte de ella. Y asumir y compartir que la responsabilidad de tantas vidas destruidas, no sólo las de quienes fueron asesinados sino también las de sus familias y amigos, además de las de los amenazados, las de los extorsionados y las de quienes, sencillamente vivieron con miedo, esa responsabilidad cae de un lado: el lado de la banda terrorista, el lado de quienes la apoyaron y el lado de quienes convirtieron aquella tragedia continuada en una inversión política de la que sacar réditos.

Se explica que el PNV, y especialmente el lehendakari Urkullu, tenga un extraordinario interés en cerrar este capítulo cuanto antes porque necesita que la concordia social se instale en el País Vasco más pronto que tarde. Ente otras cosas porque eso le libraría de someterse a un examen implacable del papel jugado por muchos de sus antecesores en los años más sanguinarios de la banda asesina. Pero también porque una sociedad no puede seguir adelante sin superar capítulos oscuros de su pasado reciente. Lo que sucede es que para lograrlo es obligado enfrentarse a ese pasado y aceptar, de un modo u otro, la culpabilidad colectiva, sea por acción o sea por omisión, de lo sucedido.

La democracia no puede ceder un solo palmo porque no siempre se cumple la afirmación de que la Historia la escriben los vencedores

Y en eso está la batalla en el País Vasco, la que libran dos fuerzas con muy distinta categoría moral: la de quienes hablan en nombre de las víctimas y de todos los demócratas y la de quienes están dispuestos a aliviar a los asesinos, y a quienes les apoyaron, del esfuerzo exigible de reconocer el daño causado y pedir perdón por tanto destrozo en sufrimiento y en vidas humanas para poder incorporarse a la vida en comunidad. Y es cierto que los terroristas que salen ahora de las cárceles tras haber cumplido sus condenas -aunque no nos podemos olvidar de los grandes asesinos que fueron puestos en libertad tras la aplicación de la"doctrina Parot"- se enfrentan estupefactos y desorientados a una sociedad que los da por amortizados y que tiene mucha prisa por cerrar cuanto antes esa puerta que la devuelve a tantos años que quisiera olvidar porque no tiene modo de justificarlos. Pero tan cierto como eso es que quienes estuvieron políticamente respaldando la acción de los terroristas intentan tenazmente imponer una versión de la Historia que dé sentido a la atrocidad sangrienta e inútil y otorgue un sentido imposible a su relato de sangre.

Y ahí la democracia no puede cejar ni ceder un solo palmo porque tenemos que saber que no siempre se cumple la afirmación de que la Historia la escriben los vencedores. A veces, muchas veces, consiguen escribirla los vencidos, que en este caso son la banda terrorista y el mundo radical proetarra que siempre le sirvió de altavoz y  justificación política. Y no debemos olvidar que la versión que finalmente acaba por imponerse, sea ésta cual sea, se mantiene incólume durante varias generaciones y que se necesita el paso del tiempo, pero mucho tiempo, para que historiadores independientes vayan restituyendo poco a poco la verdad. Es responsabilidad de todos, pero muy especialmente de los representantes políticos de los partidos democráticos ganar esta batalla de modo que quede preservada la memoria de las víctimas y establecida la verdad histórica de una guerra que ha ganado con inmenso esfuerzo la sociedad pacífica y libre de nuestro país.