España afronta uno de los episodios más graves de incendios forestales de los últimos años. En solo cuatro días se han declarado doce grandes incendios -por definición, aquellos que superan las 500 hectáreas de superficie quemada-, poniendo al límite de su capacidad a los dispositivos de extinción. Doce incendios en cuatro días, de los 28 que se han declarado desde enero, lo que ha pone en jaque a los sistemas de extinción de incendios de CCAA y del Gobierno.
La crisis se enmarca en el contexto de una ola de calor prolongada, con temperaturas muy altas, humedad relativa muy baja y vientos, como en el incendio de Tres Cantos que ha dejado un muerto, de hasta 70 km/h. A todos estos factores que han disparado el riesgo y la velocidad de propagación de las llamas se suma un combustible en el campo que no estaba los últimos años: el crecimiento anormal de vegetación herbácea tras unas lluvias primaverales abundantes.
Según Mónica Parrilla, responsable de incendios de Greenpeace, “en primavera se daba por hecho que 2025 iba a ser un año bueno, casi se vendía como el mejor de la década, pero nosotros ya advertimos que no tenía por qué ser así. Y lamentablemente, el tiempo nos está dando la razón. Del 1 de enero al 3 de agosto habíamos tenido 13 grandes incendios forestales; en cuestión de días, [desde el día 8] esa cifra ha aumentado con otros 12 más”.
Los datos son demoledores: según la web Educación forestal a final del martes suman 26.324 hectáreas calcinadas en cinco días, más de 6.000 personas evacuadas, dos víctimas mortales, heridos, carreteras y líneas ferroviarias cortadas y daños irreparables en espacios naturales y culturales. Entre estos, Las Médulas (León), Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Parrilla explica que lo que parecía una buena noticia —un año con lluvias abundantes— ha tenido un efecto perverso: “Esa humedad permite que crezca una cantidad enorme de gramíneas y herbáceas. En verano, cuando se secan, se convierten en material altamente inflamable que conecta zonas y acelera la propagación del fuego”.
Coincide en este análisis José Ramón González, experto en incendios vocal del Colegio Oficial de Ingenieros Forestales: “En abril y mayo hubo un éxito excepcional de lluvias. Se llenaron los embalses y los suelos estaban más húmedos de lo normal. Pero esa primavera tan generosa es un regalo con veneno: ha hecho crecer vegetación efímera que ahora mismo arde con una velocidad desproporcionada y actúa como una mecha que une zonas forestales con cultivos o áreas urbanizadas”.
González insiste en que no es la primera vez que se vive una situación así, comparándola con episodios de los años 80, y recuerda que el dispositivo español, aunque es “de los mejores del mundo”, no es invulnerable: “Hay incendios que se apagan rápido y ni nos enteramos, pero cuando vienen malas condiciones -viento fuerte, baja humedad y calor extremo-, cualquier chispa se convierte en un incendio descomunal. Y cuando eso ocurre, la capacidad de maniobra se reduce muchísimo”.
Recursos al límite
Los equipos de emergencias se enfrentan a jornadas extenuantes. “Están trabajando tarde y noche, con un grado de profesionalidad muy alto, pero ya exhaustos. Todos están desplegados. Es un operativo enorme, con miles de personas y medios aéreos que cuestan millones cada día, pero las condiciones meteorológicas de estos días son muy desfavorables y el margen de maniobra es cada vez menor”, explica González.
El experto describe la dificultad estratégica: “Cuando tienes un perímetro enorme y de repente cambia la dirección del viento, hay que volver a planificar y mover a cientos de efectivos de un lado a otro en minutos. No hay dispositivo que aguante eso sin tensión máxima”.
Cambio climático y riesgo creciente
La alerta de Greenpeace trasciende la coyuntura de este verano. Sus datos, basados en estimaciones de Naciones Unidas, señalan un incremento del 14% en los incendios extremos para 2030, del 30% en 2050 y hasta del 50% a finales de siglo, impulsado por el cambio climático y fenómenos asociados como el aumento de tormentas eléctricas.
“Recientemente, el Instituto de Astrofísica de Andalucía ha publicado un estudio que prevé un aumento del 40% en la caída de rayos antes de fin de siglo. Eso es otro ingrediente en el cóctel perfecto para incendios de alta intensidad”, advierte Parrilla.
Su receta para reducir el riesgo pasa por invertir mil millones de euros anuales en gestión forestal y cumplimiento de la Ley de Montes, que obliga a las zonas de alto riesgo a contar con planes preventivos y de emergencia: “No basta con decirle a la gente que tenga precaución, hay que gestionar las masas forestales y cumplir la normativa. Y urge un Real Decreto estatal que fije criterios comunes para todas las comunidades autónomas”.
Además, subraya que la planificación de espacios naturales protegidos debe incorporar el riesgo de incendio: “Estas áreas son víctimas del fuego como cualquier otra, y a veces más vulnerables por su riqueza ecológica. No podemos resignarnos a perderlas”.
Abandono rural y falta de cortafuegos naturales
Uno de los problemas estructurales señalados por González es el abandono del campo: “Desde los años 60 ha caído la actividad agrícola y ganadera, que mantenía un paisaje en mosaico con cultivos y pastos que actuaban como cortafuegos naturales. Ahora tenemos grandes superficies continuas de vegetación que, cuando arden, lo hacen de forma masiva”.
Hay que crear discontinuidades en el bosque, manejar los recursos y trabajar en las zonas de interfaz urbano-forestal.
Considera inviable intervenir de forma intensiva en todo el territorio, pero sí en puntos estratégicos: “La gestión forestal es imprescindible. Hay que crear discontinuidades en el bosque, manejar los recursos y trabajar en las zonas de interfaz urbano-forestal. Por ley deberían existir al menos 25 metros limpios alrededor de urbanizaciones y núcleos en riesgo. Esa franja reduce tanto la intensidad del fuego que se puede parar antes de que llegue a las viviendas”.
Sin embargo, subraya que incluso con estas medidas, situaciones como la de Tres Cantos muestran los límites de la prevención. “Allí se produjo una tormenta seca con rachas de viento de 70 km/h. Con esas condiciones, aunque haya franjas limpias, la fuerza de la radiación y de las llamas puede superar cualquier defensa”, afirma.
Coordinación nacional
En algunas comunidades afectadas se han activado niveles de emergencia que permiten agilizar la movilización de medios y la coordinación entre administraciones. “Es fundamental un mando único y que los técnicos más capacitados tomen las decisiones. En un gran incendio pueden trabajar ocho o diez mil personas en turnos de 24 horas, y todo debe estar perfectamente engranado”, explica González.
El experto recuerda que las noches, tradicionalmente aliadas contra el fuego por la bajada de temperaturas, no lo están siendo este verano: “Si la temperatura nocturna baja, se reduce mucho la intensidad de la llama. Este año, en muchas zonas, las noches no están dando tregua. Ojalá eso cambie en los próximos días porque podría ser decisivo”.
Tanto Greenpeace como el Colegio de Ingenieros Forestales hacen un llamamiento urgente a la prudencia ciudadana. “Es el momento de extremar la precaución: no se puede encender fuego en el campo, ni quemar rastrojos, ni hacer nada que genere chispas. Un descuido puede tener consecuencias catastróficas”, insiste Parrilla.
González añade que, además de los accidentes, existe el riesgo de provocaciones intencionadas: “A veces el fuego llama al fuego. Hay personas con problemas psicológicos que se sienten impulsadas a provocarlos. Por eso es clave comunicar con prudencia y no dar pie a conductas imitadoras”.
Si la ola de calor persiste, podemos tener un mes y medio muy complicado.
Con casi todo agosto y septiembre por delante, la previsión no es optimista. “Si la ola de calor persiste, podemos tener un mes y medio muy complicado. No sería extraño que viviéramos episodios tan graves como los grandes incendios de 1994, cuando se quemó medio millón de hectáreas”, advierte González.
Greenpeace insiste en que, más allá de la emergencia actual, “la buena noticia es que aún hay mucho por hacer. Si gestionamos bien el territorio, reducimos las emisiones y adaptamos nuestros montes al nuevo contexto climático, podemos conseguir que los incendios sean menos y de baja intensidad. Pero eso requiere inversión, planificación y voluntad política”.
Mientras tanto, los equipos de extinción seguirán trabajando al límite, tratando de contener unas llamas que, en muchos casos, avanzan más rápido que sus propios medios. Como concluye González, “la sociedad debe saber que tenemos profesionales de primer nivel, pero no hacer recaer todo en ellos. La prevención es tarea de todos. Y ahora mismo, la mejor ayuda es no poner una chispa más en un país que arde”.
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