Alegraos. Nos ha sido dado el privilegio de vivir en una época en la que la bronca y las escaramuzas más sucias y miserables de la vida pública quedan lavadas, de la mañana a la tarde, por la empalagosa literatura que ahora acompaña a los Preámbulos de las leyes, por esa nueva lengua florida y trascendental que, brotando de las normas y los informes ejecutivos, se acuña y se difunde desde los atriles gubernamentales, ensanchando los horizontes semánticos y literarios de nuestra generación de afortunados mientras algunos tratan de convencernos de que son las palabras las que modelan la realidad y no al contrario.
Del insulto descarnado en una tribuna parlamentaria al cultivo alterno de la égloga pastoral en una Exposición de Motivos; de la amenaza de querellas y duelos al amanecer en la Cope, a los arrumacos de la política de los cuidados, el urbanismo de género o la evocación, allí donde el partido de las tres letras gobierna, de la fraternidad entre las huestes de Don Pelayo, la verba ministerial se transforma, a diario, en un humeante cañón de dos bocas que sustituye a balazos la profundidad de los debates públicos por la ilusión de una conversación superficial en la que la sana divergencia política queda sepultada por el espectáculo, la rabia y ese anhelo insólito y algo perturbador de empezar a llamar a las cosas por otro nombre que no tienen.
De la engorrosa artificialidad del lenguaje inclusivo al entusiasmo con el que se anuncian no pocas medidas de autor del ejecutivo entre adjetivos y frases cortas pensadas para su distribución inmediata por los canales digitales, allí donde todos vamos prefiriendo ya el gesto al contenido y la pose a la propuesta, la política responde, obediente, con una sucesión de actos performativos que aspiran a viralizarse y a impactar, también a través de lo que se dice y publica.
Si para interpretar y conocer cómo se organizan las cosas, quién decide qué y qué se publica bajo el marbete del interés general teníamos, hasta hace poco, que soportar la jerga astringente y la pesadez administrativa de los Abogados del Estado y los Letrados de las Cortes Generales en los boletines oficiales, ahora, una nueva armada festiva de burócratas gubernamentales vestidos con colores pastel y zapatillas de lona firman las Directivas Comunitarias, alegran nuestros Decretos-Ley y espolvorean de luz y progreso los Reglamentos y las Instrucciones Ministeriales, en unos akelarres de kombucha y algas nori que acomplejarían, por sobrio y recatado, a todo un Gabriele D’Annunzio rampante en el balcón del Ayuntamiento de Fiume.
Reconozcámoslo. Igual que otros se abandonaron al caos ordenado de los puzzles, se entregaron al clarete o a los podcast de liderazgo y sabiduría del Youtube de José Elías o David Meca, nosotros vivimos enganchados al BOE, colgados de la prosa bucólica y novísima de los Preámbulos de las leyes, intoxicados por la explosión semántica y sentimental de las motivaciones de las normas, que son ya los instrumentos más solemnes y rebuscados que tienen quienes nos mandan para empujar la lengua, para hacer evolucionar el español sin esperar a los diccionarios ni a la Academia, que ya vamos sabiendo que es una casa llena de ancianos reaccionarios que no son de fiar.
Un día cualquiera, digamos a las 21:30h, llegamos a casa. Hoy no ha habido tiempo para nada. El café, en la gasolinera, la comida en el delivery de Mercadona; un Glovo para cenar y el fogonazo de libertad, esos 15 minutos de scroll con el móvil tras el volante, en el atasco, a esas alturas de la jornada en las que uno no es capaz de entender la enésima genialidad de Rosalía ni hay ya quien soporte ver más gatitos haciendo cosas de gatitos ante la cámara, que la IA nos va a quitar el trabajo, la atención y hasta las ganas de Whiskas.
Es tarde, y lo sabes. Los niños duermen ajenos a nuestros empeños de progenitores no gestantes por inventariarlos en generaciones ordenadas por acrónimos y fobias, totalmente ignorantes de los esfuerzos entregados a la causa de regalarles un mundo peor del que recibimos. A esta hora, los de las navajas en las instituciones, los afónicos por los alaridos y los muchos patrones que tiene la gresca entre nosotros se deslizan ordenadamente hacia el sumidero de las tertulias radiofónicas, mientras los demás soñamos con recuperar fuerzas para el esperable encabronamiento de mañana con Pedro, con Lamine, Mazón dimisión y pintan bastos para lo del novio de Ayuso.
Entrando de puntillas en la cama, sin molestar a la persona menstruante con la que convivimos, ya estamos girando la pantalla del móvil para asomarnos al espectáculo del BOE con su morral repleto de gobernanzas, sus resiliencias, el bienestar animal, las violencias, las resignificaciones monumentales, la emergencia habitacional, las energías limpias y los impuestos transmutados en esfuerzos de país, sin renunciar a la cuota de efemérides y los centenarios de maestros y poetas preteridos con cargo al presupuesto, todos ellos festivamente combinados bajo el canon de una épica regeneracionista y un lenguaje tardo-pastoral que haría las delicias del Inca Garcilaso.
Mientras todos duermen, y ajenos al rumor y las celadas, nuestros ojos viajan veloces por el Boletín Oficial y su serie histórica. Pronto sabemos que, más allá del arco iris de los Ministerios, hay un lugar secreto y reservado, un parapeto de burocracia forrada de terciopelo en el que las normas se transforman en una minuta de artefactos en prosa rociada con ese originalísimo ambientador léxico que se pulveriza sobre cualquier iniciativa para que huela convenientemente a nuevo, a un país donde el futuro se anuncia constantemente, pero nunca llega del todo.
Siguiendo la estela de los globos y el olor del algodón de azúcar, el Boletín nos acompaña, lujurioso, por esa república administrativa efímera y tranquila en la que descansan los Observatorios y los Portales, un balneario institucional donde duermen las sagas históricas de Libros Blancos y Planes Estratégicos gubernamentales, el lugar templado y caro para los cesantes en el que se solazan los Altos Comisionados y los Consejos Asesores, entre zureos de unicornios y rijo de alcaldes, junto a torrentes rebosantes de dulce de leche y nubes de estevia cultivada en proximidad.
Agotada nuestra capacidad para el asombro, y mientras ya de madrugada nos preguntamos cómo funciona todo, quién decide esto o aquello, nos adentramos en la Babel gubernamental del Boletín donde campean las alegorías y las metáforas, un reino de neologismos y géneros neutros en el que nada entendemos y que parecería diseñado por un comité de especialistas en paisajismo emocional para distraernos del hecho -algo incómodo- de que detrás de la palabra inflamada de los gabinetes y del olor a membrillo y ropa lavada de los anuncios de los portavoces, siempre hay una voz que termina gritando que la cosa va manga por hombro, que todo está cada vez más caro y más feo, y que ya no basta con arrimar el hombro y echarle la culpa solo a los que mandan, pues tampoco los de enfrente parecen administrar la espita de las fuentes del conocimiento.
Está la cosa calentita, pensamos. Entre el ruido y los gritos permanentes de la esfera pública, y enredada en una maraña de clickbait y mentiras impunes, la política contemporánea vive en un scroll infinito: siempre hacia abajo, siempre hacia la nada. Del Rey para atrás, dice mi ortodoncista, todo es dogma, descrédito y desgana, aunque tal vez haya sido siempre así y nos quejemos sólo cuando hemos llegado a esa edad incómoda en la que ya nadie nos pide opinión ahora que sabemos de todo, se nos trate de usted en los festivales y un latigazo cervical pueda amargarnos el fin de semana de las fiestas de la urbanización.
Bien no estamos, musitamos con la cara retroiluminada por el aparato. Sin embargo, allí donde tantos ven nubes negras para la civilización, nosotros, los de la Cofradía de los Cínicos Optimistas no dejamos de susurrar, a cuantos quieren escucharnos, una paradójica razón para la esperanza, pues hemos terminado pensando que, si quienes, desde ambos lados de la trinchera, si aquellos que, con formas predicables de los Peaky Blinders presumen hoy de su incapacidad para sentarse y hablar con los otros de las cosas que nos interesan a todos sin escupir salfumán ni soñar con una degollina de gaznates de infieles son, también, los sutiles inspiradores de tan bellas gemas normativas, los bardos que componen la flor de las palabras de nuevo cuño de los Preámbulos de las leyes, tal vez, algún día, empachados de tanta semiótica oficial y hasta la coronilla de épica y edulcorantes, pongan su talento al servicio del interés general, y podamos todos volver a la dieta del pan duro del español sencillo, llamando a las cosas por su nombre, para empezar a entendernos.
Coda: Soñamos con que llegue el día en el que en las Cortes, el Presidente del Gobierno (o viceversa) se dirija al jefe de la oposición con un “Estoy contino en lágrimas bañado, rompiendo siempre el aire con sospiros, y más me duele el no osar deciros, que he llegado por vos a tal estado”. Ahí habremos enterrado, por fin, a Garcilaso de la Vega.
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