La fotografía de prensa, salvo contadas excepciones, no suele dejar héroes. Deja, en el mejor de los casos, rastros, guellas parciales de una época que nunca se sabe histórica mientras sucede. La exposición Luis Vidal Corella. Crónica fotográfica de la posguerra en Valencia, inaugurada en el Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad (MuVIM), no propone una restitución épica ni una canonización tardía. Propone algo más incómodo y más fértil: volver a mirar una ciudad y un país a través de los ojos de un fotógrafo que trabajó casi siempre a ras de suelo, con una cámara pesada, bajo condiciones técnicas adversas y en un contexto político que exigía prudencia, silencio y adaptación.
Luis Vidal Corella (València, 1900-1959) pertenece a esa estirpe de fotoperiodistas para quienes la cámara no fue una coartada estética sino una herramienta de trabajo. Hijo de Martín Vidal Romero –fundador de un estudio fotográfico en la ciudad y pionero del oficio–, se inició muy joven en la profesión y acabó convirtiéndose en uno de los principales cronistas visuales de la ValEncia del siglo XX. No fue un fotógrafo de gestos grandilocuentes ni de consignas. Fue, sobre todo, un fotógrafo de continuidad: alguien que estuvo allí durante décadas, con rojos y azules, antes de la República, en la Valencia convertida en capital leal durante la Guerra Civil y en la ciudad que restañaba las heridas e intentaba recuperar su ritmo vibrante y soleado.
La exposición reúne cerca de doscientas imágenes tomadas entre 1914 y 1959. Alrededor de ochenta son inéditas. No es un detalle menor. No lo es porque una parte sustancial del archivo de Vidal Corella se perdió o fue destruida tras la Guerra Civil para evitar sospechas políticas o represalias. Lo que ahora se muestra es, en parte, el resultado de una investigación prolongada en archivos públicos, especialmente la Biblioteca Nacional y el Archivo General de la Administración. También es el fruto de un trabajo familiar: el de su nieto, Luis Vidal Ayala, que ha reconstruido un itinerario vital y profesional que ni siquiera los descendientes conocían en su totalidad.
Tres Valencias en una
El recorrido expositivo se articula en tres grandes ámbitos. El primero es casi íntimo: una Valencia cotidiana, previa al estruendo de la guerra y ajena a la conflictividad, fotografiada sin encargo, sin urgencia informativa. Hay escenas familiares, calles reconocibles, una ciudad todavía no atravesada por la lógica de la escasez. Son imágenes que permiten entender de dónde viene la mirada de Vidal Corella antes de que la Historia la pusiera a prueba.
La segunda sección concentra uno de los núcleos más relevantes de la muestra: las fotografías inéditas de la Guerra Civil. Vidal Corella no fue un reportero de guerra en el sentido canónico del término, pero la guerra lo obligó a ampliar el foco. Fotografió la Valencia convertida en capital de la República, los bombardeos, la retaguardia, y también acudió a frentes como el de Teruel o escenarios como Belchite. Lo hizo con cámaras de placas de vidrio, mientras otros fotógrafos internacionales –Robert Capa, Gerda Taro, Walter Reuter– trabajaban ya con Leicas más ligeras. Esa desventaja técnica no impidió que su trabajo alcanzara una notable densidad documental. Al contrario: subraya el mérito de una práctica sostenida en condiciones de precariedad material y riesgo físico.
La tercera sección, la más extensa, aborda la posguerra en València entre 1939 y 1959. Aquí la exposición adquiere un tono más áspero. Las imágenes muestran la exhibición del nuevo poder, la simbología fascista y nazi en la ciudad, los desfiles obligatorios, las visitas de autoridades extranjeras, los rituales de adhesión. Franco aparece saludando desde balcones; Carmen Polo recibe ofrendas; las alianzas con el fascismo italiano y el nazismo alemán se escenifican con solemnidad coreografiada. Son fotografías que no necesitan subrayado: la iconografía habla por sí sola.
La normalidad bajo vigilancia de la posguerra
Pero junto a esa liturgia del régimen, Vidal Corella siguió fotografiando la vida cotidiana. El hambre, la pobreza, las cárceles, la beneficencia, la infancia disciplinada, la Sección Femenina, los actos caritativos que encubrían la escasez estructural. En esas imágenes no hay denuncia explícita. Hay algo más perturbador: normalidad. Una normalidad construida bajo vigilancia, donde la cámara del fotoperiodista debía cumplir con el encargo intentando que la intención, incluso la conciencia crítica, no desaparecieran del todo.
Tras la guerra, Vidal Corella fue detenido y apartado temporalmente de su profesión, aunque no tardó en reincorporándose como reportero gráfico en el diario Levante, ya convertido en prensa del Movimiento. Trabajó allí hasta su muerte en 1959. Esa circunstancia condiciona su obra de posguerra. El encuadre, el punto de vista, la jerarquía de los personajes responden a un código impuesto. Aun así, incluso en ese marco restrictivo, hay fotografías que desbordan el protocolo y dejan entrever una mirada que no se rinde del todo a la consigna.
La exposición incorpora, además, materiales patrimoniales que ayudan a contextualizar el trabajo: cámaras utilizadas por el fotógrafo, carnés de prensa, mapas de la Guerra Civil, así como piezas del patrimonio de la Diputación de Valencia, entre ellas retratos oficiales de Franco y Carmen Polo pintados por José Segrelles en 1957. No funcionan como fetiches, sino como restos materiales de una época en la que la imagen –fotográfica o pictórica– era un instrumento central de construcción del relato oficial.
Fotografía que persiste
El diseño expositivo del MuVIM, excelente una vez más, a cargo de Mauro Gimeno, propone un recorrido progresivo, casi en capas, que evita el efecto de acumulación y permite leer la obra de Vidal Corella como una narración sostenida en el tiempo. No hay voluntad de espectacularización. Hay, más bien, un respeto por el archivo y por el ritmo interno de las imágenes.
Volver hoy a Luis Vidal Corella no es un ejercicio de nostalgia ni un ajuste de cuentas. Es una forma de entender cómo se construye la memoria visual de una ciudad cuando esa memoria no podía formularse en voz alta. Sus fotografías no gritan. Persisten. Y en esa persistencia radica su valor: en haber estado, en haber mirado, en haber dejado constancia cuando mirar no era inocuo y fotografiar no garantizaba ningún tipo de reconocimiento.
La exposición podrá visitarse en el MuVIM hasta el 29 de marzo de 2026. Conviene hacerlo sin prisa. No para admirar un estilo –que también–, sino para enfrentarse a una pregunta incómoda: qué queda de una ciudad cuando solo se la puede contar desde los márgenes del encargo y bajo la sombra de la censura. Luis Vidal Corella no respondió a esa pregunta con palabras. Lo hizo, durante casi medio siglo, con imágenes.
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