No es difícil imaginar la escena: el cruce de miradas, el crujido -al colisionar- de dos egos tan afilados como la aguja del Empire State. Edificio Mariani One, en Cupertino. Una mañana luminosa de mayo de 1985 en California. Steve Jobs, genio casi desde que retozaba en la cuna, quien creó Apple cuando casi era imberbe, se topa con John Sculley al abandonar la sala del consejo de administración. En la sede se acaba de filtrar la fumata blanca, forzada por los tímidos resultados que el padre fundador ha cosechado en el último lustro. El todopoderoso Jobs ha sido destituido como CEO de Apple. En cuestión de minutos estallará la noticia en las agencias y pondrá patas arriba los corrillos de Wall Street. La empresa con más glamour de Cupertino estrena timonel: John Sculley, ex presidente ejecutivo de Pepsi-Cola, reconocida estrella del márketing, con un currículum que desata suspiros en los despachos de los cazatalentos.

Ni Jobs ni Sculley confesaron jamás las primeras palabras que intercambiaron a solas tras el relevo. Jobs se había estrellado en Apple. Y a Sculley se le extendía una alfombra para acrecentar su estrellato y trepar en esa pirámide de vanidades que tan mordazmente describiría Tom Wolfe dos años después. Pero el destino se reservaba una vuelta de tuerca desagradable para el sucesor: años después, Jobs regresaría como un boomerang de carne y hueso para taponar las heridas del balance, reinventar la compañía y erigirse tras su muerte en una figura de culto, condenando el paso de Sculley por Apple a unos párrafos en la Wikipedia.

Cuando John Sculley aceptó relevar a Jobs, llevaba dos años a sueldo de Apple. En los 70 había hecho malabares financieros en Pepsi, plantando cara a Coca-Cola con campañas dignas de estudio en las escuelas de publicidad. Suya es la idea del Desafío Pepsi, pionera en la época: la empresa retaba a su rival con catas a ciegas de ambos refrescos en los supermercados.

Era un ejecutivo altamente cotizado y, como tal, acabó recalando en una empresa puntera de la época: Apple, lanzada el 1 de abril de 1976 por Steve Jobs y Steve Wozniak en un garaje –de verdad- de Los Altos. Entró en nómina en 1983, en un momento especialmente delicado para la empresa tecnológica. Un lustro después de su nacimiento, Apple sufrió la inmersión en el negocio informático de IBM. Vendían ordenadores más baratos, en alianza con otros fabricantes de software y componentes, como Microsoft o Intel. Aspiraban a conquistar millones de hogares… y lo estaban consiguiendo. La estrategia de Apple era radicalmente distinta: controlaba toda la cadena de producción y vendía computadoras más caras, con altas prestaciones y refinado diseño. Sculley remó dos años junto a Jobs, durante los cuales la compañía lanzó su Macintosh, con una campaña publicitaria memorable, estrenada en la Super Bowl de 1984.

Pero la apuesta estratégica no se trasladó a la cuenta de resultados con la velocidad exigida por los accionistas y el consejo acabó precipitando el cese del fundador. Sculley se afanó desde el inicio en extender el uso del Mac a otras parcelas, como la educación. Y sacudió los pilares fundacionales del negocio, cimentados en una potente integración vertical, sellando acuerdos con empresas rivales, como la propia IBM. Ocho años después, las cuentas de Apple seguían sin brillar los suficiente como para sacar pecho en la portada del New York Times. Y así fue como el consejo de administración acabó aplicando a Sculley la misma receta que había prescrito para Jobs. El ex Pepsi-Cola dejó paso a Michael Spindler, quien apenas duró un trienio en el cargo; exactamente el mismo tiempo que duró su sucesor, Gilber Amelio. En total, seis años convulsos que concluirían con el retorno de emergencia, y a la postre triunfal, de Steve Jobs.

El genio aterrizó en Cupertino con el encargo de reanimar a Apple y acabó reinventando la industria. No sólo la informática; también, o sobre todo, la de los contenidos digitales. Con Jobs a la proa, Apple siguió enfocando la venta de ordenadores hacia un nicho de consumidores, casi adictos a la marca de la manzana, dispuestos a pagar más. En 2001 dio la campanada con el lanzamiento del iPod. Al igual que los Mac, el reproductor ofrecía calidad y diseño, pero el verdadero acierto, el atributo distintivo, fue ligarlo a iTunes, una mega tienda online que albergaba millones de canciones disponibles a un golpe de click. El iPod dio la puntilla a la industria del CD, vapuleada ya de por sí por el formato MP3.

Seis años más tarde, el lanzamiento del iPhone provocaría otro terremoto en el sector tecnológico. El terminal de Apple cambió la manera de utilizar el móvil, al promover la pantalla táctil y fomentar el uso de aplicaciones, obligando a la competencia a adaptarse a una velocidad de vértigo. En 2010 lanzó el iPad, una tablet que convulsionaría –entre otros- el negocio tradicional de la prensa escrita, al promover otra forma de consumir la información.

Antes de morir, Jobs era una estrella. Un mito que fue creciendo y creciendo a partir de su fallecimiento, el 5 de octubre de 2011, alimentado por biografías, biopics, millones de páginas en prensa y vídeos en Youtube (su discurso en Stanford, con millones de visualizaciones, es un texto sagrado en muchas escuelas de negocios). También abundan las entrevistas a quienes le trataron. Como el estrellado John Sculley, quien sigue soportando preguntas sobre Jobs cada vez que alguien le hace una entrevista.