Sucedió el pasado 29 de septiembre en Barcelona. El Grupo Godó entregaba en el Palacio de Congresos de Cataluña sus Premios Vanguardia. Un evento de campanillas que contó con la asistencia del alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, el presidente de la Generalitat, Salvador Illa, la vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, su presidente, Pedro Sánchez, y Felipe VI. El rey encabezaba el orden de prelación de las muchas autoridades presentes, y a él le hubiera correspondido pronunciar el último discurso de la noche. Sin embargo, Felipe VI no habló; fue el presidente del Gobierno quien cerró la ceremonia.

Aunque desde La Zarzuela no se quiso dar mayor importancia a este hecho, la decisión de Moncloa y la transigencia o connivencia del Grupo Godó –cuyo editor, Javier Godó, es conde con grandeza de España, concedida por el rey Juan Carlos en 2008, y ha mantenido una larga y estrecha relación con la corona– causaron cierto estupor en el entorno de la Casa Real. Una vez más, el presidente del Gobierno forzaba las costuras del protocolo para tener un protagonismo que no le corresponde en presencia del rey.

Para una institución basada en los símbolos, como la monarquía, las formas son fundamentales, y Sánchez parece disfrutar desafiándolas. Situándose él y su esposa en pie de igualdad con los reyes en recepciones oficiales, haciéndoles esperar en actos como el desfile del 12 de Octubre de hace tres años, dejando a Felipe solo en viajes al extranjero o eliminando las audiencias semanales en La Zarzuela, esa costumbre que Juan Carlos importó del Reino Unido y que todos los presidentes anteriores habían respetado. Del mismo modo que prescinde de la higiénica rutina del debate sobre el estado de la nación o relativiza la obligación de presentar presupuestos, Sánchez no tiene complejos a la hora de achicarle los espacios al rey de una manera inédita en democracia.

Desencuentros con Moncloa

Esto, inevitablemente, ha provocado desencuentros, tratados con discreción por La Zarzuela pero no tanto por Moncloa. El nombramiento de Camilo Villarino como jefe de la Casa del Rey a comienzos de 2024, que se vio con prevención desde el Gobierno por su supuesto perfil "conservador", introdujo un nuevo ingrediente en la ecuación. Diplomático de carrera, jefe de gabinete de tres ministros de Exteriores –uno del PP y dos del PSOE– y de Josep Borrell durante su etapa como Alto Representante de la UE, había sido vetado en varias ocasiones por el actual ministro de Exteriores, José Manuel Albares, que "le tiene una ojeriza grande", según explicaron entonces a El Independiente fuentes diplomáticas.

La infausta visita a Paiporta tras la dana, de la que Sánchez tuvo que ser evacuado precipitadamente mientras los reyes permanecían sobre el terreno calmando los ánimos de los vecinos, o la ausencia de representación española en la reinauguración de la catedral de Notre Dame en París propiciaron nuevos roces, aireados convenientemente por terminales gubernamentales que señalaron directamente a Villarino como responsable.

Es cierto que no todo son problemas. Durante la última Asamblea General de la ONU, el Ejecutivo dio margen a Felipe VI para que usara en su discurso las palabras que considerara adecuadas para condenar los crímenes de Israel en Gaza, sin imponer el uso del término "genocidio". Una decisión, por una vez, de prudencia básica, en uno de los pocos escenarios donde cada año el rey de España parece recuperar sus atributos completos de máximo representante exterior de nuestro país. Pero los gestos de ninguneo, las afrentas de baja intensidad como las de los premios de La Vanguardia, no tardan en volver a producirse.

Un rey majísimo

El rey no habló en la fiesta de La Vanguardia, pero protagonizó la foto de la noche. Fue con la cantante Aitana, una de las premiadas, que no dudó en hacerse un selfie con Felipe VI. "He conocido al rey por primera vez!!!!!! qué majíssssimo!!!!!!", escribía la intérprete en sus redes sociales. La Casa Real también compartió la imagen en su cuenta de Instagram, abundando en la apuesta por la proximidad que vienen cultivando desde que abrieron su perfil oficial en junio de 2024. Y que de algún modo también conviene al Gobierno: el rey guapo, majo y desactivado que refulge en la vitrina digital.

Hoy más que nunca, Felipe VI es un rey que se hace fotos con gente –que con frecuencia las hace él mismo, cogiendo el teléfono del ciudadano de turno y extendiendo su largo brazo para lograr la mejor toma posible– y que hace valer la institución a base de ejemplaridad, pero sobre todo de cercanía y simpatía personal. En un país bloqueado políticamente, con un presidente hostil hacia la institución, atrapado entre el ninguneo del Ejecutivo y la animadversión de la derecha irredenta empeñada en atribuirle poderes que no tiene, el rey tiene cada vez más complicado desempeñar el papel de árbitro y moderador que le otorga la Constitución –sin exponerse a que le tachen de conspirador–. Bien adiestrado en sus dotes comunicativas por la reina Letizia, Felipe, hoy un monarca más influencer que influyente, espera haciéndose selfies a que escampe.