Los toldos de Sol son la última polémica madrileña destinada a pasar a los anales de la señorita Pepis y hacer las delicias del indulgente cronista de la Villa del futuro. "En 2025, dos años después de celebrar una reforma que consolidaba la peatonalización de la plaza y armonizaba el espacio tras décadas de intervenciones parciales", podrá escribir, "los madrileños criticaron la ausencia de espacios de sombra en el soleado y solar foro de Madrid. Y cuando el Ayuntamiento improvisó una solución parcial criticaron el gasto de un millón y medio de euros en instalar unos aparatosos toldos de quita y pon, impotentes contra el sol estival e insuficientes para una plaza de 12.000 metros cuadrados de superficie".
Por paisajismo, pragmatismo y sentido común, la última reforma de la Puerta del Sol se planteó deliberadamente sin parasoles ni árboles, que apenas se hubieran podido plantar –pocos y de mala manera– en la estrechísima franja que dejan las losas de hormigón que cubren los túneles y las estaciones del Metro y Cercanías. La demagogia de la oposición consistorial ha vinculado la ausencia de vegetación en Sol al supuesto instinto arboricida del alcalde Martínez-Almeida, como si en Sol se hubiera arrancado algún árbol. O como si el ejemplo reciente de la gran explanada yerma y circular de la nueva Plaza de España de Manuela Carmena, concebida para reforzar y proteger la estructura del aparcamiento subterráneo, no existiera.
Pese a todo, y dado el supuesto clamor popular, el Ayuntamiento decidió plantear una solución, quizá la menos mala, quizá la única posible, para aquellos que quieren sentarse o circular por Sol en las horas más crudas del verano. Se han desmontado y vaciado los enormes bancos corridos para poder instalar en su interior un lastre suficiente para garantizar el anclaje seguro de la estructura de los toldos –unos toscos mástiles de acero que contrastan con la refinada factura del conjunto y que cuando se desmonten en invierno dejarán una huella fea e indeleble–. Los toldos ya instalados dan una sombra modesta, como señalan algunos de los ciudadanos consultados por El Independiente para el vídeo que acompaña esta pieza. Además, entrado ya julio, la empresa aragonesa Carpas Zaragoza, "especialistas en arquitectura textil", todavía sigue trabajando. La plaza vuelve a ser el pandemonium de vallas y grúas que fue durante los años de reforma, agravado estos días por la presencia de decenas de baños portátiles y contenedores de basura gigantes instalados para el Orgullo. Da calor solo de verlo.
Antes de todo este lío del sol y de la sombra, suprimido el tráfico rodado, culminada su rehabilitación, Sol se parecía más que nunca a la plaza de aquellas fotos pioneras tomadas por Juan Laurent en el último tercio del siglo XIX, aun sin los imponentes toldos de comercios y cafés de entonces que, esos sí, daban cierta sombra a los peatones que circulaban por el perímetro –por la sombra– y que hoy solo conserva Casa de Diego, meca de paraguas y abanicos. Sol ha vuelto a ser la neoclásica plaza dura de sus orígenes, y quizá ahí esté su pecado, en carecer de las coartadas de expresionismo y posmodernidad que legitimaron las plazas duras socialistas, sin función y sin remedio, de los años 80, hoy buena parte de ellas desmanteladas.
Pongámonos estupendos. ¿Quién echa de menos una sombra en la plaza Navona de Roma? ¿Quién en los 23.000 metros cuadrados de la Plaza Roja de Moscú, o en los 34.000 de Alexanderplatz en Berlín? ¿O en los más modestos campi, hermanos venecianos de ese cruce de caminos y punto de encuentro que es Sol? Son innumerables los ejemplos, en latitudes más o menos extremas, de que ni se puede ni hace falta cubrir una plaza de grandes dimensiones. No son el lugar idóneo para montar refugios climáticos. Definitivamente, no se puede quitar el sol en Sol.
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