"Nuestro laboratorio es grande, tiene unos 1.600 metros cuadrados. Es como una nave industrial, pero tiene una característica especial, que lo hace singular. Y es que está dentro de una montaña. La razón es que allí debajo podemos alojar experimentos que no se podrían hacer en superficie, donde los rayos cósmicos que vienen del espacio, que son como descargas eléctricas, dejan ciegos a nuestros detectores. Es como cuando miras directamente al Sol. Por eso la montaña actúa para nosotros como unas gafas de sol", 

Así explica Carlos Peña Garay, director del Laboratorio Subterráneo de Canfranc (LSC), ubicado en Huesca, por qué su centro es tan peculiar. En todo el mundo sólo hay 11 instalaciones parecidas, y este en concreto es el segundo más grande de Europa. "Los experimentos que realizamos intentan explorar fenómenos raros, pero que fueron muy importantes en el primer segundo del universo y que nos pueden ayudar a entender cómo se fabricó la materia de la que estamos formados", señala Peña.  

Los rayos cósmicos que vienen del exterior no son más que partículas con una energía muy alta que, al entrar en la atmósfera de la Tierra, se descomponen en nuevas partículas de menor energía. Muchas de ellas desaparecen, pero otras sí acaban llegando y golpean en la superficie. Y eso no es compatible con las investigaciones que se realizan en el LSC, que tratan de analizar partículas que son muy esquivas y necesitan lo que los investigadores llaman poéticamente ‘silencio cósmico’. Por eso las galerías del laboratorio, excavadas a 800 metros bajo tierra, son perfectas. Porque allí las partículas de radiación cósmica son 33.000 veces menos que en la superficie. 

"Hay dos maneras de estudiar la historia del Universo. La primera es analizar la alta energía, algo que se hace en los aceleradores de partículas. Y la segunda es estudiar la energía bajita, y para eso tienes que irte a laboratorios subterráneos", resume Pipo Bayo, físico del LSC. "Lo que nos interesa es saber de qué está hecho el Universo. Sabemos que un 5% es materia ordinaria, de la que nosotros estamos hechos. Las hipótesis actuales dicen que otro 68% es energía oscura, pero actualmente ese es un campo más teórico que práctico. Nos queda el 27% restante, que creemos que es materia oscura. Se llama así porque es invisible, pero aunque la luz no nos permite verla tenemos evidencias de que existe. Y nuestro objetivo en el laboratorio es detectarla", añade. 

Actualmente el LSC tiene en marcha tres experimentos en el campo de la materia oscura. Pero hay otra rama de investigación importante. Se trata de los neutrinos, unas partículas que se postularon hace casi un siglo y se descubrieron hace unos 70 años. Su naturaleza es muy rara, y aunque se sabe que tienen masa es tan pequeña que, con la tecnología actual, no sabemos medirla con precisión. Aún así se utilizan ya, por ejemplo para saber qué ocurre en el interior de estrellas. Pero es necesario investigarlas más, porque los científicos creen que su comportamiento en el primer segundo de vida del universo fue clave para que todo lo que existe fuera como es hoy en día. 

Pero todo esto hay que demostrarlo, claro. Y, dada la magnitud de lo que se investiga, no es fácil. "Lo que hacemos es ciencia a muy largo plazo. Cada detector que usamos tiene una vida media de trabajo de 25 años, porque necesitas grandes experimentos para detectar cosas muy esquivas. Y tenemos que cumplir con los cinco sigmas de la ciencia, que implican que cualquier descubrimiento tiene que tener una veracidad del 99,99%", comenta Bayo, que apunta que también tienen proyectos de geofísica, biología y computación cuántica en marcha. 

Y ahora, además, se han centrado en solucionar otro problema. "El 50% de la radioactividad natural que recibimos viene del radón, que es un gas que emana de las superficies y que si llega a nuestros pulmones se puede descomponer en polonio. Y es dañino, por eso siempre hay que estar en espacios ventilados. Si te vas a sótanos o a cuevas, la concentración de radón es más alta. Hay niveles máximos permitidos, y una de las cuestiones que ha cambiado con la nueva normativa es que se han puesto normas para controlar que las edificaciones que se construyen estén aisladas del radón", asegura Peña. 

Pero, obviamente, todo lo que se había construido antes de que entrara en vigor esa legislación no cumple con estos estándares. Así que hay muchas zonas, como por ejemplo los garajes, donde las concentraciones de radón pueden ser muy altas. "Como cualquier fuente de radioactividad, cuanto más tiempo estés expuesta a ella más posibilidades vas a tener de sufrir cáncer, y menos años vas a vivir. Así que estamos desarrollando un equipamiento para medir y controlar el nivel radón que sale de la superficie de las cosas, porque todos los materiales, aunque sean muy puros, emiten algo. Y también estamos trabajando con la industria para fabricar pinturas y plásticos que nos aíslen bien", remata Peña. 

La apuesta de cuatro investigadores

"La historia del laboratorio comienza en 1985, cuando cuatro investigadores del Grupo de Física Nuclear y Astropartículas de la Universidad de Zaragoza plantean que España necesita un centro de astrofísica nuclear. La primera opción fue establecerlo en una mina de sal cerca de Zaragoza, pero se vio que no reunía las condiciones adecuadas. Y entonces se pensó en el túnel de Canfranc, que estaba en desuso desde los 70. Pero había un problema, y es que las vías ferroviarias seguían allí. Así que tuvieron que cambiarle las ruedas a un coche para que pudiera deslizarse por las vías", rememora Bayo. 

En los años sucesivos los científicos fueron haciendo pruebas para ver qué zona del túnel estaba más protegida de la radiación cósmica por la cantidad de tierra y roca que había encima. Se montaron hasta cuatro laboratorios, cada vez más completos, hasta llegar al actual. Y luego el Gobierno se fijó en él y le otorgó financiación. El centro que conocemos a día de hoy se inauguró en 2006, aunque un año después un desprendimiento obligó a clausurarlo. Así que en realidad su actividad comenzó en 2010.   

El LSC tiene actualmente 14 trabajadores fijos y 11 temporales. Aunque también cuentan con la colaboración de cientos de científicos externos. "La idea siempre es darle las mejores condiciones a la instalación. Buscamos radioactividad cero, porque cuanto menor sea más fácil es ver la materia oscura y los neutrinos. Por eso nos hemos centrado en ser especialistas en radiopureza. Y en algunos casos lo hemos conseguido. Tenemos el mejor detector de germanios del mundo", relata Bayo. 

Los científicos acceden al laboratorio subterráneo en coches. Desde el edificio que ejerce como sede del LSC, que está ubicado en la superficie, se tarda poco más de diez minutos, si no hay ningún problema. Tan sólo hay que enfilar el túnel de Somport, que conecta Aragón con Francia, y a unos dos kilómetros tomar un desvío que lleva directamente al centro, donde los investigadores tienen su propio párking. No tiene nada que ver, por ejemplo, con el complejo acceso al laboratorio subterráneo de Canadá, que está ubicado en una mina de la que solo se puede entrar y salir cuando lo hacen los propios mineros.

Las características tan particulares del LSC le han valido para formar parte de la Red de Infraestructuras Científicas y Técnicas Singulares (ICTS), un grupo que reúne las instalaciones de investigación más curiosas de España. "Es una apuesta que se hizo a principios de este siglo para llevar a España al mismo nivel de investigación científica del resto de Europa, y que se compone de centros punteros que exploran los límites del conocimiento humano y que tienen alguna singularidad. En nuestro caso es doble, porque el laboratorio es subterráneo y se dedica a la astrofísica", concluye Bayo.