Hace un lustro unos de los páramos más estériles del mundo, donde la vida es un acto de resistencia diaria, comenzó a verdear. La piel del desierto mudó en los dominios de Mohamed Salem, un joven que bautizó a su milagro “el jardín nómada”. “Éste es un lugar único”, presume Mohamed cuando invita al forastero a internarse por su pequeño oasis, entre el murmullo de los animales y un tanque de agua.  

Una tapia hecha a base de viejas ruedas de neumáticos protege el huerto que Mohamed cuida desde entonces. Su proyecto crece en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf (Argelia), entre el mar de jaimas y pequeñas construcciones de adobe donde sobreviven unas 175.000 personas, la población que en 1975 huyó del Sáhara Occidental, la otrora colonia española, ocupada por Marruecos.

Una "lucha diaria"

“Lo he hecho reciclando materiales de la base, desde llantas hasta trozos de madera y madera que ha recogido en los alrededores del campo”, explica Mohamed mientras deambula por el perímetro en compañía de uno de sus hermanos. La suya es una obra que bordea y supera a diario toda clase de adversidades.  “La mayoría de los saharauis no tenemos formación agrícola, por eso es tan singular. Para tener un huerto en los campamentos hay que luchar, investigar y trabajar y leer mucho con el objetivo de formarse. Aquí debes lugar contra las duras condiciones del desierto como el calor, el viento, la falta de agua o la pobreza del suelo”, agrega.

El de Mohamed es uno de los contados proyectos que tratan de proporcionar alimentos básicos para unos campamentos que subsisten gracias a la ayuda externa y que durante décadas han evitado desarrollar infraestructuras con la esperanza de un retorno cada vez más remoto. El 94% de los refugiados saharauis depende de la ayuda humanitaria y los casos de malnutrición son ubicuos “Es un proceso muy complicado. Pasé el primer año tratando de descubrir qué hacer con la tierra porque al principio pensaba que bastaba con colocar la semilla, regarla y esperar a que saliera el fruto. Pero no fue así. Tuve que aprender de fertilizantes, tipos de semillas y tierra”, esboza.

No quiero presumir de haber hallado la receta. Prefiero pensar que es un viaje

Incluso ahora, cuando camina entre las plantas de hierbabuena que brotan del suelo árido, el veinteañero se muestra cauto. “No quiero presumir de haber hallado la receta. Prefiero pensar que estoy embarcado en viaje y que sigo encontrando nuevas soluciones y fórmulas creativas porque a menudo lo que crees que puede funcionar porque lo has visto en otros lugares, aquí fracasa. En ocasiones la clave para mantener un huerto como este en los campamentos es ser creativo”.

Regresar a casa

Una filosofía que está vinculada también al modo en el que convirtió el huerto en su vía de escape en el horizonte de tiendas de campaña que le rodea. “Cuando era niño mi padre siempre me animaba para que plantara algo en casa. En 2018 abandoné los estudios y volví a los campamentos para ayudar a mi familia. Unas lluvias torrenciales habían destruido nuestra casa y había que echar una mano. Entonces comencé también a estudiar inglés y, como no encontraba trabajo, tenía que llenar el día con otra cosa. Y tuve la idea del huerto. Empecé con un pequeño rectángulo de diez por dos metros y me terminé enamorando de la agricultura”.

Mi sueño es desarrollar un modelo de huerto sostenible y asequible para el pueblo saharaui

Mohamed, que estudió bachillerato en Argelia y pasó antes cinco veranos en España en el marco del programa Vacaciones en Paz, encontró en la jardinería una salvación a las largas jornadas del desierto. “Me considero jardinero y ganadero además de un poco artista”, replica. Su faceta artística, avisa, se halla aún por definir. “Pasó mucho tiempo con un amigo que es artista. Observo y le pregunto por el arte. Estoy aún en la búsqueda aunque soy más jardinero que artista”, musita.

Del huerto al cine

Mohamed Salem rodó su propio cortometraje para documentar la proeza del huerto. Se titular The Nomad Garde y se ha proyectado ya en varios festivales internacionales. "Es una oda a lo imposible. Un joven refugiado saharaui muestra cómo ha conseguido cultivar hortalizas en uno de los lugares más inhóspitos del mundo ante la escasez de agua, las temperaturas extremas y las tierras estériles", reza la sinopsis.

La observación del desierto y sus confines marca el aprendizaje que ha dado forma a su iniciativa. “Se trata de experimentar. Aquí sigo lo que se llama el sandoponic, un sistema que resuelve el problema del agua y el suelo”, detalla. El Sandponics es un sistema de cultivo de plantas en arena que combina la acuicultura y la hidroponía (el cultivo de plantas en agua). Las plantas se cultivan en un lecho de arena, que se riega con agua rica en nutrientes procedente de una estanque. En el caso de Mohamed, el tanque de agua que alberga los peces está construido a base de botellas de plástico llenas de arena.

“El estanque está hecho de cinco mil botellas de plástico que he ido recogiendo por el campamento. El sistema es una combinación entre las plantas y los animales. El estiércol de los peces es perjudicial si permanece en el agua. Uso un filtro en el agua que sirve para obtener el abono de las plantas y éstas limpian el agua para los peces. Es un círculo”, cuenta Salmen con evidente orgullo. La fórmula le ha permitido reducir el consumo de agua, que llega en cisterna. “Antes necesitaba veinte toneladas y ahora solo siete”, admite en busca siempre del desafío de hacer fértil la tierra del desierto.

Un proyecto pionero

Su producción surte las necesidades de casa y sus animales. El excedente lo vende. “La menta la vendo en el mercado y con el dinero que obtengo compro agua para mantener el estanque. También comercializo leche”, dice mientras camina entre los inquilinos del huerto. “Tengo gallinas, cabras, patos, tortugas y peces. Los conejos murieron a causa del calor”, confiesa. Según la temporada y lo benigno que resulte el clima, Mohamed cultiva tomates, zanahorias o remolacha. “Depende de cómo venga el tiempo”, advierte.

Ahora que el huerto comienza a confiarle sus secretos, el joven aspira a dar con la fórmula que permita expandir su modelo fuera de las paredes de su pequeña parcela. De momento, ha rodado su propio cortometraje para demostrar que lo imposible puede ocurrir. “Mi sueño es desarrollar un huerto sostenible y asequible para el pueblo saharaui. Nuestros antepasados carecen de formación agrícola. Eran nómadas y, cuando llegamos aquí, nos resultó difícil saber qué es la jardinería. Lo que pasó durante los últimos años, con la pandemia y la reducción de la ayuda internacional, ha demostrado que tenemos que intentar ser autosuficientes”, arguye.

El alegato de quien acepta con una sonrisa el apodo de “jardinero del desierto” y disfruta descifrando los rostros de quienes se asoman a su vergel. “Es increíble. Está en medio de la hamada, con el calor extremo del desierto. Y luego entras en este huerto y sientes claramente que es un espacio diferente por el olor de las plantas y el agua y el ruido de los animales”, narra. “Lo veo en la cara de la gente que entra aquí por primera vez. Están realmente impresionados de que sea posible hacer algo así en este desierto”.