Nadie esperaba que empezase tan rápido. Trump había prometido que haría tantas cosas cuando llegase al poder, que todo el mundo en Washington temía por su puesto de trabajo y al mismo tiempo creía, confiaba, rezaba por que quizá ellos no fuesen su principal prioridad, por que quizá aún les quedarían meses. Estaban equivocados. A pocos días de arrancar su segundo mandato, Trump ya había despedido a empleados públicos estadounidenses y puesto a otros en excedencia obligatoria (on leave) y muchos estaban teniendo que dejar la ciudad. 

Seis meses después, los despidos del presidente continúan siendo el principal tema de conversación en la capital estadounidense, una ciudad donde casi la mitad de la población trabaja para el Gobierno (unos 300.000 en la ciudad y alrededores, teniendo la ciudad 700.000 habitantes), y gran parte del resto lo hace para organismos bilaterales que dependen de su financiación (sobre todo, Banco Mundial, FMI, Organización de Estados Americanos y Banco Interamericano de Desarrollo). Por si no fuese suficiente, entre los demás muchos trabajan en consultoras o pequeñas empresas que prestan servicios a dichos organismos, por tanto, también dependientes de fondos públicos.

Recuerdo casi con sorpresa cuando en enero tratábamos de evaluar los posibles daños entre aquellos con los que juego a pickleball (escribiré más adelante de ese deporte, el que más rápido se está extendiendo en EEUU) y había varias personas que consideraban que no iban a verse afectadas porque no trabajaban para lo público. O eso pensaban ellos. Apenas unos días después, una colega que es investigadora en una universidad contaba alarmada cómo, si Trump cumplía su promesa de retirar toda la financiación pública que entonces el Gobierno destinaba a dicha institución por considerarla demasiado progresista o woke, la inmensa mayoría de alumnos no podrían permitirse estudiar allí y la universidad se vería obligada a cerrar al cabo de un año.

Desde entonces, la situación solo ha ido a más.

Hace unos días, una conocida me contó que los pocos trabajadores que quedan en la agencia de ayuda al desarrollo del Gobierno de EEUU, Usaid, estaban organizando un crowdfunding o recolecta de dinero para pagar el parto de una de sus excompañeras, que había sido despedida en medio del desmantelamiento de la agencia que llevó a cabo Elon Musk. Porque en Estados Unidos si pierdes el trabajo pierdes también el seguro médico, y ese seguro es la única manera de no tener que abonar decenas de miles de dólares por dar a luz en un hospital. La mujer había tratado durante los últimos meses de conseguir un nuevo empleo, pero no lo había conseguido, posiblemente en parte por el avanzado estado de gestación en el que se encontraba, y por eso sus excompañeros de trabajo estaban intentando que ese bebé no le llevase a endeudarse de por vida.

Se me ocurren pocas cosas más terroríficas que estar en los últimos meses de embarazo y no saber cómo vas a pagar un ingreso hospitalario imprescindible para que tú y tu bebé sigáis con vida, pero es que las consecuencias de perder el empleo en Estados Unidos son a veces inconcebibles e inimaginables para nosotros los europeos. Durante los primeros meses del mandato de Trump, tanto amigos como negocios que suelo visitar contaban que muchas personas estaban marchándose de la ciudad y en un primer momento no lo entendí: ¿por qué no esperar a tratar de encontrar un nuevo empleo, o a que algún juez decidiese sobre si esos despidos eran o no legales? La respuesta es tan simple como que al perder el trabajo esas personas no pueden continuar pagando el alquiler, ni siquiera un mes más, algo que se explica tanto por los altísimos precios de la vivienda en el Distrito de Columbia donde se encuentra Washington (de media, un apartamento de una habitación ronda los 2.500 dólares, los 3.200 con dos habitaciones) como por la ausencia de algo parecido a una prestación por desempleo que ayude a pagar las facturas cuando alguien queda en esa situación.

He tratado de explicar cómo funciona el paro en España a colegas americanos y han alucinado con que exista algo así. Aquí el ahorro personal es la obligación y la norma, también el pedir préstamos para absolutamente todo y el no disfrutar ni de una semana de vacaciones, pero esos son temas de los que hablaré más adelante.

Cabría pensar que quienes han tenido más suerte y aún conservan su trabajo ya pueden respirar, pero no del todo, porque a diario se preguntan durante cuánto tiempo lo mantendrán. Hace un par de semanas el Tribunal Supremo respaldó los despidos masivos del presidente, y ese mismo día el Departamento de Estado echó a 1.350 personas, con lo que la ansiedad y el miedo ha vuelto a las conversaciones diarias. Esos nuevos despidos también se notan en que los gimnasios han vuelto a redoblar sus ofertas para tratar de recuperar a los clientes que están perdiendo, en las noticias que dicen que los restaurantes están cerrando a un ritmo nunca visto y en aquellas que cuentan que las empresas del sector privado están recibiendo más curriculums que nunca, lo que muestra que no hay suficientes puestos en el sector privado para absorber a todo el mundo.

La herida de los despidos de Trump se nota en la ciudad más que en ningún otro sitio, pero ni siquiera aparece reflejada en las estadísticas. No existe una cifra oficial de puestos de trabajo perdidos pese a lo mucho que se ha hablado de ellos. Con todo, los economistas aseguran que Washington y sus negocios van a notar ahora más que nunca la falta de todos aquellos que están teniendo que marcharse. No será la única consecuencia de su ausencia, pero, como mínimo, la recesión en la región está garantizada.