Existen tres modalidades psicológicas de relacionarse con los impuestos. Tres formas muy distintas de reacción, todas muy humanas, cuando irrumpe en nuestra vida doméstica el ogro megalómano que aplica coactivamente el sistema fiscal.

1.- La estrategia del avestruz

Sobre el papel, las cosas están muy claras. Las normas del Derecho Público sancionador (leyes penales y administrativas) sólo castigan las conductas ilícitas previamente tipificadas con el detalle necesario. Además, la Ley no penaliza los errores excusables y las  diferencias fundadas de interpretación. En el ámbito de los impuestos, la fuerza punitiva del Estado alcanza únicamente a los individuos portadores de un acreditado afán subjetivo: el ánimo deliberado de engañar al fisco. El que no ha tenido “animus defraudandi” puede respirar tranquilo, incluso si el cartero le entrega un certificado de la Agencia Tributaria.

En la práctica, sin embargo, la cuestión no suele transcurrir por el paisaje de serenidad pastoril que acabo de dibujar. Diga lo que diga el texto de las leyes, late en el corazón de demasiados contribuyentes la sospecha de que la igualdad de armas en la relación tributaria (El Estado vs. Zutano o Mengano) es un bello ideal democrático parecido a un trébol de cuatro hojas. Un sueño alejado de la dura realidad de cada día. Porque sobre la superficie de las normas tributarias rezuma un fluido ominoso y subterráneo, la sombra de una maquinaria administrativa omnipotente que hace y deshace según su interés, que es recaudar lo máximo posible.

La superficie de las normas tributarias rezuma un fluido ominoso

Una maquinaria ciega que no ve, en caso de conflicto, los legítimos intereses de los ciudadanos. Y aún más. Su poder de intimidación es tan grande que suele despertar en el contribuyente afectado una falsa conciencia, la de su culpabilidad fiscal para que, voluntariamente aunque a regañadientes, acepte sacar más billetes de la cartera, incluso si sus liquidaciones han sido irreprochables y está limpio de polvo y paja. Lo repito: hablo de percepciones psicológicas, no de evidencias de la realidad objetiva. De miedos, del espanto (inducido o no por el ogro megalómano) que experimenta el contribuyente Juan Español si, sugestionado, llega a la convicción de no saber quién es, probablemente un criminal o un bruto, quizás la reencarnación de Islero, el toro que mató a Manolete.

Personalmente, después de cuarenta años de ejercicio profesional, puedo dar fe de los ataques de ansiedad y de la sucia sensación de ser pillados en falta sufridos por muchos contribuyentes honrados por el simple hecho de recibir una notificación tributaria. No me extraña, por tanto, que para evitar el pánico que infunde la visión repentina de Leviatán, algunos hagan lo mismo que hacen los fumadores para prevenir el cáncer de pulmón: meter permanentemente la cabeza dentro del hoyo. Ahora bien, la política del avestruz es una estrategia psicológica ya en desuso y más propia de las sociedades industriales. Ahora, en la llamada “sociedad de la información”, predomina una actitud de signo contrario, una patología nerviosa a la que es muy difícil sustraerse, como veremos en el apartado 3.

2.- La normalidad no existe

La segunda forma “afectiva” de convivencia con la gestión tributaria del Estado es relajar el ánimo y, si uno es un buen ciudadano, confiar en la Administración, que debe servir el interés general con objetividad y sometimiento a las leyes. Ya he pergeñado esta situación en el primer párrafo del apartado anterior. La “paz de espíritu fiscal” (la otra cara de la moneda del “fair play” de la Administración) debería ser una muestra más del bienestar general que merecen los ciudadanos que observan las leyes, una deuda social que debe satisfacer el Estado de Derecho. Los ciudadanos podemos exigir respuestas públicas predecibles, según acomodemos o no nuestros actos a los mandatos exigidos por las normas. Si, por el contrario, lo que recibimos son caprichos administrativos, la legitimidad de las sanciones se cuartea a corto plazo y, a la larga, el edificio legal se derrumbará.

Si lo que recibimos son caprichos administrativos, la legitimidad de las sanciones se cuartea a corto plazo

Muchos factores han colaborado para poner en entredicho esa legítima pretensión de la ciudadanía que demanda predecibilidad. Hoy sólo voy a aludir a la quiebra más reciente de la confianza social en las normas tributarias y en las instituciones que las aplican. Como sucede en las empresas en concurso de acreedores, la crisis permanente del erario desde 2008, la política de ajustes continuos ejecutada por el Gobierno, que a menudo ha seguido el expediente fácil de cebarse con los más débiles, y otras manifestaciones afines de la discrecionalidad y arbitrariedad reinantes, han inoculado a gran parte de la población los gérmenes de un trastorno que, si no se le pone coto, puede acabar en una grave enfermedad “mental” en sus tratos con las autoridades fiscales. Como si estuviéramos amenazados por un ERE fiscal de duración indeterminada, sospechamos, sin duda a veces sin motivo, de las verdaderas intenciones de los poderes públicos, deformando el trazado de una línea recta mediante la visión de una curva sinuosa. Sin embargo, abundan en la realidad cotidiana las actuaciones torcidas de una Administración “legibus solutus”, los actos arbitrarios de un poder que ha cortado las amarras que le unían al Imperio de la Ley. La Gran Recesión ha erosionado, hasta una situación sin precedentes cercanos, la opinión social sobre la buena fe e imparcialidad de las Administraciones tributarias.

3.- Hiperactividad

El pasado 2 de octubre entró en vigor la nueva Ley del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Respecto a la notificación de los actos administrativos (de todo tipo), la Ley fomenta preferentemente la notificación por medios electrónicos. La “excitación” electrónica del administrado queda garantizada porque la Ley da un paso más. Es tan “modernita” que crea -¡cómo no!- también en el campo administrativo un sistema (voluntario) de “alertas”, aunque conviene distinguirlas de las notificaciones propiamente dichas. Su artículo 41, apartado 6, dice: “…las Administraciones Públicas enviarán un aviso al dispositivo electrónico y/o a la dirección de correo electrónico del interesado que éste haya comunicado, informándole de la puesta a disposición de una notificación en la sede electrónica de la Administración u Organismo correspondiente o en la dirección electrónica habilitada única”. Aunque la Administración no se responsabiliza de los posibles fallos de su reloj despertador, ya que “la falta de práctica de este aviso no impedirá que la notificación sea considerada plenamente válida”. Las reclamaciones, por tanto, al maestro armero.

El 13 de octubre, la web de la Agencia Tributaria (www.agenciatributaria.es) estrenaba un “banner” sobre “Suscripción Avisos de Notificaciones”. Así que ya podemos darnos de alta en un sistema de “alerta temprana” más, aunque en esta ocasión no sea para informarnos de la próxima temporada operística o de que, por hacer bien la declaración del IRPF, los suecos le han dado a Juan Español el Nobel de Literatura, como al amigo Bob. Ojalá la Agencia Tributaria nos avise de que en breve vamos a recibir esa devolución pendiente que esperamos como agua de mayo, aunque nos hará menos gracia enterarnos, si es el caso, de que la Agencia nos va a “crujir” por partida doble, primero con el “aviso” y después con la “notificación”. En principio, poco habría que objetar a esta panoplia de “avisos” y “notificaciones”, pues se trata, simplemente, de vías administrativas de comunicación con los ciudadanos, de conductos neutros que son independientes de la legalidad o ilegalidad de los actos que “transportan”. No confundamos al mensajero con el mensaje que lleva en su zurrón, dirán algunos.

El mal clima que empaña la confianza de los administrados puede empeorar todavía más

Sin embargo, el mal clima que empaña la confianza de los administrados respecto al fondo de las decisiones administrativas puede empeorar todavía más si, en vez de dejar que las notificaciones discurran por sus cauces ordinarios, se fomenta un sistema generalizado de “alertas” que envuelve dentro de su caparazón de aparente racionalidad al servicio del ciudadano la intención orwelliana de que aquí ni el lucero del alba puede descansar tranquilo. La tecnología electrónica sólo es apta para mayores con reparos, produce adicción a los ingenuos, y el ogro lo sabe bien. Que nadie se relaje, parece ser su propósito íntimo.

Dicen los entendidos que el sadomasoquismo produce placer al ofendido. Como el famoso “Síndrome de Estocolmo”. Como esa pulsión tan moderna que es la adoración sentida por la víctima hacia su verdugo. Sobre todo si el sayón descarga sin parar su hacha electrónica. Sea. Por el bien de la sociedad de la información. Por el bien de todos los estímulos y prisas que origina, no Internet, sino el alcoholismo ya crónico de los que no conocen otra vida que La Red.

(Dedico las líneas que anteceden a la memoria de Johan Huizinga, autor de “Homo ludens”. Al gran historiador holandés que entendía el juego como una actividad verdaderamente seria, y apreciaba el espíritu del jugador como la piedra de toque de la libertad humana).