El Fandi salió de su plaza de Granada a lágrima viva. Mientras él toreaba, el resto ya había recibido en el callejón la noticia de la tragedia en Francia. Antes de marcharse de la plaza a pie aparcando por un día la fiesta a hombros, Enrique Ponce le abrazó y el ya veterano torero recorrió el ruedo, junto a Roca Rey, roto por el amigo que se fue.

Los héroes, tantas veces cuestionados, minusvalorados y triturados a chanzas y gracietas, se derrumbaban con la muerte de un compañero. Que fuera en un pueblo francés o en la ambulancia camino de una ciudad será alimento para las tertulias de la misma forma que su procedencia vasca.

Iván Fandiño y su descubridor, Néstor García, en Pamplona.

Pero lo que no precisa mayor interpretación es que Fandiño era torero, y los toreros se juegan la vida. Sólo ponemos esta afirmación en su verdadera proyección cuando suceden cosas así. Fandiño acababa de pasar sin pena ni gloria por San Isidro, en tardes de ésas que decimos alegremente de relleno y en las que luchadores como él intentan arreglarse otra vez con la plaza de Las Ventas, la que le dio gloria y la que, en una tarde de las que rasgan el destino, se la quitó hace un par de temporadas frente a seis toros. La ingratitud en este oficio es trago al que hay que acostumbrarse, y más en este Madrid que quita y pone a capricho.

A partir de ahí un volver a empezar casi de cero. Con toda la crudeza de que los méritos caen en el olvido y, o te espabilas, o te quedas absolutamente fuera de juego, de la temporada, de las grandes ferias y de las no tan grandes.

En ese punto exacto se encontraba Fandiño. En ese complicado volver a empezar.

Por cuestiones personales, Fandiño estuvo ligado a El Brindis, un barecito no demasiado lejos pero tampoco demasiado cerca de Las Ventas en la calle de Martínez Izquierdo. Guarda el aire de taberna sevillana, no sale en las referencias periodísticas tradicionales de San Isidro y tiene la singularidad de que, al no ser muy popular, se presta para un café tranquilo antes de los toros. Al ser vecino de hotel, algún que otro matador como Morante se ha dejado caer por allí en veladas ajenas al ajetreo de la feria.

Ese aroma se degustaba el viernes en El Brindis antes de la Beneficencia. Un refugio de toreros en tierra caliente, a unos pasos de esa guerra que para todos ellos es comparecer en San Isidro. La muerte de Fandiño llegó ayer apenas quince minutos después de que Morante, Cayetano y Ginés Marín cerraran la treintena de tardes de toros en Madrid. De ahí que la noticia trágica corriera como la pólvora de bar en bar, a la salida de los toros, poniendo a cavilar al aficionado: todos sabemos que puede pasar, pero nos empeñamos en no querer darnos cuenta.

Y seguimos pontificando como si tal cosa.