El viejo Rey -no le gusta que le llamen Emérito- ha acumulado en los últimos años motivos sobrados para hacerle un buen puñado de reproches, todos ellos sobre sus actividades privadas, algunas de las cuales le han valido las más aceradas críticas por parte de la opinión pública y han provocado además que el prestigio de la Corona cayera en la consideración popular a niveles mínimos, desconocidos hasta esos momentos. Eso es así y no habrá nadie que se atreva a discutirlo.

Pero ninguno de esos reproches resulta de los fallos que hubiera podido cometer en su papel institucional, que ha sido  impecable durante todo el largo período en que ha asumido la jefatura del Estado español. Y lo que en estos días se conmemora es precisamente el 40 aniversario de una Constitución cuya aprobación y pervivencia están en el origen de este periodo democrático que es, sin discusión, el que ha proporcionado a nuestro país las más altas cotas de libertad y de bienestar de toda su Historia. Y en esa conmemoración no podría estar ausente el Rey Juan Carlos I porque él fue protagonista principalísimo del proceso que llevó a España al lugar en el que se encuentra hoy día.

Ninguno de los reproches por actividades privadas resulta de fallos en su papel institucional, que ha sido impecable

Esta que sigue es la descripción somera de la contribución esencial y determinante del ahora viejo rey a la España democrática y en paz que, con todos sus fallos y sus errores, disfrutamos ahora.

Digamos para empezar que desde el comienzo de su vida pública como sucesor del dictador, Juan Carlos de Borbón no lo tuvo nada fácil porque en el régimen franquista muy pocos estaba dispuestos a aceptar que a Franco le sucediera un Rey y mucho menos que ese Rey fuera hijo de Don Juan de Borbón, para entonces abiertamente enfrentado en términos políticos a Franco, y por si fuera poco, nieto de Alfonso XIII. Tan es así que cuando Franco convoca a las Cortes para anunciar su nombramiento como sucesor, una parte de sus ministros y de los procuradores intentan que el Caudillo se ausente de la votación o, en último caso, que ésta sea secreta. Pero Franco no acepta y no sólo se queda presidiendo toda la sesión sino que impone que la votación sea nominal y a voz alzada. A pesar de eso, se producen 491 votos afirmativos pero también 19 negativos.

En el 40 aniversario de la Constitución no podría estar ausente el Rey Juan Carlos I porque él fue protagonista principalísimo del proceso

Don Juan Carlos, que en ese momento tiene 31 años y tres hijos, jura ese día cumplir las Leyes Fundamentales del régimen y los Principios del Movimiento y reconoce explícitamente que con su aceptación recibe "la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936". Y añade: "Mi pulso no temblará para hacer cuanto fuera preciso en defensa de los principios y las leyes que acabo de jurar". Muchos franquistas, andando el tiempo y vista su actuación durante el período de la Transición, acusaron sin cesar al Rey de traidor a Franco y a su juramento solemne ante las Cortes.

Pero para entonces -estamos hablando de julio de 1969- su profesor y consejero Torcuato Fernández-Miranda le había explicado ya muy detenidamente al entonces Príncipe de España que las Leyes Fundamentales cuyo cumplimiento iba a jurar no eran inmutables como sostenían los exégetas del régimen, sino que podían ser reformadas, tal y como dice una de esas Leyes Fundamentales, la propia Ley de Sucesión, que deja claramente establecido el procedimiento para su reforma.

"La ley os obliga, pero no os ata", le había repetido muchas veces Fernández-Miranda. Esta frase demostraría siete años más tarde su plena virtualidad. Pero, de momento, Don Juan Carlos es un auténtico cero a la izquierda, completamente ignorado por todos los que ocupan algún cargo de relevancia en las esferas del poder franquista. Como muestra, baste decir que tras el asesinato del entonces presidente del gobierno, almirante Carrero Blanco, y ante aquel delicadísimo momento en el que el régimen se siente amenazado y percibe el vértigo de su incierto futuro, nadie consulta al joven Príncipe para tomar una decisión tan trascendental como es la de nombrar al sucesor de Carrero, que iba a ser con seguridad el que administrara la marcha del país en el momento necesariamente cercano de la muerte del dictador.

Nadie dentro del franquismo tiene el menor interés en adjudicarle un papel mínimamente relevante que desempeñar

Porque nadie dentro del franquismo tiene el menor interés en adjudicar a Don Juan Carlos un papel mínimamente relevante que desempeñar y que pueda ir integrándole en la función política a a que está destinado. Y en esa condición de espectador mudo de lo que sucede permanece durante años el joven Príncipe, muy consciente sin embargo de que cualquier operación de alcance que se pueda producir afectará directamente a los primeros tiempos de su reinado.

Nombrado presidente Carlos Arias Navarro, éste también le ignora olímpicamente y, por supuesto, no le consulta ni uno solo de los nombres de los que van a formar parte de su nuevo gobierno. Como retrataba muy gráficamente uno de esos ministros, "Arias no le hacía ni caso".

Pero no es únicamente el franquismo el que le rechaza y que hubiera preferido una regencia a la muerte de Franco o, en último término, un rey más del Movimiento como podría haber sido su primo Don Alfonso de Borbón, casado por entonces con la nieta mayor del general. Al Príncipe de España tampoco le hace el menor caso la oposición moderada del interior del país y mucho menos la oposición democrática. La oposición de izquierdas es abiertamente republicana y ven a Don Juan Carlos como el mero continuador de Franco y, por lo tanto, como encarnación de la dictadura franquista que llevan tantos años combatiendo. Y los monárquicos no le respaldan porque consideran que el titular de los derechos dinásticos es su padre y ven al Príncipe de España -un título que le había concedido el dictador- como un traidor a la causa monárquica y a los derechos legítimos que ostenta Don Juan de Borbón.

Por no apoyarle, no le apoya ni siquiera la opinión pública porque Don Juan Carlos es para la inmensa mayoría de los españoles un perfecto desconocido. Solo cuenta con el respaldo de un pequeño grupo de hombres jóvenes -mujeres prácticamente no había en aquel momento en la vida pública española-, la mayoría procedentes de las filas de la democracia cristiana, técnicos y  profesionales cualificados, a quienes se suman los jóvenes reformistas del régimen que apuestan por una evolución del sistema que lleve al país a mayores cotas de libertad que puedan hacer del régimen un sistema mínimamente operativo cuando el futuro Rey se haga cargo de la jefatura del Estado.

En estas condiciones de extrema fragilidad institucional y de incertidumbre ante el futuro, Don Juan Carlos toma sin embargo algunas decisiones arriesgadas como es la de encargar a un amigo de la infancia hacer un sondeo entre las fuerzas de oposición democrática para conocer su postura respecto de la Monarquía y sus deseos sobre el futuro político de España. El joven Príncipe necesita atisbar el terreno político que va a pisar cuando suceda a Franco y carece de cualquier referencia sólida al respecto.

El amigo se llama Nicolás Franco Pascual de Pobil, es sobrino del dictador y cumple a plena satisfacción el encargo recibido: se entrevista con los entonces líderes de la oposición y llega hasta el mismísimo Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista de España y la bestia negra del régimen, con quien se ve en agosto de 1974 en París. La gestión es arriesgadísima porque los servicios de información detectan el contacto y exigen explicaciones a Nicolás Franco, que niega en todo momento que haya producido ese encuentro y que, de todos modos, se ha cuidado muy mucho de desvelar a su interlocutor  en nombre de quién está hablando.

La misión que lleva el enviado del Príncipe es preguntar a Carrillo su opinión sobre la futura Monarquía y asegurarle que el objetivo es la democracia

La misión que lleva el enviado del Príncipe es preguntar a Carrillo su opinión sobre la futura Monarquía y asegurarle que las intenciones del futuro Rey son las de alcanzar una democracia para España. Nicolás Franco le pide también que cuando se produzca la sucesión el Partido Comunista no saque a las masas a la calle porque eso podría entorpecer, quizá de manera irreversible, el proceso político que el todavía Príncipe proyecta. La respuesta del líder del PCE es la que finalmente puso en práctica: sin saber con certeza en nombre de quién habla el sobrino de Franco, le asegura que para su partido el problema no es Monarquía o República, sino democracia o dictadura. La conversación no llega a más pero constituye para Carrillo un episodio extraordinario. Este sería el primer contacto de Don Juan Carlos por vía interpuesta con el líder del PCE. Pero no sería el último.

Los últimos meses de la vida de Franco resultan particularmente difíciles para el Príncipe de España. En los meses de agosto y septiembre de 1975 se celebran cuatro consejos de guerra de los que salen 11 sentencias de muerte. La noticia provoca un escándalo sin precedentes en las democracias occidentales y se multiplican las protestas y las presiones para conseguir el indulto a los condenados. También Don Juan Carlos acude ver a Franco para transmitirle en nombre de su padre que les conceda la medida de gracia. Pero sólo se indulta a seis de los 11 y cinco de los condenados son finalmente ejecutados.

La reacción internacional de indignación alcanza dimensiones gigantescas, 17 embajadores en España son llamados a consultas y el presidente de Méjico pide a la ONU que expulse a nuestro país de la organización y que todos los miembros de las Naciones Unidas rompan relaciones con España. En ese clima de extrema tensión el régimen convoca en la Plaza de Oriente de Madrid una manifestación masiva de "exaltación patriótica". Y allí, en el balcón principal del palacio al que se asoma un decrépito Franco entre el delirio de los asistentes, allí están también Don Juan Carlos y Doña Sofía, los futuros Reyes de España, en una posición extremadamente difícil, aparentando apoyar unas decisiones que ni remotamente comparten, en las que el Príncipe no ha tenido ninguna participación y asistiendo a la exaltación de un régimen que se extingue irremediablemente pero cuya jefatura él va a heredar.

En el balcón de la Plaza de Oriente también están junto a un decrépito Franco Don Juan Carlos y Doña Sofía, en una posición extremadamente difícil

Franco muere apenas dos meses más tarde, el 20 de noviembre, y el día 22 Don Juan Carlos de Borbón es proclamado ante las Cortes Rey de España. El Rey vuelve a jurar cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios del Movimiento Nacional. Es el mismo juramento que hizo en 1969 cuando aceptó la designación de Franco como su sucesor a título de Rey. Pero, ahora como entonces, lo hace con la certeza de que éste es un juramento que "le obliga pero no le ata". El Rey sabe perfectamente que, si se respetan los procedimientos legales establecidos, las reformas políticas que él aspira a implantar no sólo serán posible sino que serán rigurosamente legales.

El primer discurso como Rey sugiere ya, aunque muy levemente, la dirección de sus intenciones. Dice: "Nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional" y añade algo que su padre ha formulado muchas veces en el inmediato pasado: "El Rey quiere serlo de todos a un tiempo y de cada uno, en su historia, en su cultura y en su tradición".

Muerto Franco, el Rey hereda prácticamente todos los poderes del dictador, lo cual significa que si hubiera pretendido ejercerlos en su plenitud se habría convertido en un rey absoluto, al estilo de los monarcas que reinaron hasta el siglo XIX. Una "rara avis", en definitiva, cuyo mandato, totalmente extemporáneo, no hubiera podido sobrevivir en el mundo del último cuarto del siglo XX. Pero eso tampoco es lo que que pretende Don Juan Carlos sino todo lo contrario: aspira a devolver esos poderes al pueblo español.

Muerto Franco, el Rey hereda prácticamente todos los poderes del dictador, lo cual significa que si hubiera pretendido se habría convertido en un rey absoluto

En cualquier caso, y en contra de lo que las apariencias pueden sugerir, el hecho cierto es que el Rey no puede literalmente ejercer ninguna clase de poder porque todas las instituciones están ocupadas por los representantes del franquismo que no consideran ni por asomo otorgar a Don Juan Carlos la menor posibilidad de tomar decisiones y hacerlas ejecutar. Es un Rey absoluto que carece absolutamente de todo poder.

Por esa razón, el Rey tiene que hacer un gran esfuerzo para situar a su mejor consejero, Torcuato Fernández-Miranda, en la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino, dos instituciones sin cuya colaboración no podrán salir adelante ninguno de los cambios que se propone acometer. Pero no tiene la fuerza necesaria (hablando en términos de realidad porque en términos legales, es decir, de acuerdo con la ley, lo puede casi todo) para cambiar al mismo tiempo al presidente de las Cortes y del Consejo del Reino y al presidente del Gobierno, que es lo que él hubiera querido.

La llevada a cabo por Nicolás Franco no fue la única gestión de alto riesgo que Don Juan Carlos encargaría a un enviado especial en tiempos políticos de mucha zozobra. Un año y medio después de aquello, otro hombre próximo a él, Manuel de Prado y Colón de Carvajal, acude a visitar al presidente rumano Nicolae Ceaucescu -por aquel entonces enfrentado a Moscú, lo cual le había valido la consideración general de los países democráticos, incluido EEUU- para pedirle que transmita a Carrillo un mensaje similar al que le transmitió en su momento el sobrino del dictador: pedirle que no intente obstruir con descalificaciones absolutas o movilizaciones de masas el proceso que se dispone a acometer el Rey y que habrá de desembocar en una democracia.

El Rey se jugó literalmente la Corona porque si hay algo que el régimen no habría tolerado es una interlocución con Carrillo, considerado el peor y más mortífero enemigo de España

A cambio, el Rey se compromete intentar que las instituciones acepten la legalización de todos los partidos políticos, incluido el partido comunista. No hay plazo, quizá un año o dos, pero el Rey le pide al señor Carrillo que cese en sus ataques a la institución monárquica y al proceso político que él se propone poner en marcha. Hay que señalar que en ambas ocasiones Juan Carlos de Borbón se jugó literalmente la Corona porque si hay algo que el régimen no habría tolerado bajo ningún concepto es una interlocución política con aquél a quien se consideraba el peor y más mortífero enemigo de España. Eso quiere decir que, de haberse conocido en su momento la identidad del promotor y el contenido de esos encuentros, la institución monárquica habría quedado pulverizada en manos de los franquistas que, no se olvide, seguían ocupando todos los grandes centros de poder del país.

De acuerdo con las leyes vigentes en el momento, don Juan Carlos es un rey que gobierna y así seguirá siendo hasta diciembres de 1978 en que se aprueba la Constitución. Por eso se atreve a intervenir parcialmente e introduce en el nuevo gobierno -porque Carlos Arias pensaba mantener casi intacto su anterior equipo- los nombres de algunos ministros con un perfil político más abierto. Entre ese grupo de nuevos ministros están los que podrían llamarse los hombres del Rey, que le apoyaron en sus tiempos de Príncipe y han defendido esta Monarquía encarnada por él: Adolfo Suárez, Alfonso Osorio o Leopoldo Calvo-Sotelo.

Éste es el gobierno que va a intentar hacer una reforma política de corto alcance que no llegará a término. De todos modos, quedará meridianamente claro desde el primer momento  que el presidente del Gobierno, Carlos Arias, no va a encabezar la clase de reforma que Rey desea y el país reclama. Arias se siente el albacea de Franco y es incapaz de abordar unos cambios que él tiene la certeza que Franco habría rechazado.

El propio padre del Rey, el conde de Barcelona, se lo reclama de manera muy gráfica: "O liquidas a Arias, o esto se acaba"

Después de una sucesión de fracasos políticos y de dos episodios sangrientos, como los sucesos de Vitoria en los que mueren a manos de la Policía cinco trabajadores, y los sucesos de Montejurra, donde dos facciones del carlismo se enfrentan a tiros y provocan dos muertos y cuatro heridos, todos de bala, la necesidad de prescindir de Carlos Arias Navarro es ya imperiosa. El propio padre del Rey, el conde de Barcelona, se lo reclama de manera muy gráfica: "O liquidas a Arias, o esto se acaba".

Los intentos del Rey de que Arias comprenda su situación y renuncie a su cargo se demuestran inútiles: Arias no se da por aludido. Franco le ha nombrado por cinco años y sólo han pasado dos y medio, así que no se le pasa por la cabeza el renunciar. Finalmente, el Rey decide pedirle directamente la dimisión, cosa que sucede el 1 de julio de 1976. Y Arias no se resiste. Dos días más tarde, el 3 de julio, Adolfo Suárez, un auténtico desconocido, un segundón en todo caso, es nombrado nuevo presidente del gobierno

Empieza una nueva etapa del reinado de Juan Carlos I.

Suárez es muy mal recibido por la clase política y por los medios de comunicación, lo mismo que su gobierno. Pero el Rey apoya a este joven equipo ministerial y cuando preside el primer consejo de ministros de este nuevo gabinete les dice: "Obrad sin miedo". Y así lo hacen.

Cuando preside el primer consejo de ministros del nuevo gabinete de Suárez les dice: "Obrad sin miedo". Y así lo hacen

El segundo semestre de 1976 conoce una extraordinaria actividad dirigida en todo momento a lograr el acercamiento con las fuerzas de oposición para pactar la reforma política. Hay que subrayar que toda la acción del primer gobierno Suárez es entendida por la opinión pública también como la acción del Rey. Nadie duda entonces de que detrás de Adolfo Suárez está Juan Carlos I alentando y dando su apoyo pleno a la acción política de su presidente. Eso significa a su vez que un fracaso del gobierno Suárez sería también un fracaso del propio Rey y de la institución que él encarna.

Gracias al trabajo preciso de Torcuato Fernández-Miranda, la Ley para la Reforma Política, la llave que abre la puerta a la superación del régimen franquista y a iniciar el camino hacia la democracia, es aprobada por las Cortes de Franco en el mes de noviembre de ese año 1976. En diciembre el pueblo español respalda por abrumadora mayoría el proyecto reformista del gobierno, basado en el principio defendido siempre por Fernández-Miranda: "De la ley a la ley a través de la ley".

El pueblo respalda por abrumadora mayoría el proyecto reformista basado en el principio defendido por Fernández-Miranda: "De la ley a la ley a través de la ley"

Esa identificación del gobierno Suárez con la figura del Rey se hace especialmente evidente, y muestra también todos sus riesgos, cuando en el mes de abril de 1977, en plena Semana Santa, Adolfo Suárez anuncia que el Partido Comunista ha sido legalizado. Además de la conmoción que la noticia produce en todos los españoles, hay que anotar la indignación extraordinaria que la legalización del PCE provoca entre los mandos militares, que se niegan a admitir que el Partido Comunista, aquél contra el que muchos generales todavía vivos lucharon en la Guerra Civil, se cuele de nuevo en España por la puerta grande. Naturalmente, todos saben que la decisión de Suárez de legalizar al PCE ha sido conocida previamente por el Rey y que ha contado con su aprobación.

Don Juan Carlos tiene que emplearse a fondo en esos días para calmar los ánimos del alto mando castrense. Pero lo consigue. Las aguas vuelven de momento poco a poco a su cauce. El escollo más peligroso para el buen final del proceso de transición política hacia la democracia queda superado, no sin un gran esfuerzo por parte de Don Jan Carlos.

El 15 de junio de  1977 se celebran las primeras elecciones libres de los últimos 40 años y el 22 de julio tiene lugar la apertura solemne de las primeras Cortes democráticas de nuestra historia más reciente. Y es una imagen auténticamente histórica la que componen, entrando en el hemiciclo, hombres como Manuel Fraga, Laureano Lopez Rodó o Gonzalo Fernández de la Mora junto a personas como Felipe González, Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri o Rafael Alberti. Son las dos Españas fundidas por fin en una sola. Todos ellos son diputados en unas Cortes que se disponen a elaborar entre todos una Constitución para todos.

Es una imagen auténticamente histórica la que componen en las Cortes Fraga y López Rodó junto a Carrillo, Dolores Ibárruri o Alberti

El Rey recoge en su discurso el valor del esfuerzo de todos estos meses, de todos estos años: "Este solemne acto de hoy tiene una significación histórica muy concreta: el reconocimiento de la soberanía del pueblo español [...] La Corona, después de las últimas elecciones legislativas, se siente satisfecha al comprobar la forma en que se van logrando los fines que no hace mucho tiempo formuló [...] La Corona desea, y cree interpretar las aspiraciones de las Cortes,una Constitución que dé cabida a todas las peculiaridades de nuestro pueblo y que garantice sus derechos históricos y actuales".

Después de las elecciones de 1977, y aunque todavía no existe una Constitución, el Rey se retira con gran rapidez del ámbito de la acción política en el que ha estado inmerso desde que accedió al trono. La legislación vigente sigue siendo la del régimen franquista, pero la nueva realidad exige la más estricta neutralidad política por parte del Rey.

Desde el mes de agosto de 1977 hasta el mes de octubre de 1978, período durante el que se desarrollaron los trabajos constitucionales, el Rey sigue atentamente el proceso sin intervenir en la elaboración del articulado pero ofreciendo un discreto apoyo en favor del acuerdo entre todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria.

Un solo ejemplo: en un determinado momento el representante socialista Gregorio Peces-Barba abandona abruptamente los trabajos de la Comisión Constitucional como forma de presión ante UCD por las negociaciones paralelas que se están llevando acabo con Alianza Popular a propósito del sistema electoral. El Rey aprovecha la ocasión que le brinda una cena oficial con el gobernador general de Canadá para hacer un aparte con el líder socialista Felipe González en el que le expresa su gran interés en que el PSOE no se distancie del proceso constituyente. El Partido Socialista volvió a la Comisión y su aportación resultó insustituible y extraordinariamente valiosa para el buen fin de los trabajos constitucionales.

El 6 de diciembre de 1978 se celebra el referéndum sobre la Constitución. Vota el 67,1% del electorado. De ese porcentaje, el 87,8% vota Sí, un 7,8% vota No y un 3,5% vota en blanco. El 27 de ese mismo mes y en un acto solemne el Rey promulga la Constitución. "Con ella -dice Juan Carlos I en su discurso- se recoge la aspiración de la Corona de que la voluntad de nuestro pueblo queda rotundamente expresada. Y, en consecuencia, al ser una Constitución de todos y para todos, es también la Constitución del Rey de todos los españoles".

Tras aprobarse la Constitución, el Rey ejerce una magistratura plena de auctoritas pero vacía de potestas, en expresión de Peces-Barba

A partir de ese momento, no solamente de hecho sino también de Derecho, el Rey pasa a ser el jefe del Estado de una Monarquía parlamentaria en la que la soberanía pertenece al pueblo español, del cual emanan todos los poderes del Estado. No tiene ningún poder, ni ejecutivo ni legislativo. En expresión de Gregorio Peces-Barba, el Rey ejerce una magistratura plena de auctoritas pero vacía de potestas. Tiene una función moderadora, es el símbolo de la unidad y permanencia de la Patria y representa al Estado, especialmente en las relaciones internacionales. Entre las funciones que la Constitución le asigna está la de sancionar y promulgar las leyes; convocar y disolver las Cortes Generales y convocar elecciones; proponer al candidato a presidente del Gobierno y, en su caso, nombrarlo, y ejercer el mando supremo de las Fuerzas Armadas.

Este último punto ha sido ejercitado por Juan Carlos I con harta frecuencia en los primeros años de su reinado y, de modo especial, en la ocasión dramática del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Ese día se pone a prueba la posición y la autoridad del Rey como jefe supremo de las Fuerzas Armadas. Porque éste es un  golpe que se da en nombre del Rey. Así lo hace saber el teniente coronel Antonio Tejero cuando asalta el Congreso y así lo declara también el capitán general de Valencia, general Jaime Milans del Bosch, cuando impone el estado de sitio en la ciudad. Así lo creen también los mandos de la División Acorazada Brunete que se disponen a sacar sus poderosísimas unidades para tomar la capital de España "a las órdenes de Milans y del Rey".

El Rey se ganó el trono esa noche. Él tuvo conciencia de que a la legitimidad de origen había añadido la legitimidad de ejercicio", dijo Calvo-Sotelo sobre el 23-F

Es el nombre del Rey el que se invoca. Quiere esto decir que si Juan Carlos se hubiera mostrado en aquellos momentos mínimamente a favor del golpe, éste hubiera triunfado de inmediato.

Pero es el Rey quien, apoyado fundamentalmente por el secretario general de su Casa, Sabino Fernández Campo y ayudado tan sólo de unos teléfonos, empieza a deshacer el engaño construido por el general Alfonso Armada quien, en sus conversaciones con Milans del Bosch -según declara ése en el juicio que celebra en el año 1982 contra los golpistas- , le ha hecho creer que el Rey es partidario de un golpe de timón. De "ese" golpe de timón.

El Rey pasa las horas de aquella tarde y de aquella noche hablando con todos y cada uno de los mandos de las capitanías generales de España, muchos de los cuales se habrían sumado gustosos al golpe. Pero, ante las llamadas del Rey, la inmensa mayoría se pone "a las órdenes de Vuestra Majestad", "para lo que Vuestra Majestad ordene", es decir, para apoyar el golpe o para oponerse a él. Eso significa que si Juan Carlos I les hubiera tan solo sugerido su aceptación del levantamiento militar, los capitanes generales en su inmensa mayoría habrían salido, uno detrás de otro, con sus tropas a la calle.

Una prueba de esto la dio el general Guillermo Quintana Lacaci, capitán general de Madrid, gracias al cual el golpe se detuvo porque impidió que la División Acorazada Brunete llegara a salir de sus cuarteles o regresara a ellos de inmediato. El propio general lo explicó con toda claridad pocos meses más tarde:

"Poco después de producido el golpe el Rey le llama por teléfono

-Guillermo, ¿tú qué vas a hacer?

-Nada, señor, yo estoy a vuestras órdenes".

El propio general Quintana Lacaci declararía a una periodista que le entrevistaba en relación con este asunto:

"Si el Rey me ordena salir, yo saludo y salgo".

Pero el Rey le ordena lo contrario, que detenga la salida de las tropas, además de aclararle que la Corona no solo no está involucrada en el golpe sino que se opone rotundamente a él. Y Quintana Lacaci obra en consecuencia.

Esto es lo que hace el Rey en aquella jornada frenética con los 11 capitanes generales: les explica uno por uno que él está contra el golpe y con la Constitución. Al mismo tiempo, a través de Sabino Fernández Campo, habla con Armada para prohibirle terminantemente que utilice el nombre del Rey para nada, y mucho menos para proponer ningún gobierno de salvación nacional presidido por el propio Armada, que es lo que este general le propone dentro del Congreso a Tejero ante la indignación del teniente coronel de la Guardia Civil, que lo manda a paseo.

La situación se despeja definitivamente cuando Televisión Española emite al filo de la una de la madrugada el mensaje del Rey a la nación. Ese mensaje contiene un par de párrafos destinados claramente a aquellos mandos militares que alberguen aún alguna duda sobre la posición del Monarca ante el golpe. Éste es uno de ellos: "Ante la situación creada por los sucesos desarrollados en el palacio del Congreso, y para evitar cualquier posible confusión, confirmo que he ordenado a las autoridades civiles y militares y a la Junta de Jefes de Estado Mayor que tomen las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente".

Y añade: "La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la Patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum".

Como dijo en su día Leopoldo Calvo-Sotelo, presidente del Gobierno en el difícil período que va desde febrero de 1981 a octubre de 1982, "el Rey se ganó el trono esa noche. Él tuvo conciencia de que a la legitimidad de origen había añadido la legitimidad de ejercicio".

Después del intento fallido de golpe de Estado del 23 de febrero se volvieron a poner a punto otros intentos que lograron ser abortados mucho antes de que pudieran hacerse realidad. Pero en todos ellos la primera medida prevista era la toma del palacio de La Zarzuela y "la neutralización del Rey". Los golpistas ya lo saben: "Cualquier intento de golpe de Estado no puede escudarse en el Rey. Es contra el Rey".

Que cada cual valore cuál de los dos platillos, si el que acoge su papel como Rey o el que guarda sus errores como hombre, va a pesar más en la Historia de España

En octubre de 1982 se celebran las elecciones generales que dan la victoria por aplastante mayoría absoluta al Partido Socialista Obrero Español. El día 3 de diciembre, cuando el nuevo presidente del Congreso, Gregorio Peces-Barba, acude a La Zarzuela para que el Rey firme el decreto de nombramiento de Felipe González como presidente del gobierno, encuentra al Rey visiblemente satisfecho. Al despedirse, Don Juan Carlos le da un abrazo y le dice: "Si mi abuelo [el rey Alfonso XIII] hubiera podido tener esta relación con Pablo Iglesias, habríamos evitado la Guerra Civil".

A lo que presidente del Congreso le responde : "Quizá, señor, para llegar a esto tuvimos que pasar por aquello".

En el aniversario de la Constitución que él alentó y sancionó con su firma no puede de ninguna manera no estar presente. Es su obra. Se lo debemos

En los años sucesivos Juan Carlos I ha cumplido escrupulosamente su papel constitucional y ha representado a España con la máxima dignidad y eficacia. Esto que aquí se ha contado constituye únicamente  lo esencial de su aportación a la conquista y consolidación de la democracia española. Todo está en el platillo de la balanza de su trayectoria como Rey. Que cada cual valore cuál de los dos platillos, si el que acoge su papel como Rey o el que guarda los errores, incluso los abusos, que haya cometido como individuo, va a pesar más en la Historia de España.

Es el aniversario de la Constitución que él alentó y que sancionó con su firma lo que celebramos estos días.

Don Juan Carlos no puede por eso de ninguna manera no estar presente en la conmemoración de su obra. Se lo debemos.