El aplauso a Rajoy hizo que el ex presidente se levantara a saludar como atorado. Rajoy tiene ya algo de futbolista retirado, que se sofoca atándose los borceguíes. El aplauso fue fuerte, como ocurre con todos los muertos. El PP van a refundarlo o a refundirlo a partir de sus muertos, de sus costillares de ballena, de su poder ahuesado, antiguo. Había que llevar a todo lo que fue el PP, lo bueno, lo malo, como las tentaciones de un santo, allí, al IFEMA, decorado con cielos teloneros y banderas acristaladas y vídeos de anuncio de clínica dental. Había que echar en aquel crisol el Fraga pantuflo, el Aznar cesarión, el Rajoy con su gorro de gobernar como un gorro de dormir, y Casado, claro, el futuro, que creía que había vuelto a la ideología, al pellizco, a la sintonía sentimental, y que había acabado con el PP de opositores y tecnócratas. Pero luego se encontró con que Vox ya se le había adelantado apelando al cabreo, a los corazones de puñal enjoyado, a la épica del soldadito de plomo. Rajoy y Casado estaban a esa distancia de centímetros de las estatuas de los emperadores, insalvable e innegable, la distancia de un puñal o una aguja envenenada. Quizá sin Rajoy no existiría Vox. Así que Rajoy estaba allí no como gran general ni como ejemplo sino como vacuna. El marianismo adormecido como un acomodador. También el PP tenía que aprender de eso, tenía que inocularse eso. Y tenía que enterrar eso, a Rajoy todavía con la manivela de la persiana y de la caja registradora.

El aplauso a Rajoy hizo que el ex presidente se levantara a saludar como atorado. Tiene ya algo de futbolista retirado, que se sofoca atándose los borceguíes

El PP se encontró con la España cabreada en las mismas puertas del IFEMA, donde unos taxistas protestaban haciendo sonar pitos y bocinas de Copa del Rey. Contra el cabreo de taxista, y contra el argumentario de taxista, ha hecho esta Convención el PP, para encontrarse entre la memoria y la renovación, ante la historia con viejos adversarios y ante los nuevos enemigos posapocalípticos de la crisis. Todos los discursos, y hasta todas las banderas de hojaldre o vidrio, parecían hablar y competir con Vox, el innombrable. No lo tiene fácil el PP porque, primero, Cs le arrebató en Cataluña, como una piruleta, la bandera cívica. No la bandera de abanico (abanico quizá de Soraya), folclórica o tabacalera. Luego, Vox le arrebató el vino del cabreo, de la determinación, y las trampas de la política épica de santo copón. Al PP le queda Europa, le queda el constitucionalismo y el autonomismo, le queda el liberal reformismo, que recordaba en un como altarcito de la FAES reservado a Aznar un libro dedicado a Cánovas. Le queda la libertad individual, lema de esta convención no por casualidad. Los del caballo en la catedral y la herradura en la cabeza tienen esencias, falsas como todas las esencias, patrias joseantonianas y sangres heráldicas, más de chimenea que de la raza, y tienen el determinismo del destino, de tener que ser todo un destino, en vez de la simple y humana aspiración de la libertad.

Antes de que Ana Pastor presentara a Rajoy, sonó Viva la vida de Coldplay, himno motivador y optimista. Lo contrario a Rajoy, desde luego. A Rajoy le pusieron la larga bandera como de cabellera, en la pantalla del escenario, como una goleta. Parecía que hacía una representación de una fiesta colombina, que el marianismo había quedado como museo naval. Como un capitán de corbeta, amante del historicismo y de coleccionar detalles y pipas, Rajoy se puso a dar datos de seguro médico, de esperanza de vida, de renta per cápita, y su anécdota ferroviaria de cuando puso la luz eléctrica o un primer teléfono en el pueblo, igual que un cuerno vikingo. Puro Rajoy, claro, con su pelusa en el bolsillo y el corazón sólo como algo con llavín. Esta etapa de mayor progreso de la historia, contada con manguito y visera. Era eso lo que había salvado a veces al país, e, igualmente, lo había condenado, porque no se puede hacer política de piñón fijo ni sólo a las horas de la pastilla.

Parecía que el ex presidente hacía una representación de una fiesta colombina, que el marianismo había quedado como museo naval

Rajoy no se dio cuenta de eso en Cataluña, la derecha se rompió por las costuras de sus codos, y Casado está intentando recomponer esto con plásticos europeos, nubes pintadas en los culos de los políticos y una sola palabra, esa libertad. “No son buenos los sectarismos ni los doctrinarios”, dijo Rajoy, con tino. Sostenía Bertrand Russell, más o menos, que todos los fines de la política que no pasen por mejorar directamente la vida de los ciudadanos son secundarios, o prescindibles, o espurios. La diferencia entre el PP y Vox no puede estar en arrimarse más o menos a la antipolítica. Casado, hace no mucho, hablando de los inmigrantes, afirmó que tenían que respetar nuestras costumbres. Esa palabra, “costumbre”, que no es vocablo cívico, sino creencia particular, ya lo sitúa en la antipolítica. Debería haber dicho “ley”. Respetar la ley. Debe de ser la política la que desarme a la antipolítica, y eso quizá empieza por usar el vocabulario cívico, no esencialista ni mágico ni de bombero.

“Estoy estupendamente. Las cosas malas que me pasan las olvido”, dijo Rajoy. El PP no debería olvidarlas. Entre la pachorra de percebeiro y la cabeza cuadrada de tenedor de cuentas, por un lado, y el mesías mitológico con cruzada de Capitán Trueno, que relincha en sueños, aún hay mucha derecha por desarrollar. Rajoy funcionó hasta que funcionó. Luego, no supo hacer otra cosa. Soraya, que estaba en la tercera fila, como en el tercer círculo de antepasados de la comodita de la casa, seguramente hubiera hecho lo mismo con más cicuta y más cigarrillo con boquilla. La convención ha empezado bien por su lema, la libertad. La libertad está en contra del designio y de la fatalidad y del odio y hasta del heroísmo, con los que no puede funcionar un partido ni un país, sólo un tebeo.