Hace 36 años el Tribunal Supremo prestó uno de sus mayores servicios al estado de derecho: sentenció a 30 años de cárcel a los principales implicados en el golpe de Estado del 23-F. La democracia en España era todavía muy débil. Aún no habían transcurrido ocho años desde la muerte de Franco; la extrema derecha, atrincherada en las fuerzas armadas, mantenía esperanzas de una involución política; ETA se sentía fuerte y cometió ese mismo año 44 asesinatos, y el PSOE apenas si llevaba unos meses en el poder tras su arrolladora victoria el 28 de octubre de 1982.

Ese era el contexto. ¿Rectificaría la justicia civil el fallo del Consejo Superior de Justicia Militar emitido en junio de 1982? ¿se atrevería el Supremo a imponer la pena máxima a los principales responsables del golpe? Pues bien, en sentencia ejemplar, la Sala Segunda del Supremo condenó el 28 de abril de 1983 a 30 años de prisión a los generales Milans del Bosch y Armada Comín y al teniente coronel de la Guardia Civil Tejero Molina. El Supremo demostró al mundo que en España regía plenamente un estado de derecho. Que nadie, por muchas medallas que luciera en su pechera, estaba por encima de la ley.

En menos de diez días comenzará el juicio a los doce dirigentes del proceso independentista catalán por los hechos que acaecieron entre septiembre y octubre de 2017. Desde aquella sentencia histórica sobre el golpe de Estado el Tribunal Supremo no se había enfrentado a un reto similar en el que está en juego la calidad de la democracia española, que ha sido puesta en cuestión por los líderes independentistas y que, incomprensiblemente, ha sido puesta en duda en algunos países europeos. Por tanto, no es una exageración decir que la credibilidad de nuestro estado de derecho va a depender de la decisión que adopte la Sala Segunda del Supremo.

Los acusados, sus partidos y la Generalitat de Cataluña, controlada por los soberanistas, cuestionarán cualquier sentencia que no suponga la absolución. El aparato de deslegitimación de la justicia española lleva años puesto en marcha y con el comienzo de la vista oral ha llegado al paroxismo, solicitando los letrados de la defensa incluso la presencia de observadores internacionales en la sala, como si viviéramos en una dictadura. Y así lo creen los que pretenden la secesión de Cataluña de España y algunos de sus bien pagados voceros internacionales.

La primera batalla que tendrá que librar el alto tribunal será precisamente evitar que los abogados y el aparato político y mediático que rodea a los acusados conviertan el juicio en un circo, con sus lazos amarillos, su traducción simultánea y los observadores internacionales como garantes de la cuestionada imparcialidad de los magistrados.

El peligro de instrumentalización de la vista oral no vendrá sólo de la mano de los líderes independentistas. Otros actores del proceso, como el letrado de la acusación popular, Ortega Smith, número dos de Vox, querrán convertir la sala en una especie de parlamento paralelo donde lanzar sus soflamas, aprovechando la atención mediática que despertará y que incluye su retransmisión en directo por algunas televisiones (como TV3).

Por segunda vez en 40 años, el Supremo va a juzgar una causa por hechos que perseguían un golpe contra el orden constitucional. En el caso del procés no hubo tanques, pero sí intimidación y violencia

La sentencia, por tanto, no va a ser del gusto de todos; más bien no va a satisfacer del todo a nadie. Pero lo más importante es que sea jurídicamente inapelable. Es decir, que el tribunal desarrolle su labor abstrayéndose de la presión ambiental, lo cual va a ser casi imposible.

El momento en el que se va a desarrollar el juicio oral no puede ser peor para que los debates en el seno de la Sala se produzcan al margen del ruido político. Según fuentes cercanas, la intención de Manuel Marchena, presidente del tribunal, es que el juicio oral esté concluido antes del mes de mayo (el 26 de ese mismo mes se celebran las elecciones municipales, autonómicas y europeas). Es decir, que al menos la precampaña se va a desarrollar en plena celebración de la vista. La sentencia se conocerá en pleno verano, antes de la celebración de una Diada que estará marcada por la petición de libertad para los "presos políticos".

Si el juicio del 23-F estuvo rodeado de tensión, éste del procés no se le va a quedar a la zaga. Los jueces, además, van a actuar a sabiendas de que su sentencia se recurrirá ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, que podría tumbarla -lo que sería un éxito sin precedentes para el independentismo- si ésta no es jurídicamente incontestable.

La Sala Segunda se va a encontrar con una dificultad añadida: la diferencia en la calificación de los hechos entre la Abogacía del Estado y la Fiscalía. La primera -dependiente del Ministerio de Justicia- sostiene que los hechos se ajustan a los delitos de sedición y malversación, y las penas solicitadas suman un mínimo de 14 años para su principal encausado, Oriol Junqueras. Sin embargo, el Ministerio Público sí los considera susceptibles de un delito de rebelión, por lo que el líder de ERC podría ser condenado a un total de 25 años de cárcel.

El juicio, por tanto, está abierto y en el interior de la Sala se espera un intenso debate sobre la calificación penal de los hechos acaecidos en los meses de septiembre y octubre de 2017. Lo que parece claro es que no se van a quedar en un simple delito contra el orden público o una mera malversación. La declaración unilateral de independencia -10 de octubre de 2017- y la consiguiente aplicación de la llamada ley de transitoriedad implicaban una ruptura con el orden constitucional con efectos similares a los de un golpe de estado. No hubo tanques en las calles como en el 23-F, pero hubo sí que hubo intimidación y violencia.

Los hechos se van a dirimir durante la vista oral con todas las garantías procesales. Lo ideal sería que la Fiscalía y la Abogacía del Estado encontraran un punto de encuentro en su calificación final de los hechos, que permitiera al tribunal presentar unos hechos probados y una sentencia lo suficientemente sólida como para que no pudiera ser echaba abajo por el Tribunal de Derechos Humanos. El gobierno haría un flaco favor a ese fin si se empeñara en mantener inamovible la calificación de sedición. El independentismo no le agradecerá ese esfuerzo.

Un juicio, por tanto, histórico, en el que, una vez más, la democracia española va a tener que demostrar, a través de una sentencia del Supremo, que no tiene nada que envidiar a la de Bélgica o Alemania, por poner sólo un par de ejemplos.