Turull era el que tenía puesto de vigía y de escolta, la portavocía y la consejería de Presidencia, un puesto entre chambelán y ejecutor, entre secretario y alabardero, entre el plumín, las calzas de Puigdemont y el botón nuclear. Debía de estar en todo, como los confesores, como los barberos, pero se pasó el interrogatorio sin recordar reuniones, papeles, resoluciones ni facturas. Creo que cada vez entiendo más a Junqueras, lo de ir de clérigo, de dulcero del convento indepe, de bautista que predica a las abejas. Así la ley no te alcanza, o te alcanza como un poder mundanal, insignificante allí en tu alto nido de angelotes. Casi es peor lo de Turull, que está ahí contestando más o menos torpemente a las preguntas de la acusación y de repente se arrebata y suelta una independentada como el demonio suelta papilla en un exorcismo. Creo que para hacer eso es mejor llegar e irte como un místico, como un eremita que ha salido al mundo sólo un momento, a por un higo y a dar ejemplo, y vuelve a su cueva a hacerse nudos en la barba y a barnizarse las llagas.
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