Opinión

Forcadell, la notaria de los locos

Forcadell, la notaria de los locos

Carme Forcadell durante su declaración en el juicio del 'procés'. EFE

Forcadell era quizá de los más débiles, de los más expuestos, lo sabíamos ya desde aquellos días de vértigo y sinrazón. Como una avecilla calva en la alta cornisa del Parlament, daba paso a resoluciones y leyes de sombrerero loco y la veíamos atragantarse como con los huesos de lo que decía y proclamaba. Entonces, los otros aún posaban como mosqueteros de escalinata, daban discursos de gran colorido político o humanístico, gallináceamente, y hacían patria con romanticismo y lanceros. Pero ella, con su cara de levantarse con gripe, era la que tenía la misión de dar apariencia de legalidad a lo que era saltarse el reglamento, el Estatuto, las leyes, la Constitución y hasta la lógica aristotélica, allí como alguien que sólo canta los números del bingo. Forcadell, tragando espino o siendo el pájaro espino, hizo entonces de notaria de los locos sin poder siquiera aparentar locura. Ha seguido así en su declaración ante el Supremo, con un temblor de plumas y papeles, mojada y ahogada en sus papeles como en un pantano. Lo suyo era casi imposible de defender y ha sido eso, un largo ahogo de esa voz y de ese pulso suyos que firmaron cosas ya chorreando veneno por la manga.

Cuando todos los papeles tienen tu firma y todos los pasos tienen tu permiso, lo único que se puede hacer es decir que todo aquello era mecánico, que su presidencia era casi un trabajo de bedel. Depositar papeles en bandejas o en sagrarios, poner en hora el reloj de lord difunto de los diputados, pasar lista de la gente o de la plata, esas cosas. “No participé ni dirigí ninguna estrategia”, dijo. Sólo veía pasar las fotocopias por su lado, en sus carritos protocolarios, como la repostería de una embajada. Otra vez se nos decía que todo había ocurrido sin calendario y sin voluntad. Pero una sola palabra suya, antes o después de los avisos del Tribunal Constitucional, y nada de aquello habría ocurrido. Demasiado poder para decir que ella sólo era como la alta taquillera de aquel espectáculo.

Forcadell daba un poco de pena porque Cuixart, que había declarado antes, al menos tenía esos comodines, esos trucos, esa como baraja de las razas o de la Warner de nuestra infancia que le permite sacar una mano ganadora para chiquillos con el franquismo, Rosa Parks, Gandhi y hasta el genocidio de Colón. Cuixart hablaba de resistencia pacífica, de culos sentados en margaritas, de esa democracia de compartir botijo, de la gente con esa fiebre romántica o criminal que sólo se tiene siendo gente, pero Forcadell sólo tenía los papeles con los que se condenaba ella y con los que la condenaba el TC. Tenía que negar lo que no se podía negar, y cada pregunta de la fiscal la enredaba más en la soga caligráfica de su firma. Cuixart aún sonreía con altivez, su altivez algo repollil, la del sofista que quiere hacernos creer que está reclamando derechos humanos, que descubre la democracia, cuando sólo está pidiendo privilegios económicos, sentimentales, mitológicos, inventados, derechos no de personas sino de pueblos, territorios, historia. Forcadell, sin embargo, sólo balbuceaba intentando explicar cómo podía, a la vez, reconocer y desobedecer al Tribunal Constitucional.

Cuando todos los papeles tienen tu firma y todos los pasos tienen tu permiso, lo único que se puede hacer es decir que todo aquello era mecánico, que su presidencia era casi un trabajo de bedel

Antes, Roger Torrent había declarado ante los medios que acusar a Forcadell era acusar a todo el parlamentarismo. Forcadell se quiso defender con esa misma falacia que no supera, claro, el nivel tuitero de Rufián albondigando sus pelusas mañaneras. Forcadell respeta al TC “muchísimo”, pero la mesa del Parlamento tenía que valorar un “bien superior”, “la libertad de expresión”, los “derechos humanos”. La fiscal la desarmó: “¿Quién decide esos derechos humanos? ¿Usted?”; “¿Está usted por encima del Tribunal Constitucional?”. Forcadell, desorientada, mareada de contradicciones, llegó a decir que admitió la resolución de ruptura con España por rutina, sin leerla, y que luego la votó también sin leerla. Forcadell recibió todas las advertencias del TC, pero éste, aseguró, “también se equivoca”. Con esas curiosas equivocaciones del TC, que sin duda tenían cierto valor filatélico, anacrónico y rancioespañolista, como si fueran cartas de Colón o menús de asador, ellos se hacían luego fotos de trampero, presumiendo, vacilando.

Aún le quedaba un hilillo de voz o de vida a Forcadell cuando insistió en que la declaración de independencia no tenía consecuencias jurídicas. Entonces, la fiscal la remató recordando que la consecuencia jurídica es que los parlamentos hacen leyes y esas leyes luego son obedecidas por los ciudadanos. “¿Cómo se suspende algo que no tenía efecto?”, añadió, además, refiriéndose a la DUI. Y fue cuando la fragilidad de Forcadell se tronchó allí, definitivamente, en su cuello o en sus alitas de pájaro aterido.

Forcadell llegó al Supremo, en fin, como una viuda de sí misma. No es que los otros anden mucho mejor, a pesar de todos los que creen que esto es un juicio americano o un final de Colombo, donde se va a pillar al acusado en el interrogatorio, mientras el fiscal acaricia su bigote o su tetera. Sí, ya veremos a los testigos y a los peritos. Pero, de entre todos los actores, arquitectos y soldados, ha sido a Forcadell a quien he visto venir ya vendida, entregada, como una novia niña. Lo vimos ya en aquellos días de septiembre y octubre, los que ella presidió resfriada de papeles, suicida de hojas como el otoño, con esa tristeza de la que se acerca a nosotros pisando todos los charquitos, en una penitencia tierna, inútil o vanidosa.

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