Habían llegado en autobuses y trenes, haciendo calceta y agitando lacitos amarillos en brochetines. Jubilados como bailando los pajaritos en versión amarilla, funcionarios adeptos con algodones de azúcar de esteladas, niños como en el Halloween del colegio, o punkarras con el labio atravesado por un anillo pirata. Gente que parecía Mocito Feliz, condecorada de pegatinas y presos políticos atornillados en el pecho y banderas como pañuelos de Leonardo Dantés. Uno que llevaba un gran lazo amarillo clavado en la espalda como si fuera un coleóptero amigo de la abeja Maya. Se habían hecho fotos frente al Supremo como ante la Fontana de Trevi, se habían comprado patatas, los padres y los niños tomaban sol primaveral y facha bajo un árbol del Paseo del Prado como en un cuadro de Goya, se besaban en las rotondas bajo la sombra de las banderas como la de una casa japonesa, rozando cartones de los Jordis igual que los amantes rozan las narices, y se cantaban canciones de corro con una chirimía de charanga o de serpiente de cesto haciendo toquillas de Doña Rogelia con las esteladas.
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