Opinión

Populismo, el cáncer del siglo XXI

Populismo, el cáncer del siglo XXI

Matteo Salvini. EFE

El populismo se ha convertido en un actor de primer orden en la escena política global. La crisis económica, el aumento de la desigualdad, el desgaste de los partidos clásicos, las redes sociales y los nuevos medios de comunicación, son, entre otras, las causas del nacimiento o resurgimiento de movimientos de ideología difusa pero que han logrado notables éxitos electorales.

Los partidos populistas volvieron a dar un paso adelante en las pasadas elecciones europeas. La Liga de Salvini ganó en Italia, con el 33,6% de los votos; el Fidesz de Victor Orban obtuvo el 52% de los votos en Hungría; en Francia, Reagrupación Nacional de Marine Le Pen ganó también las elecciones con el 23,31 de los votos. En Reino Unido, el Partido del Brexit de Niguel Lawson arrolló a los grandes partidos británicos acaparando el 30,74% de los votos. En Alemania, Alternativa por Alemania logró el 11%, mientras que en España Vox obtuvo el 6%, y la coalición populista de izquierdas liderada por Podemos superó el 10% de los votos.

Esto por sólo mencionar algunos de los países donde el populismo (de izquierda, pero, sobre todo, de derechas) ha obtenido un porcentaje reseñable de escaños en las elecciones del pasado 28 de mayo.

Aunque los populistas no tendrán una mayoría de bloqueo en el Europarlamento (han pasado del 20% al 25% pero no han alcanzado el 33% de los eurodiputados necesario para acceder a esa prerrogativa) y en España tanto Podemos como Vox han obtenido discretos resultados, no conviene minusvalorar su avance imparable y el peligro que representan para la construcción del proyecto europeo.

Sobre todo, cuando el presidente de Estados Unidos y de Rusia, Donald Trump y Vladimir Putin,  son dos representantes genuinos del neo populismo. Ambos comparten la misma visión sobre la Unión Europea: lo mejor es romperla.

Ahora bien ¿qué tienen en común los partidos nacional populistas y los populistas de izquierdas?

Más allá del debate doctrinal, lo que está claro es que hay conceptos que ambos extremos comparten. Fundamentalmente, la idea de “pueblo” como un ente único que representa valores positivos, frente a sus enemigos*. El pueblo nunca se equivoca, tienen toda la legitimidad para plantear sus demandas y representa valores morales que están por encima de la vieja política. En unos casos, el pueblo tiene características nacionales y culturales (así ocurre con partidos nacional populistas como Vox, el FN de Francia o la Liga Norte); en otros, el pueblo representa a las llamadas clases populares, en las que se integran trabajadores, auotónomos, pequeños empresarios, etc. (concepto que manejan partidos populistas de izquierda como Podemos o Syriza).

En ambos tipos de populismo, hay una visión maniquea de la realidad en la que “el pueblo” virtuoso se enfrenta a la oligarquía, a los poderosos, al establisment, que abusa de su poder y utiliza las instituciones en su exclusivo beneficio. La demagogia para argumentar esta nueva dialéctica -que sustituye a la lucha de clases marxista- alcanza cotas difíciles de superar. Donald Trump, por ejemplo, se presentó a las elecciones de EE.UU. como un antisistema frente al elitismo de su competidora, Hillary Clinton, a la que presentaba como la representante de la élite financiera de Wall Street.

Podemos siempre habló de “la casta”, una especie de superestructura que utiliza la democracia para engañar y sangrar al “pueblo”. Pero en Francia, Marine Le Pen también abraza un discurso similar, al argumentar que el Frente Nacional no es de izquierdas ni de derechas, sino que representa a la voz del pueblo francés y sus valores tradicionales. Incluso algunas de sus propuestas (como salarios dignos o mejoras en el estado de bienestar) serían perfectamente asumibles por los populistas de izquierdas.

El poder de seducción del populismo reside precisamente en eso: el pueblo es un ente único, en el que no hay diferencias entre sus integrantes respecto a sus anhelos y siempre representa lo mejor de la sociedad. El pueblo es solidario, generoso, sacrificado y digno. Mientras que enfrente se encuentra el causante de todos sus males (los ajustes económicos, la desigualdad, los recortes en el estado de bienestar, etc.): la casta o la oligarquía.

Otro denominador común entre ambos populismos es su coincidencia a la hora de criticar la democracia parlamentaria, a la que consideran como un instrumento de los poderosos, de “los de arriba”, para arrebatarle la voz al pueblo. Es decir, coinciden en desprestigiar las instituciones como si fueran el envoltorio de una democracia vacía de contenido.

Podemos, en sus inicios, defendía una “democracia real”, mientras sus seguidores gritaban a las puertas del Congreso: “No nos representan”. Esa desacreditación de la democracia parlamentaria también se da en la derecha. El 50% de los votantes del Frente Nacional, por ejemplo, considera que hay otros sistemas políticos tan buenos como la democracia. Por su parte, en España, Vox ha adoptado un discurso revisionista respecto a lo que representó la dictadura de Franco, a la que se presenta como un mal menor frente a la anarquía y el comunismo en auge durante los años 30.

Los populismos atribuyen al "pueblo" virtudes y fines comunes, con un ropaje ideológico difuso, de derecha o de izquierda, pero siempre con un líder carismático que sabe interpretar sus anhelos

Podemos ha defendido a regímenes como los de Hugo Chávez (Venezuela), Evo Morales (Bolivia) o Rafael Correa (Ecuador) , en línea con el ideólogo de cabecera de sus dirigentes: Ernesto Laclau. Para el politólogo argentino, el populismo es “la forma de articular un discurso anti institucional que le sirve al pueblo para romper el sistema”. Según Laclau las decisiones y demandas sólo son democráticas en virtud de su origen, no del procedimiento mediante el cual se adopten. Bajo esa óptica, los intereses del pueblo son los legítima y verdaderamente democráticos porque constituyen una amenaza para la casta, usurpadora de la democracia.

Hay otro denominador común: la figura del líder carismático.

El líder interpreta la voluntad del pueblo al que sirve. Todos los populismos –de izquierda y de derecha- se sustentan en un liderazgo fuerte e indiscutible. Chávez, Trump, Putin, Le Pen, Salvini o Pablo Iglesias son un buen ejemplo de ello. El proyecto político no se entiende sin ellos y sus organizaciones o partidos son un mero instrumento en manos de su máximo dirigente que se debe al pueblo al que en teoría sirve y del que se sirve.

Una vez que el líder alcanza el poder prescinde de la democracia formal o la limita a su antojo, dado que el pueblo ya ha expresado su voluntad y es a él al que le corresponde la tarea de satisfacer sus deseos: el reparto de la riqueza (populismos latinoamericanos), o la reconstrucción de un imperio que devuelva la dignidad perdida a la nación (caso de Putin en Rusia).

Todo lo que suponga una traba a ese proyecto trascendente y revolucionario debe ser eliminado o cercenado porque el fin –colmar las aspiraciones del pueblo o de la nación- justifica sobradamente los medios.

Por ello, otra de las características del populismo es su aversión a la prensa libre. Trump hace gala de su desprecio hacia los periodistas, a los que llama mentirosos y enemigos de América. Putin ha ido más lejos, limitando la libertad de expresión y encarcelando a los periodistas críticos. Algo similar a lo que ha hecho Maduro en Venezuela. De forma más modesta –aún no tienen el poder- tanto Pablo Iglesias como Santiago Abascal sitúan a la mayoría de los periodistas –sólo se salvan los que les alaban- dentro del sistema.

El populismo, una especie de virus enormemente contagioso, no se hubiera extendido por Europa y América si no hubiese sido por internet y las redes sociales. El crecimiento del populismo va ligado a la difusión de noticias falsas, utilizadas de forma descarada en la campaña de Trump o en las elecciones italianas (como ya hemos explicado en estas mismas páginas).

La propaganda política viral es todo un arte. Sus mensajes no requieren de una gran elaboración. Son simples, fáciles de asimilar. Fomentan el sectarismo crean la falsa sensación de que los problemas tienen soluciones sencillas: basta con saber quién es el enemigo y tratar de acabar con él.

El causante de nuestros males se caricaturiza hasta extremos ridículos. El enemigo puede ser "el Ibex" detrás del que se esconden los oligarcas de las eléctricas o la banca; pero también pueden ser los inmigrantes, que quitan el trabajo a los nacionales y deterioran los servicios sociales, como la sanidad o la educación.

El nacionalismo es una manifestación típica del populismo. El slogan "España nos roba" es un ejemplo perfecto de ese simplismo cerril que envenena la convivencia. El catalán, el pueblo catalán, es bueno por naturaleza, democrático e incorpora caracteristicas, como la laboriosidad, o la seriedad, de la que otros (los andaluces, lo extremeños, los españoles por extenión) carecen.

El populismo, en cualquiera de sus formas, divide a las sociedades en bloques y genera dinámicas de enfrentamiento no sólo internas, sino hacia el exterior. La expulsión del diferente y la extensión a territorios considerados propios son algo común, desde Putin hasta Puigdemont.

Por ello, otra de sus características es el euroescepticismo. El proyecto europeo es absolutamente incompatible con el populismo, en la medida en que se difumina el componente nacional y establece prioridades que buscan denominadores comunes, en lugar de resaltar diferencias. Europa, sintetizada en Bruselas, es vista como un nido de burócratas (por Niguel Lawson), o bien como el zoco donde se reúnen los mercaderes para exprimir al pueblo (así opina Alberto Garzón, líder de Izquierda Unida).

Los totalitarismos llevaron a Europa a uno de los mayores desastres de la historia de la humanidad durante la primera mitad del siglo XX. Aunque no son equiparables, el nazismo, el fascismo y el comunismo tenían una visión similar al populismo en cuanto a establecer un sujeto preferente de la acción política. El pueblo puede ser la "nación", la "raza" o el "proletariado": un todo único al que deben supeditarse las demás consideraciones.

El filósofo alemán Jürgen Habermas desmonta esa idea que es el eje del populismo: "El pueblo no es un sujeto con voluntad y conciencia. Sólo aparece de una forma plural y, como pueblo, no es capaz de decidir ni actuar como conjunto".

Un siglo después del surgimiento de las ideologías que dieron lugar a los totalitarismos en Europa, el populismo amenaza con destruir el gran proyecto de unidad que surgió tras la Segunda Guerra Mundial. Es el gran cáncer del siglo XXI, una enfermedad que hay que atajar sin paliativos antes de que sea demasiado tarde.


*Algunas obras de consulta: Geografía del populismo (coordinado por Ángel Rivero, Javier Zarzalejos y Jorge del Palacio); Podemos, cuando lo nuevo se hace viejo (Manuel Álvarez Tardío); El estallido del populismo (Álvaro Vargas Llosa); Nacionalpopulismo (Roger Eatwell y Mathew Goodwin); El engaño populista (Axel Kaiser y Gloria Álvarez); Una nueva transición (Pablo Iglesias).

 

 

 

 

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