Alsina se trajo a Zapatero como a un Buster Keaton así ya mayor. Zapatero es ese icono del desastre con cara triste, que aún mira con espirales místicas en los ojos, con mandorlas girando, mareándose y mareándote como un chamán de peyote o un marino de ancas torcidas. Zapatero no era una siniestra sonrisa cosida o descosida, aunque así se le ha quedado la caricatura, de espantapájaros con la paja saliendo por las orejas. Zapatero era sobre todo, y sigue siendo, ese mareo de hombre sin suelo, sin barandilla, sin verbo, sin gafas, que se puede suicidar (o suicidarnos) en cada paso, en cada frase de trapo que dice, en cada heroísmo de gafe o en cada ambigüedad altisonante en la que se queda suspendido como un yoyó, entre lo absurdo, lo
innecesario y lo dañino. Zapatero es un hombre temblón, un político temblón, que nunca ha hecho nada sino temblar entre dos acciones o entre dos palabras o entre dos barquillas. Zapatero marea, exaspera, sobresalta. O sea, como Buster Keaton al borde de la catástrofe.

Alsina, que sale a la calle con el micrófono como un lanzallamas y que en la radio se mueve como un boxeador, tenía enfrente a un expresidente que hace el jarrón chino que decía Felipe que eran los expresidentes, pero lleno de agua temblona. Como digo, Zapatero es sobre todo una cosa que tirita como una tacita de té. Alsina no tuvo que meterle el flexo en el ojo, sólo tuvo que
dejar que Zapatero hiciera de Zapatero, ahorcándose lentamente con el cable del micrófono mientras él le daba de vez en cuando pequeños empujones con la fuerza de todo el silencio acumulado.

Zapatero es un hombre temblón, un político temblón, que nunca ha hecho nada sino temblar entre dos acciones o entre dos palabras

“El inventor de la geometría variable”, el que “pactó con Esquerra”, el que dio a luz aquel Estatut catalán, el que fue presidente de la recesión… Así lo presentaba Alsina, como un árbitro de boxeo que además también atiza. Le preguntó si mintió entonces en alguna ocasión y contestó que no. Pero era imposible no acordarse de aquella “desaceleración” de la que hablaba Solbes con sabiduría de papada mientras el mundo entero se resquebrajaba. Y de la negociación con ETA, del fin de ETA, que es la gran heroicidad que Zapatero no está dispuesto a que le afeen. Después de haber animado el desastre catalán, de habernos ahogado en zanjas del plan E, después de arruinarnos concienzudamente con todo su talante, lo que le queda es el fin de ETA, su tesoro.

Ante las actas de los etarras, que apuntaron propuestas del Gobierno, como un estatuto único para el País Vasco y Navarra (justo después del atentado de la T-4), Zapatero se sacó un juego de palabras. Sí, un golpe de platillo. No actas, sino “actos”, dijo, mientras se empezaba a inflar de dignidad. Su negociación-monumento era eso, un monumento intocable como un mausoleo, y que la pusieran en duda le causaba tristeza y preocupación. Su divagación sobre lo duro que le debe de resultar a un asesino aceptar que lo suyo se termina también fue digna de redoble. Es normal que Otegi todavía diga burradas porque quitarse la costumbre del gatillo, como del tabaco, es difícil.

Hará falta tiempo para que todo eso se destense, pero lo importante es que hay paz. Sí, y aurreskus municipales a los asesinos, pensé yo. Y, sobre todo, continúa la enfermedad democrática del País Vasco, como continúa la de Cataluña. Y eso a pesar de esos dos mausoleos de bronce y resol de Zapatero, la negociación de paz y un Estatut en el que Zapatero dijo que aceptaría lo que saliera del Parlament, así, tal cual, olvidándose de que hay una Constitución.

A Zapatero, con su temblor que es más que equidistancia o más que duda, que es esa actitud de vértigo cobarde ante todo, le pillaron el otro día algo gordo en la radio catalana. Allí, en territorio comanche, radiactivo de amarillos, le preguntaron sobre posibles indultos a los juzgados por el procés. “Estoy a favor de que lo estudien si lo piden”, contestó. Cuando Alsina se lo
recordó, estalló como una peluca de Trump hablando sobre fakes, mentiras y malmetimientos periodísticos. Porque eso no significaba que él estuviera a favor de un indulto. Abroncó incluso a Rubén Amón, que estaba allí, por escribir un artículo en ese sentido. Un Zapatero gallináceo inició una especie de riña de barra que terminó con un apretón de manos, como los borrachos pesados que han discutido.

Lo que Zapatero había querido decir, en esa radio, ante esa audiencia, ante esa pregunta, era simplemente que los indultos existen. Sí. Es decir, que la ley dice que deben tramitarse. Así se lo aclaró a Alsina. Es como si hubiera contestado “estoy a favor de que los indultos existen”, cosa que nadie cuerdo contesta. Nadie se manifiesta en favor de una obviedad. Cuando Alsina le preguntó si debían indultarse a condenados por violencia de género, Zapatero no tuvo problema en contestar que no. Para esos otros indultos, sin embargo, necesita alargarse con una tautología. Pero resulta que Rubén Amón, y todos los que vemos cómo tiembla con los conceptos como enhebrando una aguja, lo hemos malinterpretado.

Cuando Alsina le preguntó si debían indultarse a condenados por violencia de género, Zapatero no tuvo problema en contestar que no

Y aún hubo que oírlo temblar un poco más. Sobre el conflicto “político” en Cataluña. Sobre pensar en el “día después de la sentencia”. Sobre qué hacer con los que no aceptan “el sistema Constitucional”, porque el conflicto seguirá ahí, y se generarán “problemas de convivencia”. “¿Aún más de los que ya tenemos?”, le vaciló Alsina. Y esos dos millones de votos que hay que tener en cuenta, eso no se arregla con la Justicia en su carroza de caoba (“la ley y punto y se acabó”, dijo), ni con el 155 como un número del Apocalipsis… ¿Y se arregla dándoles la razón?, vino a replicarle Alsina. Mucho diálogo para al final acabar dándoles la razón en todo. Sería una solución muy zapateril, sin duda.

Zapatero, con su temblor de flor resfriada, con su empacho de margaritas, es de ésos que creen que la política y la ley son dos cosas
enfrentadas cuando son la misma. Si la política se sale de la ley, ya no es política sino delito. A los violadores no hay que contentarlos, a los asesinos no hay que atraerlos al bien. El respeto a la ley, y a las normas, es el primer requisito para la democracia. Y para la convivencia. Si hay “problemas de convivencia” en Cataluña es porque se ha consentido que allí no haya Estado de Derecho, que allí las leyes se puedan olvidar o hasta darse la vuelta. Eso lo ha consentido él cuando gobernaba y, la verdad, todos los demás.

Zapatero, como un Buster Keaton algo gagá, no es el problema, por supuesto. Sólo es alguien que lucha constantemente por no tropezarse. El problema es que Iceta o Sánchez piensan igual, y ellos no son simples fareros locos o gafes de cine mudo.