Ortega Smith no se da cuenta de que es un hippie. Él ahí, como una percha de batín, como un marquesito duelista, como el mayordomo jefe de las teteras, y no sabe que es un hippie. Un antisistema de sobaco verde y anidado de abejas; de pies de yeti, agalapagados, trufados de escarabajos; de flecos de trampero de sus mondas, de pelo de espiga y pañuelo enraizado como una tomatera. Debería haber estado vestido así, encarándose con Almeida. Porque todo tiene una etiqueta, y para decir ciertas cosas, vestir de hippie es tan importante como vestir de cura.
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